Rasputín: la conspiración de una muerte anunciada

Una mañana de invierno a fines de 1916, la policía imperial rusa extrajo el cuerpo de Grigori Rasputín de las frías aguas del río Neva.

Ya en ese momento, cuando su cadáver congelado yacía en el hielo, se sabía quién había matado al favorito del zar. Pero casi todo lo demás sobre las circunstancias de su muerte continúa tan impenetrable como una neblina nocturna en Petrogrado.

Una muerte anunciada

En cierto sentido, la muerte de Grigori Rasputín era un hecho anunciado. La inquietud por su influencia sobre el zar Nicolás II crecía, y en Petrogrado circulaban rumores de que se atentaría contra su vida. Todos los periodistas extranjeros en la ciudad lo habían oído decir, algunos incluso de boca de los probables futuros asesinos.

El 16 de diciembre, día del homicidio, varios amigos y admiradores de Rasputín le rogaron que no saliera esa noche. Pero él no quiso escucharlos. Es imposible decir si actuaba así por una especie de fatalismo o por un equivocado sentido de su propia invulnerabilidad. Tal vez lo primero, ya que pasó el día rezando, transfiriendo dinero a las cuentas de su hija y quemando papeles y cartas, antes de vestir su mejor hábito de seda y esperar lo que la noche le depararía.

Presencia hipnótica

Casi todos los que conocían a Rasputín hacían comentarios sobre sus ojos. Para algunos, su mirada era espiritual o fuertemente erótica; para otros, era repulsiva y aterradora. De una u otra forma, el poder de sus ojos hechizó a la casa real Romanov.

Los cuatro conspiradores

Había cuatro conspiradores principales:

  1. El príncipe Félix Yusúpov, un aristócrata de antigua estirpe educado en Oxford, decadente y fabulosamente rico. El homicidio debía tener lugar en su palacio sobre el canal de Moika, en Petrogrado.
  2. El Gran Duque Dmitri Pavlovich, de veinticinco años, sobrino amado del zar y –a los ojos de algunas personas– el perfecto sucesor al trono, si Nicolás abdicaba.
  3. Vladimir Purishkevich, monarquista de derecha y miembro de la Duma, el inoperante parlamento ruso. Fue invitado a sumarse a la conspiración después de pronunciar un discurso en el cual dijo que “los ministros del zar habían sido convertidos en marionetas… cuyos hilos estaban en las manos de Rasputín”.
  4. El cuarto conspirador era un amigo de Purishkevich, el Dr. Stanislaus Lazovert; su trabajo esa noche era manipular el veneno y conducir el automóvil.

Sigiloso homicidio

El plan homicida era bastante sencillo. Yusúpov invitaría a Rasputín a su suntuoso palacio para una cena tardía. Era seguro que Rasputín estaría interesado. Ya conocía a Yusúpov (según ciertas versiones, el príncipe le había pedido al monje que lo “curara” de sus tendencias homosexuales), y este sabía que Rasputín se sentía atraído por su hermosa mujer, Irina.

Cuando los asesinos se reunieron en el Palacio Yusúpov la noche fatal, el Dr. Lazovert trituró algunos cristales de cianuro y los esparció solamente dentro de las tortitas de chocolate, de manera que el anfitrión pudiera comer sin peligro las de color rosa, al sentarse a la mesa con Rasputín.

También disolvieron cianuro en dos vasos de vino madeira dulce, la bebida favorita del monje.

Cerca de la medianoche, Yusúpov fue en su auto a buscar a Rasputín a su apartamento. Esperó hasta tan tarde porque el edificio del monje era custodiado por la policía, que siempre se retiraba a medianoche.

Mientras Yusúpov se encargaba de esta diligencia, los otros conspiradores permanecieron en la sala situada sobre el sótano remodelado, para dar la impresión de que había huéspedes en el palacio y que Irina los estaba atendiendo, pero bajaría pronto al sótano.

Pareja asesina

Félix Yusúpov, principal promotor del asesinato de Rasputín, con su esposa Irina, a la que usó como señuelo para atraer al monje a su palacio. El homicidio no logró su objetivo de salvar la dinastía Romanov: el viejo orden colapsó apenas unas semanas más tarde. Los Yusúpov escaparon de Rusia y vivieron el resto de sus vidas en Francia. Su palacio sobre el Moika se convirtió, con el tiempo, en un club social para trabajadores.

La hija de Rasputín afirmó más tarde que su padre nunca comía cosas dulces; puede ser que Yusúpov haya inventado la inmunidad al cianuro de Rasputín para que este pareciera aun más demoníaco y él, más heroico.

El monje le pidió a su anfitrión que tomara la guitarra que estaba apoyada contra la pared, en un rincón, y le dijo: “Toca algo alegre, amigo mío. Me gusta cuando cantas”.

A la espera del ataque

En ningún momento, al parecer, Rasputín preguntó cuándo vería a Irina, aunque la excusa de Yusúpov de que su mujer estaba arriba despidiendo a sus visitantes seguramente debió ir debilitándose a medida que pasaba el tiempo. Un historiador hizo la lasciva sugerencia de que el propio Yusúpov, y no su esposa, era el verdadero señuelo de la trampa, y que hubo un encuentro sexual entre ambos hombres en el sótano, de ahí el largo período de aparente inactividad. Y todo el tiempo los otros conspiradores estaban arriba, casi enfermos de tensión, escuchando una y otra vez “Yankee Doodle” y esperando la noticia de que Rasputín había sucumbido después de ingerir el veneno.

Cerca de las dos y media de la madrugada, Yusúpov subió preso de pánico y les contó a los otros que Rasputín aún vivía. El tiempo apremiaba: debían deshacerse del cadáver antes de que amaneciera.

Los cuatro hombres tomaron la impulsiva decisión de matar a tiros a Rasputín. Alguien había pensado en traer una pistola; se encontraba sobre el escritorio. El Gran Duque Dmitri se la alcanzó a Yusúpov. El príncipe bajó las escaleras ocultando el arma a sus espaldas. El monje estaba inspeccionando una vitrina con objetos decorativos. “Harías mejor en mirar la cruz”, le dijo, refiriéndose a un ornamentado crucifijo de cristal apoyado sobre la repisa de la chimenea.

Entonces le disparó por la espalda. Los otros conspiradores corrieron escaleras abajo y encontraron al monje en el suelo, sangrando y retorciéndose. Lo observaron hasta que se quedó inmóvil, después desplazaron el cuerpo para que la sangre no manchara la prístina alfombra de piel de oso. Finalmente, subieron a tomar un trago, para calmar sus nervios y celebrar el exitoso homicidio.

Los 4 momentos cruciales del crimen

Poco más tarde, Yusúpov se sintió impulsado a volver al sótano e inspeccionar su obra. Le buscó el pulso al cuerpo; no lo tenía.

Lo tomó de los hombros y lo sacudió, y el presunto cadáver cayó nuevamente al suelo. Entonces notó un leve parpadeo del ojo izquierdo, y antes de que pudiera reaccionar, Rasputín se había puesto de pie. Con un angustiado rugido, se abalanzó sobre Yusúpov gritando “Félix, Félix”. Se aferró a la ropa del príncipe y le arrancó la charretera de su uniforme militar.

Momento 1: Yusúpov se desprendió de él y se lanzó escaleras arriba. Purishkevich lo vio venir. “Estaba literalmente demudado”, contó. “Sus hermosos ojos azules parecían enormes y estaban desorbitados”. Yusúpov emitió un grito e instó a Purishkevich mientras subía la escalera: “Dispárale, se está escapando”.

Momento 2: Rasputín había salido tambaleándose al patio del palacio. Purishkevich lo persiguió, llevando la pistola que Yusúpov ya había usado una vez.

Momento 3: Se hicieron cuatro disparos, posiblemente de dos armas distintas. Purishkevich siempre afirmó que solo él había disparado, pero pudo haber sido una mentira deliberada para proteger a Dmitri.

Momento 4: El Gran Duque había llevado su arma y, ciertamente, era el que tenía mejor puntería, pero no habría podido subir al trono si se demostraba que había cometido un asesinato tan sórdido con su propia mano real.

Un cadáver sobre el hielo

Una de las balas había penetrado en la cabeza de Rasputín. Sin duda estaba muerto, pero Purishkevich le dio un fuerte puntapié para asegurarse de que no le quedaba ningún aliento de vida.

El cuerpo fue arrastrado nuevamente dentro del palacio. Yusúpov, todavía enloquecido de miedo y de rabia, los esperaba con una pesada mancuerna en la mano. Fustigó el cadáver con ella, gritando a cada golpe su propio nombre: “Félix, Félix”, las últimas palabras que le dijo Rasputín. Siguió haciéndolo hasta quedar agotado y salpicado con la sangre del hombre muerto.

Luego, los cuatro conspiradores envolvieron el cuerpo en una alfombra que ataron con cuerdas como un gran paquete. Lo cargaron en un vehículo –una anónima ambulancia militar, no el costoso automóvil de Yusúpov– y condujeron hasta el puente Petrovsky, en las afueras de Petrogrado. Arrojaron el cuerpo al agua, pasándolo por sobre el parapeto del puente, para que se hundiera. Pero en su apuro, olvidaron colocarle un lastre. Además, una de las botas de Rasputín se salió de su pie y aterrizó en una columna del puente. Fue esta bota la que llamó la atención de un policía tres días más tarde y llevó a la recuperación del cuerpo congelado de Rasputín.

Para entonces, el secreto se había revelado. El zar Nicolás en persona decretó los castigos –notablemente benignos– a los dos aristócratas complotados. Yusúpov fue confinado a su propiedad campestre, en tanto Dmitri Pavlovich fue enviado al exilio en Persia. Purishkevich había partido hacia el frente en un tren hospital al día siguiente del homicidio y se encontraba ya fuera del alcance del zar.

Los asesinos tenían muchos motivos para estar satisfechos. Rasputín se había ido para siempre. Pero durante el resto de ese frío mes de diciembre, personas devotas acudían al puente Petrovsky con sogas y baldes para sacar agua santificada por el maltratado y acribillado cadáver de Grigori Rasputín.

Dato curioso

Es una creencia ampliamente difundida que Rasputín todavía estaba vivo cuando fue arrojado al Neva, y que luchó para liberarse de sus ataduras y salir del río. La prueba de esto sería que, durante la autopsia, se encontró agua en sus pulmones, aunque no demuestra que se hubiera ahogado. La bala que le impactó en la cabeza fue, casi seguramente, fatal.

Extraído de Grandes Secretos de la Historia, Selecciones

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