La necesidad de enviar mensajes de forma secreta ha existido desde siempre: ya sea durante una guerra o una transacción comercial, en algunas situaciones la privacidad es indispensable.
La forma más segura de intercambiar información es, por supuesto, hacerlo en persona y sin testigos, de manera que se confirme que el receptor de nuestro mensaje lo entienda y que no haya filtraciones a terceros.
Sin embargo, eso no siempre es posible y con frecuencia es necesario usar algún medio menos seguro, ya sea cualquiera de los canales asociados a Internet (correo electrónico, redes sociales, documentos compartidos en la nube) o el simple uso de un mensajero humano. Ambos sistemas coinciden en la posibilidad de que alguien intercepte nuestro mensaje. Aún peor: puede que lo haga sin que nosotros nos percatemos de ello.
La encriptación se ideó para evitar una situación así: la idea es codificar nuestro mensaje de forma que, aunque sea robado por un agente malicioso, no tenga forma de entenderlo.
Todo sistema criptográfico tiene una clave, es decir, una forma de transformar el mensaje original en otro, que parecerá ser un amasijo aleatorio de letras para cualquiera que no sea su receptor.
Una clave ideal es aquella en la que el mensaje es absolutamente imposible de descifrar si esta no se conoce. Normalmente, las claves son privadas: solo son conocidas por el emisor y el receptor. En caso de que otra persona tenga acceso a ellas, la seguridad de nuestros mensajes se ve comprometida. Hoy en día, también existen sistemas criptográficos de clave pública, que tienen dos claves: con una, que se pone a disposición de cualquiera, se puede encriptar un mensaje; con otra, que solo conoce el destinatario, se desencripta.
La encriptación de datos es un área del conocimiento que puede volverse extremadamente compleja. Sin embargo, es posible hacerse una idea sobre cómo funciona a base de fijarse en sistemas algo rudimentarios, pero en los que se cumplen los principios básicos de la disciplina.
Uno de los sistemas más antiguos que se conocen, utilizado al menos desde la antigua Roma, es el cifrado César. Consiste en correr cada letra un número determinado de posiciones en el abecedario. Julio César, por ejemplo, lo hacía tres veces, de forma que la A se volvía una D, la B una E, y así sucesivamente. Un ejemplo de mensaje escrito utilizando el cifrado César es el siguiente:
Esto es un mensaje que utiliza el cifrado César
Hvwr hv xq ohqvdmh txh xwlnlcd hñ fliudgr Fhvdu
El truco consiste en darse cuenta de que a cada letra del abecedario se le puede asignar un número del 1 al 26.
Podemos ahora expresar el cifrado César como una operación matemática sobre cada carácter: dado que pasamos de la A (1) a la D (4), simplemente sumamos 3.
Hay varias razones por las que el cifrado César es un sistema de encriptación débil. La primera y más obvia es que se puede reconocer con facilidad dónde empieza y acaba cada palabra del mensaje.
A pesar de todo, el cifrado César se ha seguido usando en tiempos modernos: en el siglo XX, el ejército ruso lo usaba para sus comunicaciones, dado que sus soldados tenían problemas para entender sistemas más complejos y en el siglo XXI ha habido casos de criminales atrapados por utilizar un cifrado César. El cifrado César deja bastante que desear como sistema de encriptación: la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA) tiene una página web para jóvenes en la que una de las tareas es romper un cifrado de ese tipo.
En la época en la que se utilizaba, esto no era un problema, porque la mayoría de la gente era analfabeta y no estaba familiarizada con ardides de este tipo. Usarlo hoy en día es prácticamente pedir que alguien los lea.
Tomado de Las teconologías cuánticas, © 2018 por RBA Editores México, S. A. de C. V.
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