Punk, juventud y recuerdos en “New Wave. En Busca de la Memoria”

Lucrecia canta en una banda punk y se expresa con intensidad inusual, con una energía brutal en el escenario, y vaya que tiene un mundo interior por manifestarse, pues su vida en casa no ha sido fácil. La música es su vía de desfogue.

En su mente hay otra Lucrecia, más inocente, que ha olvidado su pasado a causa de una experiencia traumática. Pero cuando conoce a Juan José, un baterista que se deja llevar por el trance de la música, las cosas empiezan a reacomodarse de forma extraña. Lucre busca recuperar sus memorias y las escribe en una libreta. Pero aún debe ahondar en ciertos recuerdos, los más dolorosos.

Un día llegan dos personas al hoyo funky donde debuta su banda, una del pasado de Lucre y otra de su futuro, ambas la harán entrar en un dilema que la enfrentará con aquello que tanto teme.

Eso es lo que pasa en New Wave. En busca de la memoria, la nueva novela de Horacio Garduño. Aquí te dejamos un fragmento de este libro, escrito por Horacio Garduño y editado por Alfaguara, para que lo empieces a leer.

Intro

6 de mayo, 1979

Una lata de Tecate

Lucrecia le escupía al público y rascaba como nunca antes las cuerdas de su guitarra, de hecho una ya estaba reventada, pero no se había dado cuenta. Su energía llenaba el Salón Revolución, pero salía de él, porque no había respuesta en el público. Había entre ciento veinte y ciento cincuenta rockeros con jeans súper entubados, botas con suela de goma muy ancha, chamarras de mezclilla con parches de bandas de rock pegados con plancha.

Casi en cada chaqueta había, grande o pequeña, una lengua de “Los Rolin”, como les decían a los Rolling Stones, y hombres y mujeres usaban por igual una larga cabellera con patillas de pico y fleco o copete que, si eran vistos de espaldas, hacían difícil distinguir su sexo, acaso por la espalda ancha de algunos hombres, pero más bien parecía como si el género en el rock pasara a segundo plano.

La moda era una muestra de los gustos uniformes de ese público que esperaba oír a su banda de metal o de rock urbano favorita: a las siete de la noche de aquel domingo seis de mayo saldría el “Trisol”, como le decían a Three Souls in My Mind, pero todavía faltaba una hora para eso. Lucre, Pastor y Juan José contaban entusiasmados y a buen ojo a más de cien rockeros viéndolos. Era su tercera tocada. La primera había sido en una fiesta en casa de Juan José para amigos, algún colado y algún insistente familiar de Pastor que para su incomodidad gritaba “¡El del bajo es mi sobrino!”.

La segunda había sido una improvisación en el garaje junto a la tienda de discos del mismo JJ una tarde en que espontáneamente abrieron la puerta, comenzaron a tocar y la gente se acercó más por curiosidad que por atracción; eran quince personas, de las que dos señores y una señora se fueron negando con la cabeza, haciendo aspavientos o gritándoles algo que ellos no pudieron entender. Aquellas dos primeras experiencias no habían contado mucho para ellos, en la fiesta era gente que los quería y les aplaudía sin importar lo que tocaran. Y la improvisación del garaje había recaudado menos gente de la que esperaban.

“A ver si no llega la policía, como con los Beatles”, dijo Pastor cuando JJ abrió la puerta de lámina y entró el deslumbrante sol del atardecer en la colonia Roma, tan distinto del gris londinense que iluminaba, entre otras canciones, a “Get Back”. En la fiesta, los tres debutantes no habían comprado la forzada euforia de gritos que, además, con el paso de las canciones se iba apagando, en algunos por ardor de garganta, y en otros porque creían que las canciones eran todas iguales, y no tan buenas, con guitarrazos, tamborazos y hasta groserías. En la tocada, la única que no contaba con un apoyo amistoso evidente era Lucre, pues sus dos únicos amigos estaban ahí arriba con ella, y yo no gritaba, ni contaba.

Este hoyo funky no tenía licencia ni instalaciones de seguridad, ni buena acústica, ni familiares, ni amigos, ni una puerta para cerrar y olvidarse de los asistentes, que inquisitivos fumaban Delicados o mota, y bebían cerveza Tecate en lata, mientras esperaban a su banda, y a quienes la música punk de esos tres recién bañados no les representaba nada, por energética que fuera ni por las veces que Lucrecia dijera la palabra mierda en cada canción. Muy poca gente conocía lo punk, y ese día de 1979 nadie quería escuchar nada más que al Trisol. Era claro que estos musiquillos no eran del barrio: eran burgueses perfumados y disfrazados con ropa rota de mezclilla y parches o pintas de bandas desconocidas.

Nadie se tragaba el cuento de los gritos ni los guitarrazos ni la música acelerada. Después de la emoción por tocar profesionalmente, Lucre miraba a ratos a sus amigos para ver qué tan conectados estaban todos entre sí ante la poca respuesta, las risas burlonas o hasta algunos abucheos. Juan José no cabía en sí mismo por estar tocando en un lugar público, por jodido que fuera, después de todo, eso era parte de lo punk, y mientras más jodido, mejor. Él mismo había dicho que cualquier comienzo sería parte importante del anecdotario: La banda mexicana que terminó tocando en Nueva York y en Londres inició en el Salón Revolución, ahí por el metro Balderas. Cuando JJ, como le decían, llegaba a abrir los ojos, su mirada era distinta a la de todos los días. Era como si estuviera naciendo. Pastor, por su parte, estaba ebrio, y le daba igual lo que pasara ahí, en otro lado o en el ensayo. Y Lucre sólo quería cantar, gritar, brincar, insultar, escupir y, seguro, azotar su guitarra otra vez al final de la presentación, así que no había más que seguir tocando. En el garaje la azotó dejando espantados a los once que quedaban y dejando también una marca más bien profunda en la pared que el papá de JJ lo obligó a tapar esa misma tarde.

Staff

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