Historias de Vida

Un clásico de Selecciones: Regreso al hogar

Oí por primera vez esta historia hace unos años, de labios de una joven a la que conocí en un barrio de la Ciudad de Nueva York; según la muchacha, ella había sido una de los protagonistas.

Otras personas a quienes les conté la historia recordaron haber leído una versión igual o muy parecida en algún libro olvidado, o haberla escuchado de boca de algún conocido según el cual le ocurrió de verdad a un amigo suyo.

Tal vez se trate de uno de esos misteriosos relatos folclóricos que surgen del subconsciente nacional cada cierto número de años, y que la gente cuenta de nuevo de una u otra forma. Los personajes cambian, pero el mensaje perdura. Me gustaría creer que esto pasó en realidad alguna vez, en algún lugar…

Tres muchachos y tres muchachas se dirigían a la Florida; subieron al autobús con sándwiches y vino, y todos soñaban con playas doradas mientras la niebla y el frío de Nueva York quedaban atrás.

Desde la cárcel le escribí a mi esposa y le dije que iba a estar ausente mucho tiempo, que si ella no podía soportar la situación, si los niños insistían en hacerle preguntas, si sufría mucho… en fin, que podría olvidarme.

En el camino hacia el sur empezaron a notar la presencia de Vingo. Estaba sentado enfrente de ellos, vestido con un traje corriente que le venía mal y sin que ninguna expresión animara su rostro cubierto de polvo, que ocultaba su edad.

Era ya entrada la noche cuando el autobús se detuvo frente a un restaurante a la orilla de la carretera, en los alrededores de Washington, D.C., y todos los pasajeros bajaron, menos Vingo.

Los jóvenes comenzaron a pensar en él, tratando de imaginar quién sería: acaso se trataba de un capitán de navío retirado, de alguien que huía de su esposa, o de un viejo soldado que retornaba a su hogar. Cuando regresaron al vehículo, una de las muchachas se sentó al lado de Vingo y se presentó.

—Vamos a la Florida —le dijo con entusiasmo—. He oído decir que es muy hermosa.

—Lo es —repuso él en voz baja, como si recordara algo que había tratado de olvidar.

—¿Quiere un poco de vino? —le ofreció ella.

Él sonrió, bebió un sorbo, dio las gracias y se recogió de nuevo en su silencio. La chica volvió con sus amigos, y Vingo empezó a cabecear.

A la mañana siguiente la muchacha se sentó junto a Vingo otra vez, y al cabo de un rato de conversación él decidió contarle su historia. Muy serio, le dijo que había pasado los últimos cuatro años en una prisión en Nueva York, y que en ese momento se dirigía hacia su casa.

—¿Es usted casado?

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—Verá usted… Desde la cárcel le escribí a mi esposa y le dije que iba a estar ausente mucho tiempo, que si ella no podía soportar la situación, si los niños insistían en hacerle preguntas, si sufría mucho… en fin, que podría olvidarme. Yo lo comprendería.

Le dije que si estaba dispuesta a recibirme otra vez, pusiera un pañuelo amarillo en el árbol; entonces yo bajaría del autobús e iría a casa.

“Consíguete un nuevo compañero”, le dije, “y no pienses más en mí”. Ella es una mujer admirable, realmente fuera de lo común. Añadí que no necesitaba escribirme. Y no lo hizo; no recibí una carta suya en tres años y medio.

—¿Y va usted a su casa ahora, sin saber nada de ella?

—Sí —repuso con tristeza—. La semana pasada, cuando estuve seguro de que me concederían libertad condicional, le escribí una vez más. Hay un gran roble a la entrada del pueblo donde vivíamos. Le dije que si estaba dispuesta a recibirme otra vez, pusiera un pañuelo amarillo en el árbol; entonces yo bajaría del autobús e iría a casa. Si ya no me quería, no tenía que poner nada; yo seguiría mi camino.

—¡Ah! —exclamó la muchacha.

Fue a contar la historia de Vingo a sus compañeros, y pronto todos rodearon al hombre mientras se acercaba a su pueblo. Él les mostró fotos de su esposa y sus tres hijos. Ella era bella en su sencillez, y los rostros de los niños apenas se distinguían en las instantáneas, arrugadas y descoloridas de tanto mostrarlas.

Para entonces se hallaban a 30 kilómetros del pueblo, y los jóvenes se acomodaron junto a las ventanillas de la derecha, en espera de ver aparecer el roble. En el autobús de pronto se hizo un ambiente sombrío, lleno del silencio de la ausencia y los años perdidos. Vingo dejó de mirar; su rostro se endureció con la expresión del ex presidiario, como si se dispusiera a afrontar un nuevo desengaño.

Faltaban 15 kilómetros para llegar, y luego, sólo 10. De repente todos se levantaron de los asientos, exaltados. Todos excepto Vingo.

Estupefacto, Vingo vio entonces el roble: estaba cubierto de pañuelos amarillos —20, 30 o quizá cientos de ellos— que ondeaban al viento como banderas de bienvenida. Mientras los muchachos lo felicitaban a gritos, el viejo ex presidiario se levantó del asiento y fue al frente del autobús para bajar y volver a su hogar.

Y si no conoces la canción, aquí está…

Selecciones

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