Mi hermano fue a la peluquería a cortarse el cabello. Cuando preguntó el precio del servicio, el peluquero le dijo que serían 15 libras.
—¡No puede ser! —exclamó mi hermano—. Estoy casi calvo.
—Bueno, le voy a cobrar cinco libras por el corte —repuso el peluquero—, y 10 por buscarle el cabello.
Jill Cohen, Reino Unido
Una pareja de amigos míos nos estaba contando de un reciente viaje que habían hecho a Amsterdam, y de pronto mencionaron la famosa “zona roja” de la ciudad. Uno de sus hijos, un adolescente sorprendentemente ingenuo, preguntó qué era eso.
—Pues… ya sabes —le contestó su padre—, un sitio donde hay mujeres de mala reputación.
—¿Cómo?
—Donde están los prostíbulos, hijo —dijo mi amigo ya sin rodeos.
—Ah, ¿te refieres al lugar donde ejecutan a los reos? —preguntó el inocente muchacho.
Janet Cunningham, Canadá
Cierta vez llevamos a nuestros dos hijos adolescentes a comer a un restaurante que estaba atestado de gente viendo un evento deportivo por televisión. La agobiada mesera nos tomó el pedido, pero al cabo de media hora aún no había señales de la comida. Mientras trataba yo de mantener distraídos a los chicos, de pronto se oyeron gritos de júbilo provenientes de la barra.
—¿Oyeron eso? —preguntó mi hijo de 13 años—. ¡Alguien acaba de recibir su pedido de comida!
Rachelle Harding, Reino Unido
Hace varios años visité China con un grupo organizado de unas 30 personas. Entre ellas había un matrimonio al que decidimos apodar los Quisquillosos, pues todo les parecía mal.
La señora Quisquillosa se quejaba de que sólo había comida china, y el señor Quisquilloso, de tener que usar palillos para comerla. También se lamentaron de lo empinados que eran los escalones de la Gran Muralla.
Algunos de los hoteles en los que nos habíamos hospedado eran bastante malos, pero más adelante nos dirigimos a uno que estaba clasificado entre los mejores del mundo. Cuando el guía del viaje anunció por el altavoz en el autobús que ésa sería nuestra próxima parada, todos gritamos de júbilo.
Era el hotel más impresionante que había yo visto, y sabíamos que contaba con varios lujos, como piscina y servicio a la habitación. Cuando los Quisquillosos se estaban registrando en la recepción, varios miembros del grupo cuchicheamos entre nosotros, seguros de que no podrían quejarse de nada en aquel lugar.
Justo en ese momento el señor Quisquilloso dio media vuelta, echó un vistazo al vestíbulo y en tono molesto le dijo a su esposa:
—¡Ay, no! ¡Los ascensores están lejísimos!
Susan Rogers, Reino Unido
El equipo de futbol en el que jugaba un compañero mío del bachillerato fue invitado a competir en un torneo interescolar que se celebraba todos los años.
En el segundo tiempo de uno de los partidos, su equipo iba perdiendo por media docena de goles. De repente, en una jugada por la banda, uno de sus compañeros recibió el balón, pero en vez de avanzar hacia la portería contraria, lo pateó fuera de la cancha.
—¡Oye, ¿qué haces?! —le gritó el entrenador desde la orilla.
—¡Es para que ya no nos metan más goles! —le respondió el jugador, desesperado.
José Muñoz, México