Historias de Vida

Refugiados, ¡bienvenidos!

Jodi Kantor y Catrin Einhorn

Tomado de The New York Times

El gobierno canadiense no se da abasto con la gran cantidad de solicitudes de sus ciudadanos que desean apadrinar a sirios desplazados.

 

Un frío día de febrero Kerry McLorg fue en su auto a un hotel de Toronto para recoger a una familia de refugiados sirios. Nunca había hablado con esas personas, que iban a mudarse al sótano de su casa. “No sé si ellos saben siquiera que existimos”, dijo.

En el hotel sonó el teléfono de la habitación de Abdulá Mohamad, y un intérprete le dijo que bajara, que sus padrinos habían llegado. Él no tenía idea de qué significaba eso. Canadá concede a sus ciudadanos una facultad y una responsabilidad poco frecuentes: formar pequeños grupos para apadrinar (lo que en esencia significa “adoptar”) a una familia de refugiados. Tan sólo en Toronto, madres que juegan hockey, amigos que pasean juntos a sus perros, socios de clubes de póquer y bufetes de abogados han formado grupos para ayudar a familias sirias. El gobierno canadiense dice que estos padrinos se cuentan por millares, pero podrían ser varias decenas de miles.

Durante un año Kerry y su grupo ofrecerían ayuda a los Mohamad, desde pagar su comida y alojamiento hasta proveerlos de ropa y ayudarlos a aprender inglés y a buscar trabajo. Entre todos ya habían reunido más de 30,000 dólares canadienses, elegido un apartamento, hablado con el director de una escuela y localizado una mezquita cercana.

Kerry, madre de dos adolescentes, entró a la recepción del hotel, y un miembro de su grupo sacó un cartel de bienvenida escrito en árabe. Cuando aparecieron los Mohamad, Kerry los miró de frente. Abdulá parecía tener más de 35 años; su esposa, Eman, de edad indefinida, usaba un velo que ocultaba su rostro, excepto por una abertura para los ojos, y sus cuatro hijos, todos menores de 10 años, vestían abrigos nuevos donados.

Bienvenidos a Canadá

 

A los Mohamad, que llevaban menos de 48 horas en Canadá, la bienvenida los desconcertó. En Siria Abdulá trabajaba en una tienda de abarrotes de su familia, y Eman era enfermera, pero luego de tres años de sobrevivir a duras penas en Jordania, no estaban acostumbrados a recibir muestras de aprecio. ¿Qué querrán estas personas a cambio?, se preguntó Abdulá.

Gran parte del mundo está reaccionando con vacilación u hostilidad ante la crisis de los refugiados: 21 millones de personas desplazadas de sus países, casi 5 millones de ellas sirias. Grecia envió migrantes desesperados de regreso a Turquía; Dinamarca confiscó sus pertenencias, y hasta Alemania, que ya ha aceptado a más de medio millón de refugiados, está luchando con la creciente resistencia a ellos en su territorio.

En Estados Unidos, el presidente Donald Trump pugnó para que se prohibiera temporalmente la entrada al país a los musulmanes, y advirtió que los refugiados sirios causarían “grandes problemas en el futuro”. La administración de Obama prometió que a finales de septiembre de 2016 habría acogido a 10,000 sirios, pero a mediados de julio apenas había admitido a poco más de 5,000. Los canadienses, en cambio, se sintieron impulsados a actuar al ver la foto de Aylan Kurdi, el niño sirio cuyo cuerpo sin vida apareció en una playa turca en el otoño de 2015.

El diario Toronto Star recibió a los primeros refugiados con el titular “Bienvenidos a Canadá” escrito en inglés y en árabe en su primera plana. Ciudadanos entusiasmados recorrieron los supermercados de Oriente Medio locales para aprender qué comprar y cocinar, y usaron una línea telefónica gratuita que traducía al árabe al instante. El nuevo gobierno canadiense prometió recibir a 25,000 refugiados sirios, y luego aumentó la cifra. “No me doy abasto para atender tantas solicitudes de canadienses que quieren apadrinar refugiados”, declaró John McCallum, ministro de Inmigración del país.

 

El padrinazgo

 

En la versión ideal del padrinazgo privado, los grupos se convierten en custodios y familias sustitutas que ayudan a los refugiados a integrarse. Se espera que los sirios formen lazos con diversas personas, desde mecenas entusiastas hasta dueños de negocios que los ayudarán a encontrar trabajo. El grupo de vecinos y amigos de Kerry McLorg incluye médicos, economistas, maestros, un abogado, una pintora y un bibliotecario.

Los adeptos del padrinazgo creen que los ciudadanos pueden lograr más que el gobierno solo, guiar mejor a los recién llegados y ayudar a resolver el problema de instalar musulmanes en países occidentales. Poco menos de la mitad de los refugiados sirios que llegaron hace poco a Canadá cuentan con benefactores privados; de los demás se encarga el gobierno. El temor es que los canadienses pequen de ingenuos y que todo este esfuerzo acabe mal.

A los sirios se les vigila de cerca, y a muchos de ellos los ofende que se les considere un peligro porque las víctimas del terrorismo a menudo son ellos mismos, pero funcionarios estadounidenses dicen que es muy difícil rastrear personas en la caótica guerra siria. Varios miembros del Estado Islámico que participaron en los ataques de 2015 en París llegaron a las costas europeas desde Siria haciéndose pasar por refugiados.

Muchos de los refugiados deben afrontar un arduo proceso de integración, sin dinero y sin un empleo seguro. La mayoría no sabe leer ni escribir en árabe, así que aprender inglés es un reto enorme para ellos. Nadie sabe cómo lidiarán con la nostalgia, el trauma, la dependencia o el resentimiento que pudieran tener. Y sus padrinos no pueden prever del todo a qué se van a enfrentar, como discrepancias respecto a si las mujeres sirias deben trabajar o no, tensiones sobre cómo se gasta el dinero, familias que al cabo de un año siguen siendo dependientes y desacuerdos dentro de los grupos de benefactores.

 

Adaptándose a una nueva vida

 

Pese a ello, a mediados de abril, los Mohamad ya tenían un céntrico apartamento con una cocina impecable, bicicletas para los niños y una bandera canadiense colgada en su ventana. Abdulá ya conocía bien los supermercados del barrio, y Eman había tomado un curso de orientación para poder ayudar a otros refugiados. Abdulá buscó las palabras precisas para describir lo que sus padrinos habían hecho por él. “Es como si hubiera estado en un incendio y ahora estuviera a salvo en el agua”, dijo.

Una mañana de abril la encargada de otro grupo de padrinos, Liz Stark, intentaba localizar a Mohamad Ahmed para avisarle que su esposa, Wissam, estaba a punto de dar a luz a su quinto hijo. La pareja había pasado años en un campo de refugiados en Líbano, y los tres hijos que entonces tenían nunca fueron a la escuela por falta de dinero. Wissam quedó embarazada otra vez, pero el parto se complicó y la bebé que tuvo vivió sólo seis horas. “Pensé que quizá me pasaría lo mismo aquí”, dijo. Una agencia de la ONU remitió a la familia a funcionarios canadienses, quienes los entrevistaron y luego enviaron su expediente a una nueva organización no lucrativa dedicada a buscar padrinos a inmigrantes sirios.

Cuando Liz por fin encontró a Ahmed, que estaba jugando futbol sin saber lo que ocurría, lo llevó al hospital donde estaba su esposa. De pronto los médicos trasladaron a Wissam al quirófano: el cordón umbilical estaba enredado y había que hacer una cesárea de urgencia. Aterrada, la paciente le pidió a su esposo que cuidara bien a sus hijos si no lograba sobrevivir. Ahmed se echó a llorar.

Cuando finalmente una enfermera salió para avisar que la recién nacida estaba bien, Ahmed se puso feliz. Telefoneó a su padre en Siria y lo dejó elegir el nombre: Julia, la primera hija canadiense de la pareja.

Una vez que la bebé estuvo en casa, dejó de ser una preocupación para sus benefactores: ella crecería escuchando inglés, iría a un kínder canadiense y luego a una escuela primaria. A sus hermanos —una niña y un niño gemelos de 10 años y otro chico de 8— los padrinos les encontraron un programa para niños que jamás habían ido a la escuela. Ahmed, que era campesino en Siria, se afanó en aprender inglés para poder encontrar un trabajo. Para todos había una fecha límite: las obligaciones de los benefactores terminarían al cabo de un año, y para entonces la familia ya debía ser autosuficiente.

Liz estaba optimista porque ya había visto otras versiones de esa historia. Casi 40 años antes, cuando era una joven maestra de geografía, fue parte de la primera oleada de benefactores privados canadienses que adoptaron a decenas de miles de inmigrantes del sureste asiático. Ella ayudó a apadrinar a tres hermanos vietnamitas y a una familia camboyana; con el tiempo asistió a sus bodas y celebró con ellos los cumpleaños de sus hijos. Hoy algunos de estos ex refugiados están apadrinando a familias sirias para repetir el ciclo.

Liz cree que su país es especialmente apto para recibir refugiados por su vasto territorio, su sólido sistema de bienestar social y por tener un gobierno que promueve el desarrollo multicultural. Canadá no ha sufrido actos graves de terrorismo como los ocurridos en otros países, y como su población es 10 veces menor que la de Estados Unidos, puede recibir a más inmigrantes.

“Canadá es un accidente geográfico e histórico”, señala la senadora Ratna Omidvar, cofundadora de Lifeline Syria, un grupo que conecta a sirios con benefactores. La oposición a la entrada de inmigrantes es relativamente menor. El Partido Conservador afirma que el país está recibiendo más refugiados de los que puede sostener, pero aun así apoya la admisión de sirios. Algunos incidentes en contra de éstos —grafitos en una escuela en Calgary que decían “Sirios, vuelvan a su país y muéranse”, y un ataque con gas de pimienta en un evento de bienvenida a refugiados— fueron objeto del repudio general.

Una nueva visión de vida

 

Una tarde de mayo, tres semanas después del nacimiento de Julia, Liz fue a visitar a la familia y sostuvo en brazos a la niña. Los benefactores planeaban una fiesta de bienvenida para ella al estilo sirio, con un cordero recién sacrificado cuando cumpliera 40 días. Mientras tanto, Ahmed había adoptado una nueva costumbre: a veces le llevaba el desayuno a la cama a su esposa y preparaba a los niños para ir a clases. “Cuando llegué aquí vi que los hombres hacían todo lo que hacen las mujeres en Siria”, explicó, “y pensé que yo haría lo mismo”.

Los hijos mayores de los Ahmed ya sabían algunas palabras inglesas, pero los padrinos y los refugiados adultos apenas podían entenderse sin ayuda de un intérprete. A Wissam, que había cursado sólo el primer grado de primaria y no tomaba clases de inglés porque permanecía en casa con la bebé, no poder comunicarse le resultaba doloroso. “A veces siento como si fuera a enloquecer”, dijo, porque sentía mucha gratitud por sus benefactores pero ni siquiera podía contarles minucias sobre su bebé.

Sin embargo, otras personas han encarado mayores retos. Algunos sirios se arrepintieron antes de viajar a Canadá, intimidados por la brecha cultural y geográfica; otros se consternaron al descubrir que sus padrinos publicaban mensajes sobre ellos en Facebook y en blogs que cualquier desconocido podía leer.

Aunque los benefactores y los refugiados se comprometen unos con otros, no se conocen a fondo. No todas las familias están dispuestas a divulgar su historia (tanto los Ahmed como los Mohamad pidieron que no se les identificara con sus apellidos completos, y se mostraron reacios a revelar detalles de sus experiencias en Siria por temor a represalias contra parientes suyos que aún viven allí).

Pocas cuestiones son más delicadas para los padrinos que saber hasta dónde inmiscuirse, y para los refugiados, cuándo decir no. ¿Deben los sirios vivir cerca de sus benefactores, o en barrios con más residentes del Medio Oriente? ¿Y está bien que los padrinos decidan estos asuntos sin consultar a sus protegidos? Los canadienses recaudan decenas de miles de dólares para cada familia de desplazados. ¿Quién debe decidir cómo se gasta ese dinero?

A algunos les preocupa que el gran entusiasmo de los benefactores esté abrumando a los refugiados. Kamal Al-Solaylee, profesor de periodismo en la Universidad Ryerson de Toronto y oriundo de Yemen, comentó que había notado un tono condescendiente en algunos de los padrinos al hablar en las redes sociales sobre su labor benéfica. “Era el típico discurso del salvador blanco”, señaló.

Tres meses después del incómodo primer encuentro de los Mohamad con Kerry McLorg y los otros mecenas, la familia había conseguido afincarse en Canadá mucho antes de lo que todos esperaban. Solían ir de paseo a las cataratas del Niágara. Las niñas fueron designadas mejores alumnas del mes en su escuela. Bayan, la mayor de ellas, quien siempre dejaba atrás a los niños con los que corría en las calles de Jordania, ahora lograba vencer a corredores de otras escuelas de la ciudad.

Con todo, aún afrontaban el choque cultural. Un día en que llevó a los niños a una piscina, Abdulá se topó con una mujer que usaba un bikini tipo tanga. “Salí de allí corriendo”, contó luego. “Jamás había visto algo así”.

La integrante más entusiasta del grupo de padrinos, una pintora llamada Susan Stewart, se dedicó a ayudar a Abdulá a encontrar un trabajo. Lo llevó a una feria de empleos para refugiados, donde hablaron con un sirio propietario de un supermercado y un socio suyo que hablaba árabe. Los hombres invitaron a Abdulá a una entrevista, y Susan le preparó un currículum con base en un cuestionario que le había ayudado a contestar.

Cuando al final le ofrecieron un puesto de medio tiempo a Abdulá, sus padrinos se alegraron mucho. Pero a los pocos días el sirio telefoneó a uno de ellos que hablaba árabe para decirle que no iba a aceptar el empleo; quería evaluar otras opciones, entre ellas hacerse mecánico. Ni en Siria ni en Jordania había tenido jamás libertad para elegir un trabajo. “Siempre se trata de lo que uno debe hacer para ganarse el pan, y no lo que uno realmente desea hacer”, dijo.

Añadió que se había enojado con Susan porque lo presionó demasiado, pero principalmente se sentía avergonzado por rechazar el empleo después de todo lo que ella había hecho para ayudarlo. Kerry vio algo positivo en todo esto: Abdulá estaba empezando a abrirse camino solo en Canadá.

A mediados de mayo ella contó una novedad propia a los otros padrinos y a los Mohamad: tenía cáncer de mama e iba a someterse a una operación. Esta vez los sirios la cuidaron a ella; le hicieron tarjetas y collares de cuentas y le llevaron frutas y flores.

Los demás miembros del grupo también la cuidaron; le llevaban comida y le ofrecían distintos tipos de ayuda. “No tenía ninguna intención de formar mi propio grupo de apoyo, pero ahora tengo uno”, dijo Kerry, quien salió bien de la operación y ya no tiene la enfermedad.

 

Tomado de THE NEW YORK TIMES (1-vii-2016). © 2016 por THE NEW YORK TIMES CO., de Nueva York. nytimes.com

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