Historias de Vida

Esto puedes encontrar en el canal de Oxford

Navegar deprisa está descartado en el Canal de Oxford… para deleite de quienes recorren esta vía acuática británica.

Un grifo alado está tocando el ukelele en la calle Broad Street. Cerca, en la Biblioteca Bodleiana, una oruga da consejos de nutrición a niños vestidos con delantales. A las puertas del Museo Pitt Rivers una falsa tortuga dirige un baile de langostas.

¿Y yo? Estoy disfrutando de esta celebración anual de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, libro escrito por el profesor de la Universidad de Oxford Charles Lutwidge Dodgson, más conocido por su seudónimo: Lewis Carroll.

Yo viví aquí, en Saint Barnabas Street, de 2009 a 2010, cuando estudiaba en la universidad. Cada día era un choque cultural para mí, pues trataba de conciliar la mesura inglesa con mi impetuosidad estadounidense, un equilibrio que aún no estoy segura de haber encontrado. Pero hoy estoy viendo mi alma máter, situada a 96 kilómetros al noroeste de Londres, con una óptica muy diferente.

Deseosas de aventuras, mi amiga británica Sarah Heenan y yo hemos alquilado la barcaza Hertford para pasar una semana recorriendo el Canal de Oxford, una vía navegable del siglo XVIII que se extiende 128 kilómetros desde aquí hasta el entronque Hawkesbury Junction.

La experiencia de este viaje nada tiene que ver con la universidad local y sus torres góticas, ni con Oxford, una ciudad sobria, próspera, siempre educada y siempre distante.

Para navegantes de barcaza como nosotras, el Canal de Oxford encarna una forma de vida inglesa distinta, menos remilgada. “Quien recorre el canal saluda a todo el mundo”, dice Sarah, que se crió en un pueblo de los cercanos Cotswolds.

Cuando nos ponemos en marcha (aprendimos a pilotear viendo un tutorial en la Red) vemos a una pareja de ancianos paseando por el sendero que flanquea el canal. Al ver las copas de licor Pimm’s que estamos bebiendo, la mujer dice “¡Salud!” Alzamos las copas y brindamos por ella.

Durante el trayecto veo bonitos jardines traseros y me pregunto quién los cuida. ¿De quién es ese busto de Napoleón? ¿Y aquel conejo esculpido que le dispara a una rana? Le pregunto a Sarah si estoy violando alguna regla inglesa básica por fisgar.

—¡No hay nada más inglés que eso! —contesta, riendo—. En el fondo, todos somos muy entrometidos.

Cuando nos disponemos a atracar en el pueblo de Wolvercote, un apuesto hombre vestido con chaleco blanco y pantalón vaquero salta a la barcaza y sujeta el cabo de amarre.

—No se preocupen —nos dice una vez que hemos asegurado la nave—, no son peores que yo cuando aseguré un bote por primera vez.

Mike Pitman, cineasta y músico de veintitantos años, compró una barcaza y desde entonces ha vivido en el canal como miembro de una comunidad de artistas. “Antes de adoptar esta vida, no sabía el nombre de ninguno de mis vecinos”, dice.


Aquí en el canal nos conocemos todos y nos echamos la mano; vigilamos los atracaderos cuando alguno de nosotros está fuera, cuidamos de las mascotas ajenas y ayudamos a reparar las barcazas”.

Otro navegante, un fotógrafo llamado Jeff Slade, se aparece e intercambia noticias con Pitman: dos buitres se han instalado en un árbol junto al canal, y una gallineta anda nadando con cinco polluelos. Al principio me sorprende que estos hombres se fijen en esos detalles.

Hasta ahora el paisaje que Sarah y yo hemos visto ha sido abrumadoramente verde, pero a medida que pasamos por un meandro tras otro y un pueblo soñoliento tras otro, la uniformidad del paisaje se diversifica.

A 6.5 kilómetros por hora, el límite de velocidad en el canal, es imposible no mirar con atención cada rama y cada hoja. Empiezo a notar la diferencia entre la hierba nudosa japonesa y la nudosa gigante, entre la flor del saúco y la zanahoria silvestre.

Hace unos días tenía sólo una vaga noción de lo que es el “campo”; ahora cada rama, cada arbusto y cada recodo del canal contiene universos.

En El viento en los sauces, Ratito le dice a Topo: “No hay absolutamente nada que valga más la pena hacer en un barco que perder el tiempo”. La novela clásica infantil de Kenneth Grahame, protagonizada por animales que viven junto a un río, estuvo inspirada en parte en los días como colegial del autor en el Canal de Oxford.

A bordo de la Hertford siempre hay algo que hacer: pilotear, anclar, desatracar, llenar el tanque de agua. La rutina de las esclusas es la más incesante de todas. Más o menos cada hora nos detenemos para abrir una compuerta de acceso a una esclusa, levantamos las paletas para que entre agua y la barcaza suba de nivel (nos dirigimos canal arriba) y abrimos la compuerta de salida; luego, hacemos lo mismo una y otra vez.

La rutina da sentido al paso de los días. Me doy cuenta de que me siento orgullosa cuando consigo alzar una paleta especialmente pesada o abrir una compuerta atascada. Aprecio los resultados físicos tangibles.

Sarah y yo pronto nos percatamos de que las esclusas también hacen las veces de centros sociales, donde las personas intercambian consejos de viaje o chismes, o ayudan a los navegantes menos fogueados.

Llegar a una esclusa significa ver caras conocidas: una familia de cuatro escoceses pelirrojos; un grupo en una despedida de soltera, y Derek, un jubilado de Birmingham que nos ayuda a cerrar la compuerta. “Es una simple cortesía del canal”, dice después de que le damos las gracias.

Derek vive solo en su barcaza, lo que es raro dado el arduo trabajo de navegar. Pero él jamás se preocupa. “La gente me ayuda en las esclusas todo el tiempo, y yo ayudo a otros. Así es la vida aquí”, señala.

Y añade que no corre ninguna prisa. Nadie en el canal la tiene.

Me lleva unos días entender lo que significa el “ritmo del canal”. Aceleramos lo más que podemos para llegar al pueblo de King’s Sutton al caer la noche. El agua despide destellos dorados mientras pasamos Upper Hey-ford, otro pueblo.

Las ovejas pacen a la sombra del campanario de la iglesia gótica. Es el lugar más idílico que hemos visto en el canal hasta ahora, pero no está en nuestros planes; de todos modos, apago el motor.

Minutos después un joven aparece en el sendero del canal, paseando a su perro. Al acercarse a la barcaza el can salta a la cubierta sin que el dueño pueda detenerlo. Nosotras reímos, y él, avergonzado, se disculpa y sujeta al perro. Se llama Kevin, y nos dice que es oriundo de allí. Lo invito a beber un trago con nosotras. En circunstancias normales, esto se consideraría aquí sólo un poco menos descarado que una propuesta de matrimonio, pero estamos en una barcaza.

Por un momento Kevin parece sorprendido, incluso nervioso; luego da un suspiro y sube a bordo. Le damos una copa de Pimm’s y decimos salud. Kevin por fin sonríe, y confiesa que le dan curiosidad las barcazas que ve pasar. Pese a ello, jamás se imagina navegando. “Tendría que saludar a la gente todo el tiempo, ser amable”, dice. “¡No podría hacer eso!”

Sarah asegura que hay un lugar donde los ingleses siempre saludan: la taberna. Ésta es a los residentes lo que las esclusas son a los navegantes: el único sitio socialmente aprobado donde hablar con forasteros no sólo se permite, sino que se fomenta.

Cada pub tiene un carácter propio. Está el Boat Inn, en la localidad de Thrupp, donde los vecinos compiten para comprarle papas fritas al viejo perro del local, Ollie. También está el Bell Inn, en Lower Heyford, donde un anciano entra y se sorprende al vernos a Sarah y a mí en un sofá (estamos sentadas en su lugar habitual, nos explica otro parroquiano). Pero nada se compara al Red Lion Inn, en Cropredy, un pueblo cuyas casas tienen techo de paja. En el pasillo que conduce al baño encuentro poemas humorísticos enmarcados que ridiculizan las bufonadas de los ebrios y los infortunios de la dieta.


Los clientes asiduos se apropian de la taberna de las 6 de la tarde a las 10 de la noche, y a veces se hacen bromas pesadas unos a otros.
Un hombre mayor llamado Mick que vive en una barcaza me explica cómo es un auténtico pub de pueblo.

—La primera vez que vine aquí me golpeé la coronilla con una de ésas—dice, señalando una viga del techo, que es bajo—, y la camarera, en vez de ayudarme, se rió. ¡Así es un pub auténtico! La gente te toma el pelo y se burla de ti, aunque seas un extraño.

Le cuento de nuestro lento paseo hasta el bucólico Upper Heyford.

—Eso no es nada —dice—. Yo tardé casi un mes en llegar aquí. Vi un campo lleno de vacas y me gustó.

En el exterior, las campanas de la iglesia empiezan a repicar: son las 11 de la noche. Se acerca la hora de cerrar, pero los clientes no muestran señales de querer marcharse, y la camarera simplemente sigue conversando con todo el mundo. “Cuando cierran, cierran”, señala el señor Mick, y se encoge de hombros.

Si la taberna —el gran nivelador de Inglaterra, donde se juntan ricos y pobres, nativos y visitantes— tiene una contraparte, ésa es la casa de campo señorial. En la actualidad muchas casas de campo históricas de este país, a menudo hogares de aristócratas, abren sus puertas al público.

De las tres o cuatro que vemos durante el recorrido en la barcaza, la que más me llama la atención es la palaciega Rousham House. Esta mansión del siglo XVII, habitada aún por los descendientes de los dueños originales, se puede visitar sólo con cita, pero los amplios jardines están abiertos todos los días.

Fueron diseñados a principios del siglo XVIII por el arquitecto y pintor William Kent, que fue pionero del paisajismo “natural”. “Ésta es la máxima fantasía doméstica inglesa”, dice Sarah, “el jardín privado con aspecto de bosque natural”.

Los andadores serpentean entre setos y estanques ocultos hacia “ruinas” construidas ex profeso y arquerías clásicas que no llevan a ningún sitio. Observo a un solitario pavo real pasearse frente a un palomar redondo en el que resuenan los zureos incesantes de los pichones y las palomas.


Fuera de la Rousham House busco pistas de las personas que la habitan. “Autonomía” dice una calcomanía pegada en la puerta principal. Me asomo a las ventanas para ver el interior. Todo tiene la perfección de un museo —paneles de madera, pinturas al óleo, papel tapiz dorado—, menos un detalle: la colección más fea de figurillas de cerámica que he visto nunca.

Recuerdo el comentario de Sarah acerca del carácter entrometido de los ingleses, y sonrío. Después de todo, se me ha contagiado.

La última noche atracamos en la zona norte de Oxford, muy cerca de mi antiguo barrio universitario. Me siento casi arrepentida. ¿Qué más me perdí cuando vivía aquí? ¿Cómo no exploré este sendero que salía prácticamente de mi patio trasero?

Un mirlo revolotea junto a mis pies. Antes, quizá lo habría ahuyentado, pero luego de una semana en el canal, me he vuelto calmada y más cuidadosa. El pajarillo me permite sacarle una foto, y luego alza el vuelo.

Recuerdo una placa que cierta vez vi junto al cercano río Támesis, la cual era parte de una iniciativa para registrar historias de tradición oral. Decía: “Mi padre era un gran amante de la plantas… Pasamos una tarde entera junto al río en Godstow, bajo la hermosa luz del sol de primavera, buscando clemátides en los prados, pero no encontramos esas raras flores. Pensé que había sido una pérdida de tiempo, pero ahora rememoro esa tarde como un día adorable que pasé con mi excéntrico padre”.

Lo comprendo. Aquí, en el Canal de Oxford, no existe el concepto de pérdida de tiempo.

Staff

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