La ex capital birmana estuvo aislada del resto del mundo durante décadas. Hoy es una caja de sorpresas abierta.
Al viajar a Rangún más vale dejar atrás las ideas preconcebidas, lo que descubro unos minutos después de bajar del avión. La espaciosa sala de aduana tiene la atmósfera de una iglesia. Todos en la fila están serenos, a gusto. Claro, pienso. Ésta es la tierra de Buda, donde reinan la calma y la paz. Paso por la aduana sin problemas y, al salir, me topo con un caos. El aire está lleno del humo de autobuses, camiones, taxis, coches y motocicletas que circulan por todos lados. Un agente de tránsito da silbatazos frenéticos en un vano intento por controlar la oleada de vehículos.
—¿Siempre es así? —le pregunto, jadeando, al taxista que me lleva al modesto hotel donde me alojaré.
—¿Así cómo? —responde, desconcertado, y se adentra en la vorágine.
Cerca del centro de la ciudad, unas plataformas enormes se alzan en ambos lados del camino. Son para celebrar el Thingyan, o Fiesta del Agua del Año Nuevo, durante la cual la gente se arroja agua de todas las formas posibles para purificarse por los pecados cometidos a lo largo del año, me explica el taxista. Se presentarán grupos de rock, y las plataformas están equipadas con mangueras para mojar los autos que pasen. De pronto me doy cuenta de que Rangún va a ser un poco más complicada de lo que yo creía.
Desde 1962 hasta 2011, Myanmar (Birmania) estuvo aislada del resto del mundo a causa de un régimen militar xenofóbico sometido a sanciones económicas internacionales. Pero en la primavera de 2012 el gobierno empezó a atender sus problemas de derechos humanos. La disidente más famosa de Rangún, Aung San Suu Kyi, ganadora del Nobel de la Paz, quien fue liberada de su arresto domiciliario en noviembre de 2010, ganó las elecciones para el Parlamento. Como las sanciones empezaron a levantarse, me pareció el momento adecuado para echar un vistazo a Myanmar.
Y el mejor lugar para empezar es Rangún. Con 4 millones de habitantes, es la ciudad más grande del país, su centro cultural y, hasta 2005 —cuando la junta militar por capricho trasladó la capital a Naipyidó, una ciudad hecha a la medida en el centro de Myanmar—, la sede del gobierno.
El primer día me levanto muy temprano, en parte porque deseo recorrer Rangún antes de que el calor arrecie, y en parte para tomar un poco de aire. Debido a los apagones diarios, me quedé sin luz y sin aire acondicionado en mi cuarto de hotel sin ventanas a la 1:30 de la madrugada.
La ciudad tiene forma de un abanico que se extiende desde el río Yangón. La parte sur, contigua al río, es el casco antiguo, el Rangún de Rudyard Kipling y George Orwell. La parte norte es más difusa, como una ciudad de Los Ángeles en miniatura.
Comienzo en el casco antiguo, la zona más fácil de recorrer porque el trazo de sus calles es una cuadrícula muy bien definida que se extiende de este a oeste, y me dirijo con rumbo poniente hacia el corazón de ella por la Avenida Maha Bandula.
Al llegar a un transitado cruce me detengo en seco, y lleno de asombro contemplo lo que hay al otro lado: un enorme complejo de majestuosos edificios de ladrillo rojo que se levantan detrás de unos jardines de arbustos descuidados. Se trata de la Secretaría Británica, construida hacia finales del siglo XIX. Desde este lugar, los británicos gobernaban todo el territorio birmano. También es el sitio donde el padre de Aung San Suu Kyi fue asesinado, en 1947, poco antes de que el país obtuviera su independencia. Fotos antiguas de los días de gloria del complejo muestran una manzana entera de la ciudad ocupada por un edificio con torres y cúpulas de proporciones palaciegas. Hay edificios como éstos en todo el casco antiguo. El gobierno tiene un programa para restaurar estos inmuebles, que suman más de 180 en total y figuran en una lista de conservación.
Desde el centro de la ciudad me dirijo luego hacia el río, y de pronto percibo los exquisitos aromas de los locales de comida que hay en la otra acera. Mientras trato de encontrar una coherencia culinaria en lo que veo —el único alimento que reconozco son las samosas [empanadillas triangulares]—, una joven birmana camina con gracia frente a mí, manteniendo en equilibrio sobre la cabeza, sin ningún esfuerzo, una canasta llena de melones. Me sorprende la forma tan modesta en que visten las mujeres birmanas: con blusas tipo túnica abotonadas hasta la barbilla y faldas que les llegan a los tobillos.
Decido olvidarme de los bocadillos callejeros por ahora, para ir a recorrer la zona ribereña de Rangún, que otrora fue un puerto activo desde el cual se exportaban arroz y madera. En la actualidad es un apacible tramo del río Yangón. Los únicos barcos que lo recorren es un pequeño carguero de Singapur y un transbordador desvencijado. Camino hacia el muelle Pan-sodan para subir en él.
Para los turistas foráneos, el boleto cuesta dos dólares estadounidenses. Como ocurre con todas las transacciones en Myanmar, los extranjeros deben pagar con billetes nuevos en la medida de lo posible. Le doy al vendedor de boletos dos billetes de un dólar, y él me señala una libreta en la que debo anotar mi nombre, nacionalidad y número de pasaporte. Todo este trámite tarda casi el mismo tiempo que el paseo en el transbordador.
El calor arrecia, pero en la cubierta superior sopla una brisa. Mi recompensa es una extensa vista de Rangún. Lo más admirable es la línea del horizonte, o más bien la falta de ella. La mayoría de los edificios de la ciudad rara vez exceden los siete pisos.
Reservo el segundo día para ir a conocer el sitio más famoso de la ciudad: la pagoda Shwedagon, ubicada a ocho kilómetros al norte del casco antiguo. No sólo es el lugar más sagrado del país, sino un punto donde convergen la historia, la política y la religión birmanas.
Cuatro tramos de escaleras, cada uno alineado con un punto cardinal, llevan a la cima de la colina Singuttara, donde se encuentra la pagoda. El taxi en el que viajo se detiene al pie de uno de ellos. Me quito los zapatos y me uno a los peregrinos que suben por la inmensa escalera techada. Al llegar a la parte superior, salgo de una profunda oscuridad a una explanada literalmente deslumbrante.
El mármol blanco de la plaza refleja la luz del sol. Sobre ella se alza una gigantesca estalagmita dorada que resplandece en la luz matinal. Se trata de la punta de la pagoda Shwedagon, de 100 metros de altura y cubierta con unas 60 toneladas de hoja de oro. Esta pagoda —o estupa, estructura sólida que contiene reliquias sagradas— fue construida para depositar en ella ocho cabellos de Buda llevados a este sitio desde la India por dos comerciantes birmanos. La leyenda dice que la estupa tiene 2,500 años de antigüedad, y los arqueólogos creen que se construyó después del siglo VI. Lo que nadie cuestiona es que esta construcción resulta espectacular.
Alrededor de la estupa hay un complejo de 64 templos ornamentales, monumentos, pagodas menores, mausoleos, santuarios, pabellones y estatuas. Cuando Lilly, una simpática guía birmana de edad madura, me ofrece un recorrido de una hora de duración, acepto gustoso.
Todos los días, desde las 4 de la mañana, hora en que abre la pagoda Shwedagon, los peregrinos dan vueltas a la plaza en el sentido de las manecillas del reloj. Me intriga la cantidad de personas que acuden a las estaciones de oración, donde vierten vasos de agua sobre dos estatuas de Buda y una figura de animal a sus pies. Hay ocho estaciones de oración, una para cada día de la semana budista (el miércoles es un día doble, dividido en mañana y noche); cada una tiene un animal representativo (rata, león, etc.), y se hacen ofrendas ceremoniales a la criatura de cada persona.