Kelly era una bebé avispada y activa de 18 meses. No obstante, en 2011, uno de sus pies empezó a doblarse hacia dentro. Sus padres se alarmaron y consultaron al médico, ya que el síntoma progresaba poco a poco.
Durante los siguientes dos años, las piernas de la bebé sufrieron una dolorosa torcedura, por lo que requirió un aparato para caminar. Las contracciones llegaron a las manos, agarrotándolas e impidiéndole tomar sus juguetes o una cuchara.
Durante ese tiempo, los especialistas del Reino Unido, donde vivía la familia, tenían pocas respuestas. Les dijeron a los padres que su bebé presentaba distonía, lo cual provocaba que los músculos sufrieran espasmos constantes.
No lograban aislar la causa: las tomografías cerebrales, las punciones lumbares, los análisis de sangre y de orina, así como las pruebas genéticas, arrojaban resultados normales. Pese a eso, era evidente que la pequeña empeoraba.
La distonía progresiva es muy poco frecuente en infantes sanos. La causa puede ser una alteración física en la parte del cerebro que controla el movimiento; no obstante, los exámenes descartaban esa posibilidad.
Mientras tanto, los fármacos que contrarrestan los síntomas de distonía (levodopa y baclofeno) no surtían efecto en la bebé: lo único que podía hacer el equipo médico era tratarle la incomodidad con analgésicos y relajantes musculares.
Mary King trabaja con pacientes irlandeses de enfermedades genéticas extrañas. Como Kelly tiene ascendencia irlandesa e iba a Dublín de visita, acudieron a consulta con King, quien decidió analizar el genoma en el marco de un proyecto del que participaba, realizado por el centro especializado en genética Genomics Medicine Ireland, cuyo objetivo era obtener mayores conocimientos a fin de diseñar mejores tratamientos estudiando material genético. King inscribió a Kelly y tomó una muestra de sangre.
En pocos meses tuvo los resultados. Una colega de King detectó la anomalía: la mutación del gen KMT2B. “Cuando lo vi, me percaté de que quizá esa era la respuesta”, narra King. La mutación no hereditaria había sido identificada por otros científicos hacía menos de un año: se demostró que esta causaba distonía progresiva.
La buena noticia para Kelly fue que algunos pacientes con la misma mutación habían respondido bien a la estimulación cerebral profunda (ECP).
Para aplicarla, se requiere una cirugía a fin de implantar electrodos en el cerebro que animen las neuronas que no funcionan con normalidad. “Es similar a un marcapasos o como si reiniciáramos la superficie neuronal del cerebro”, explica King.
Si bien no suele administrarse ECP a niños, era la única esperanza de recuperación que tenía Kelly. King llamó de inmediato a los médicos ingleses que atendían a la niña y se sorprendió al enterarse de que la paciente estaba en terapia intensiva aquejada por graves contracciones musculares constantes.
Se alimentaba mediante una sonda y tenía asistencia respiratoria mecánica. “Sus padres no sabían si sobreviviría”, dice King.
Sin perder un instante, el equipo médico ubicado en el Reino Unido la preparó para la ECP. Tras la intervención, el cambio fue radical. “Pocas semanas más tarde ya se podía sentar”, recuerda King.
El progreso continuó conforme las células cerebrales forjaron nuevas conexiones hasta que Kelly recuperó su capacidad motriz. En noviembre de 2017, ella dijo su primera palabra en cuatro años: “Mamá”.
Hoy, la niña de nueve años ya puede comer y montar un triciclo; además, recibe sesiones regulares de fisioterapia. Alcanzar el pico de los beneficios de la ECP puede llevar hasta dos años, pero los médicos creen que, para entonces, Kelly tendrá pocos síntomas, si es que le queda alguno.
No hay duda de que la cirugía revolucionaria le garantizó un futuro más brillante a esta pequeña.
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