Todo comenzó con una pequeña roncha que me escocía en el codo derecho. Pensé que era una picadura de insecto y no le hice caso, pero al otro día amanecí con un dolor punzante y unas extrañas rayas enrojecidas que se irradiaban de la roncha al brazo y al antebrazo.
A las pocas horas tenía el antebrazo tremendamente hinchado, y la piel tensa y caliente. Empecé a respirar con dificultad; tenía mareo y fiebre, y me caí, desvariando, al suelo. Mi esposa, Anne, me llevó a toda prisa al hospital, y los médicos de urgencias vieron que me encontraba en estado de choque séptico.
Tenía una rara infección por estreptococos carnívoros, contraída a través de un rasguño de origen incierto, quizá una picadura de araña. Acababa yo de volver de Kuwait y Qatar, donde había pasado varios meses escribiendo sobre la guerra de Irak. Tal vez allí contraje la infección.
Llamada técnicamente fascitis necrosante, la infección parecía haber salido de una novela de Stephen King: legiones de microbios voraces me carcomían el brazo y me llenaban de toxinas los tejidos subcutáneos.
Con un rotulador negro, un médico me trazó una línea en la muñeca y dijo que si la inflamación la traspasaba, me vería en graves apuros. En menos de una hora la infección atravesó la marca e invadió buena parte de la mano; me había carcomido la mitad del brazo.
El médico le dijo a Anne que nos preparáramos: la amputación quizá fuera el único recurso para salvarme la vida.
Con 41 años, yo estaba en la flor de la vida y gozaba de perfecta salud… o eso creía. Anne y yo íbamos a mudarnos dentro de una semana a una casa que llevábamos un año restaurando.
Hacía poco, el menor de nuestros tres hijos había dejado por fin los pañales. Yo estaba contento con mi vida profesional y me sentía, si no invencible, al menos dueño de mi destino.
Sin embargo, mis invasoras me dejaron una honda huella: la conciencia de que millones de bacterias resistentes acechan en las superficies comunes del mundo, separadas de nosotros tan sólo por el grueso de nuestra piel. La vida es más frágil y está más llena de peligros de lo que yo suponía.
Cuando el médico de urgencias me abrió el brazo para “irrigar” los tejidos, drenó algo repugnante. Me administró varios antibióticos intravenosos, pero no funcionaban.
Pensó que quizá algo en las inyecciones que un socorrista de la infantería de Marina me había puesto en Kuwait —un coctel que incluía las vacunas contra el ántrax y la viruela— había comprometido mi sistema inmunitario. Pero quedaba un arma en su arsenal: un antibiótico sintético astronómicamente caro.
—Este es un préstamo de Dios —dijo muy serio.
Llevó un día que surtiera efecto, pero el ejército de bacterias empezó a retirarse. En pocas semanas mi brazo volvió a la normalidad.
Ahora tengo 51 años y nuestros hijos están en la universidad o a punto de ingresar en ella. Los años de ser su chofer han dado paso a los de ahorrar fortunas para sus estudios.
Estamos planeando vivir en el extranjero, conocer otra cultura, aprender un idioma. Chile nos parece bien, o Barcelona. Ya improvisaremos.
Sea lo que fuere, consideraré la aventura como tiempo prestado por Dios, o al menos por su departamento de antibióticos.
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