¡Qué buena suerte!

¿Coincidencia? ¿Intervención divina? ¿Un muy buen día? Sea lo que haya sido, estas personas sin duda son muy afortunadas.

Al borde del precipicio

En enero pasado, Kelli Groves, de 36 años, se disponía a conducir el tramo final de su recorrido de cuatro horas por carretera desde su casa en San Juan Capistrano, California, hasta la Misión de San Luis Obispo. En el asiento trasero, su hija Sage, de 10 años, se acurrucó bajo un cobertor para ver una película en la laptop de su madre; la bebé, Mylo, iba sentada en su sillita.

De pronto, cuando cruzaban un puente de la carretera 101, un camión semirremolque intentó rebasar al BMW de Kelli, pero en vez de eso impactó al auto en el lado del pasajero, empujándolo hacia la orilla. El camión salió volando del puente y explotó en un desfiladero 30 metros  30 metros más abajo. El conductor murió.

La mitad del BMW de Grove colgaba fuera del puente. “Pensé que en unos segundos nosotras también caeríamos”, recuerda Kelli.

Bomberos de Santa Bárbara llegaron al lugar e intentaron estabilizar el auto con cuerdas y el cable de una grúa, pero el BMW seguía balanceándose peligrosamente mientras cortaban el auto con una sierra para liberar a la familia. Un bombero gritó: “¡Dejen de cortar! ¡Estamos perdiendo el auto!”

Dentro del vehículo, la hija mayor parecía estar en shock, y murmuraba “¡Ayuda, ayuda!”. Kelli no lograba a ver a ninguna de sus hijas, pero alcanzó a tocar a la bebé y luego notó que su mano estaba llena de sangre. “No dejaba de darle palmaditas para hacerla llorar y así asegurarme de que estaba viva”, cuenta Groves.

Mientras tanto, los bomberos habían logrado liberar a Sage. “Tuvimos que sacarla primero para así tener más espacio para rescatar a Kelli y la bebé”, explica el bombero Greg Nuckols.

Al mismo tiempo, unos miembros del batallón de construcción de la Marina aparecieron remolcando un enorme montacargas. Vieron al BMW balanceándose en la orilla del puente y determinaron que su vehículo, que podía sostener hasta cinco toneladas, podría soportar el peso del auto para que los rescatistas lograran entrar en él.

El marino Frankie Cruz maniobró el montacargas para mantener al auto en su sitio. En tanto que el BMW se mecía en el montacargas, los rescatistas usaron herramienta especial para cortar parte del techo destrozado, y sacaron a Kelli y a Mylo.

Las tres víctimas fueron trasladadas de inmediato a un hospital cercano. Groves sufrió fractura de cadera y Sage tenía múltiples heridas y fracturas. Mylo había resultado con sólo unas cuantas cortaduras. “¡Es imposible!”, dijo Kelli, asombrada, cuando le dieron la noticia. Incluso hoy día, un año después del accidente, dice que la increíble serie de sucesos de ese día “me sigue sorprendiendo”.

 

Un golpe frustrado 

Tras pasar una semana en su casa de descanso en Carolina del Norte, David Zehntner, de 56 años, volaba su Cessna 182 sobre su rancho de 16 hectáreas en LaBelle, Florida, listo para aterrizar.

Mientras el avión sobrevolaba la casa, Berna, su esposa, se asomó por la ventanilla. “Cariño, hay un camión estacionado fuera”, dijo. Luego vieron a un desconocido acercarse a la puerta principal.

Zehntner realizó un segundo sobrevuelo. El hombre estaba ahora caminando alrededor de la casa y mirando por las ventanas. En cierto momento volteó hacia el cielo y vio al Cessna volando bajo. Rápidamente regresó a la entrada para autos, enganchó la casa rodante de 1,200 dólares de los Zehntner a su camión plateado y huyó. “¡No puedo creer que esté haciendo eso frente a nosotros!”, gritó Zehntner.

Determinado a capturar al ladrón, Zehntner siguió al vehículo mientras éste avanzaba por LaBelle, y después se dirigió al este. Luego aterrizó en el aeropuerto local y llamó al número de emergencias.

Tras su detallada descripción, la policía local logró detener al sospechoso y recuperar la casa rodante robada en aproximadamente media hora. El ladrón espera a ser juzgado.

Zehntner aún no puede creer que atestiguó todo desde el aire. “Las posibilidades de que algo así suceda son astronómicas”, asegura. “Los oficiales de policía querían que comprara un billete de lotería para ellos”.

 

A punto de hundirse

Hunter Haine, de 19 años de edad, y cinco amigos suyos se dirigían en la camioneta de éste a una fiesta cercana a su ex bachillerato en Lake Mary, Florida. No podían encontrar la casa, y el GPS del teléfono de Haire no servía.

Frustrado, Hunter se estacionó frente a un pequeño lago para ver si funcionaba el localizador satelital de la camioneta. Antes de que él pudiera escribir la dirección de su destino, su amigo Zac Sawin, quien iba en el asiento trasero, alcanzó a ver un par de luces brillando en el agua, a unos 45 metros de la orilla. “¡Hay un auto en el lago!”, gritó.

En la oscuridad, los muchachos apenas lograban distinguir la silueta del conductor a través de la ventanilla. “Pensamos: Tenemos que sacar a ese hombre de allí ahora, o morirá”, recuerda Haire.

Él y Sawin, ambos atletas, se lanzaron al agua helada y nadaron rápidamente hacia el Mazda que se hundía. Dentro de él, Miguel Hernández, de 23 años, se aferraba al volante, conmocionado.

Haire llegó primero y convenció a Hernández de bajar la ventanilla. Entonces entró al auto y luchó por quitarle el cinturón de seguridad. El agua comenzó a entrar a borbotones, haciendo que el auto se fuera hacia el fondo del lago, de unos cinco metros de profundidad.

Haire salió por la ventanilla abierta, y entonces él y Sawin sacaron de un tirón a Hernández y lo llevaron hasta la orilla, al tiempo que el sedán se hundía completamente en la profunda oscuridad.

“La serie de sucesos que nos condujeron hasta allí fue la coincidencia más disparatada”, dice Haire. “Salimos de la casa de mi amigo a una hora en particular, no paramos en ningún semáforo, y luego nos perdimos”. Sawin añade: “Si hubiéramos llegado unos 30 segundos más tarde, probablemente él habría muerto”.

 

Diamantes enterrados 

En octubre de 2011, mientras cuidaba de su jardín en el pueblo rural de Mora, en Suecia, Lena Påhlsson se disponía a arrojar un puñado de zanahorias raquíticas a la pila de composta. Pero algo llamó su atención, y notó que se trataba de un objeto brillante. Debajo del frondoso tallo de una diminuta zanahoria estaba el anillo de bodas que había perdido mucho tiempo atrás.

Dieciséis años antes, Påhlsson se había quitado su argolla de matrimonio de oro blanco incrustado de diamantes para amasar una pasta. Cuando quiso colocarla de nuevo en su dedo, la sortija había desaparecido. Ella sospechó que alguna de sus tres hijas, que entonces tenían diez, ocho y seis años de edad, la había tomado, pero las niñas lo negaron. Påhlsson y su esposo, Ola, buscaron en todos los rincones de la cocina, incluso en los espacios entre los gabinetes, sin éxito.

Påhlsson tenía la esperanza de que el anillo, que ella misma había diseñado para su ceremonia nupcial en 1984, apareciera durante una remodelación de su cocina efectuada 11 años después de haberlo extraviado, pero no fue así. “Perdí la esperanza de volver a encontrar mi sortija”, comenta. Nunca la reemplazó.

Ella y su esposo ahora especulan que el anillo debió haber caído en un montón de sobras de la cocina, y luego fue distribuido en el jardín como composta, donde permaneció hasta que el frondoso tallo de la zanahoria germinó por casualidad a través de él. Para Påhlsson, ésta es la mejor recompensa que pudo darle su jardín.

 

El surfista y los salvavidas

Mientras braceaba para alcanzar la siguiente ola durante una competencia en Christchurch, Nueva Zelanda, James Tuhikarama sufrió un infarto que lo derribó de su tabla de surf. Tragó agua, perdió la conciencia, y pronto estaba flotando boca abajo en el mar. Por unos instantes nadie se dio cuenta de que él flotaba a la deriva, alejándose de la competencia.

Al mismo tiempo, Hira Edmonds, de 25 años, salvavidas e instructora principal de una empresa de seguridad para el surf, enseñaba a otros 14 salvavidas los puntos más sutiles del rescate de emergencia en el segundo piso de un edificio con vista a la playa de New Brighton.

Edmonds había visto a decenas de surfistas remontar las olas ese día. Mientras miraba por la ventana, avistó a alguien con un traje de neopreno flotando inmóvil boca abajo en el agua. “No se necesita mucho para darse cuenta de que alguien está en problemas”, comenta Edmonds. “Los salvavidas realmente nunca estamos fuera de servicio”. Edmonds apresuró a sus compañeros, tomaron el equipo de primeros auxilios y salieron a toda prisa hacia el mar.

Los salvavidas arrastraron a Tuhikarama, de 47 años y padre de dos hijos, hasta la playa. Varios rescatistas se turnaron para bombear oxígeno y realizar compresiones en el pecho del hombre inconsciente.

Durante casi una hora —mucho más tiempo del que un solo rescatista habría podido continuar con la maniobra de socorro— el equipo siguió con la resucitación. Finalmente llegó una ambulancia al sitio y trasladó a Tuhikarama al hospital, donde pasó una semana en un coma inducido, en la unidad de terapia intensiva, mientras su cerebro y corazón se recuperaban.

Un mes después de haber sido dado de alta, Tuhikarama se reunió con seis de los rescatistas adolescentes que le salvaron la vida. “Haber sido visto por un grupo de salvavidas fue lo que me salvó”, dice. “Recibí una segunda oportunidad”.

 

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