El relato de una trabajadora voluntaria estadounidense que fue tomada como rehén en el sur de Somalia.
—No me gusta, jess —me dice mi esposo, Erik, por enésima vez.
—No tengo otra opción —le digo—. Ya cancelé antes. No estoy enferma, así que, ¿qué podría decirles?
No es el mejor momento para que salga de mi hogar, en Hargeisa, Somalia, y viaje al sur, a Galkayo. La organización no gubernamental (ONG) para la que trabajo como voluntaria tiene una oficina cerca de allí, justo al otro lado de la peligrosa Línea Verde, que separa el territorio controlado por el gobierno de una zona tomada por violentos grupos islamistas.
Me fui a vivir a África en 2006 para trabajar como maestra de primaria en Kenia. Allí conocí a Erik, que provenía de Suecia. Nos casamos en 2009 y acabamos en Somalia, donde hoy trabajo para una ONG danesa que enseña a la gente a eludir las minas terrestres de la guerra que han mutilado a tantos en el curso de generaciones.
Pero realizar un trabajo humanitario no implica que uno no corra peligro. Me preocupa quedar atrapada entre el fuego cruzado de la guerra de clanes que flagela el sur de Somalia. Hace seis meses bombardearon un autobús en el mismo camino que debemos tomar nosotros. Otra preo-cupación son los ladrones. Los occidentales representamos para ellos la oportunidad de obtener dinero rápidamente. Nunca nos movemos por la región sin tener un buen motivo, y siempre viajamos escoltados por un equipo de seguridad.
Mi ONG cree que esta reunión es importante, y nuestro asesor de seguridad dice que puedo viajar sin correr riesgos. Si no confiamos en su información, no podemos hacer nuestro trabajo, así que mi plan es volar de Hargeisa a Galkayo, y allí reunirme con el equipo de seguridad para hacer la excursión al sur.
Poco antes de partir, Erik se vuelve hacia mí y me dice:
—Quiero que hagas tu trabajo. Tal vez estoy siendo sobreprotector.
—Entonces, ¿no te molesta que vaya? —le contesto, animada.
—Yo no diría eso —replica, riendo, y añade—: Confía sólo en tu instinto. Haz el trabajo y vuelve aquí sana y salva, ¿de acuerdo?
Nos fundimos en un abrazo. Ninguno de los dos quiere discutir. Luego de más de dos años de matrimonio, es posible que esté yo embarazada, y eso nos ilusiona mucho.
Mi colega de la ONG, el danés Poul Thisted, ya se ha marchado, así que tomo un vuelo a Galkayo en un avión de la ONU. Pasamos la noche en la casa de huéspedes de laONG, justo al norte de la Línea Verde. Recibo un mensaje de texto de Erik: “Te quiero. Mantente a salvo”.
“¿Qué está pasando?”
Llegamos a la oficina, y la sesión de entrenamiento comienza. Tenemos un recordatorio del peligro cuando de repente oímos un tiroteo a lo lejos. La gente evita sentarse en el porche por temor a que la alcance una bala perdida. En cuanto terminamos, le envío un mensaje de texto a Erik. Es triste: le digo que estoy menstruando, que me equivoqué con lo del embarazo. Tendremos que seguir intentándolo. Apenas tengo 32 años. Hay mucho tiempo por delante.
Antes de que Erik conteste, llega nuestra camioneta para llevarnos de vuelta a la casa de huéspedes. Está a tan sólo 20 minutos. Me acomodo en el asiento trasero, y Poul lo hace en el delantero. Abdirizak, nuestro supervisor local de seguridad, se sienta junto a mí. Advierto que el conductor es nuevo. En condiciones normales pediría una explicación, pero Poul no parece preocupado en absoluto, así que me quedo callada, pensando que es un recorrido rutinario.
Entonces comienza el asalto. Un auto grande aparece junto a nuestra camioneta y con una brusca maniobra nos obliga a detenernos, salpicando de lodo las ventanillas. Varios hombres armados con fusiles AK-47 rodean nuestro vehículo, vociferando y golpeando las portezuelas. Dos somalíes abren éstas de par en par y saltan dentro. Uno sujeta a Abdirizak. Mide quizá 1.83 metros de estatura; es más alto que el somalí promedio. Después me dirá que se llama Alí. Tiene el rostro picado por el acné, y la mirada obnubilada de quien ha mascado muchas hojas de qat, una planta que es estimulante en dosis bajas y alucinógena en dosis altas.
Alí se coloca a mi lado y me apunta a la cabeza con su fusil. Entonces, nuestro conductor revela para quién trabaja realmente. Arranca a toda velocidad como si fuera un borracho desquiciado, haciendo que nos sacudamos en los asientos y nos golpeemos. Alí y sus secuaces agitan las armas frente a nosotros, y aquél de pronto grita en inglés:
—¡Los celulares!
El vehículo se interna en terreno despoblado, traqueteando por caminos de tierra. Luego de quitarnos los teléfonos, Alí le ordena a Poul que se siente atrás conmigo, y él se pasa al asiento delantero y se acomoda junto al conductor.
Por unos instantes, intercambio una mirada con Poul y le pregunto en silencio: “¿Qué está pasando?”
Con un susurro me responde:
—Nos están secuestrando.
De rodillas
Los hombres hacen callar a Poul. Encienden los celulares para llamar a unos cómplices anónimos, y hablan con ellos a gritos. Como soy la única mujer a bordo, tengo miedo de que me violen todos esos sujetos. Les ha ocurrido a muchas otras mujeres, tanto somalíes como extranjeras, que han sido raptadas por asaltantes. Me percato de la terrible ironía de mi reciente intento de quedar embarazada y darle un hijo a Erik.
—¡Dinero! —nos grita Alí.
Poul le dice que no tenemos; afortunadamente, no nos revisan los bolsillos. Alí señala nuestras joyas y vocifera algo en su lengua. Empiezo a quitarme el collar barato que llevo encima, pero Alí hace una mueca y dice “No” moviendo la cabeza. Sólo quieren objetos costosos.
Intento recordar nuestro curso de preparación en caso de secuestro. Los instructores subrayaron la importancia de contener nuestra ira y evitar la violencia innecesaria. Los asaltantes están muy tensos y podrían matarnos sin miramientos aunque no lo tengan planeado. Los instructores nos aconsejaron memorizar el número telefónico de nuestro potencial receptor de la llamada de “prueba de vida”. La única esperanza de sobrevivir a un secuestro es tener una línea de comunicación con una posible fuente de rescate.
Es imposible que se me olvide el número telefónico de Erik, pero la llamada de “prueba de vida” sólo ocurrirá si el secuestro se hace por dinero. Si nos han raptado por motivos políticos o religiosos, no hay nada que podamos hacer. Lo único que nos queda esperar es ser sometidos a una cruenta ejecución pública.
Los hombres no nos han dicho aún cuáles son sus intenciones. No sabemos quiénes son ni adónde nos llevan. Lo único que podemos hacer Poul y yo es mirarnos con temor.
Cambiamos de vehículo y de conductor, y los sujetos armados saltan dentro con gruesas cartucheras alrededor de los hombros. Seguimos dando tumbos por el camino hasta que se hace de noche, y de pronto nos detenemos. Alí nos ordena bajar. Había yo empezado a sentir fastidio y cansancio, y de repente una ola de miedo recorre mi cuerpo.
—¡Caminen! —grita Alí, señalando un herbazal reseco—. ¡Muévanse!
Pero no viene con nosotros. Varios somalíes repiten a gritos la orden de Alí para que caminemos. No puedo seguir callada más tiempo.
—¿Por qué? —pregunto, intentando mirar a los ojos a los hombres.
Para mí, esto tiene toda la pinta de una ejecución. Tengo el estómago revuelto. Me niego a avanzar, y me quedo clavada en un sitio mientras los hombres gritan órdenes. Todos parecen estar drogados con qat. Tienen enrojecidos los ojos y se mueven frenéticos por todos lados.
Señalo mi pequeña maleta y grito:
—¡Necesito tomar mi medicina!
Tengo que regular mi nivel de hormona tiroidea con fármacos; si no, padezco fatiga e inflamación. Es un problema crónico y a estos hombres no les importa en absoluto, pero me agarro a un clavo ardiente.
Miro sus rostros imperturbables.
—¡Necesito mi medicina!
Al final alguien me deja sacar los medicamentos. Si nos van a matar, en realidad no los necesito, pero estoy intentando ganar tiempo.
Aún me siento paralizada e incapaz de obedecer órdenes, así que Poul se acerca y me sujeta suavemente del brazo para ayudarme a caminar.
—Todo está bien, Jessica —me dice en tono tranquilo—. Tenemos que hacer lo que nos ordenan.
—¡No, Poul, nos van a matar!
—Si no cooperamos, vamos a tener una confrontación fatal aquí.
Observo a los hombres: varios de ellos nos apuntan con los fusiles. En este momento la única esperanza que tenemos es ganar unos cuantos mi-nutos más de vida. Echamos a andar hacia campo abierto.
—Soy demasiado joven para morir —le digo a Poul, pero él me mira sin decir nada y sigue caminando.
Los hombres nos siguen. Algunos de ellos llevan pesadas ametralladoras. Tengo que pensar, aclarar mis ideas: ¿Para qué necesitan armas pesadas? Tal vez para protegerse. Quizá no para impedir que huyamos, sino para evitar que nos rescaten.
Nos internamos en la espesura. El aire de la noche ha refrescado y empiezo a tiritar. Poul está cerca, pero nos tienen prohibido hablar. Mis sandalias son lo bastante resistentes para caminar sobre este terreno, pero me araño los empeines una y otra vez con las ramas de los matorrales.
No puedo dejar de llorar a causa del miedo, pero hago todo lo que puedo para seguir callada. Finalmente llegamos a un lugar solitario que parece haber sido elegido al azar.
Perecer en un sitio como éste es morir en la confusión, lo que en cierto modo hace menos dolorosa la muerte, como si uno estuviera aletargado o en estado de coma. Imploro a Dios en silencio: Señor, soy demasiado joven para morir. Me digo a mí misma: Demasiado joven para morir.
Los asaltantes nos ordenan que nos pongamos de rodillas, colocados de espaldas a ellos.
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