Había cosas que no hacía bien, como cantar, y otras que nunca intentaba, como dibujar. Eran habilidades artísticas que, en mayor o menor grado, casi todos sus seis hijos teníamos y que él consideraba herencia de mi madre. El arte lo desconcertaba y lo dejaba mudo: sencillamente no era lo suyo.
Él y sus cuatro hermanos eran hombres prácticos, habituados a trabajar mucho y hablar poco. Mi mamá y sus hermanas podían pasar horas charlando sobre mil temas; papá y mis tíos, en cambio, rara vez se decían algo o conversaban con otra gente.
No era su masculinidad lo que los volvía taciturnos: su madre, mi abuela, tampoco tenía nunca nada que decir. En la fiesta de cumpleaños de una de mis hermanas, las llamas de las velitas incendiaron el mantel.
La abuela, callada y ataviada como siempre de negro, se levantó de la silla con la agilidad de una corredora olímpica y sofocó las llamas con su enorme y pesado bolso. Cuando mi madre regresó de la cocina, encontró el pastel aplastado y a las niñas llorando.
—Hubo un pequeño incendio, Margaret —le explicó la abuela, que enseguida volvió a sentarse y a retomar su pétrea mudez.
No era una mujer muy elegante, pero tenía sentido práctico.
Mi padre, el más fino de los cinco hermanos, era el único al que se podía tildar de caballero. Sin duda era un hombre tosco, pero vestía con más sobriedad, se movía con más gracia y hablaba con un tono de voz más agradable que mis tíos.
Había noches (pocas y muy espaciadas) en que se disfrazaba de un personaje llamado Gertie Gitchiedrawers y nos hacía morirnos de risa. Gertie, que se ataba un delantal y se envolvía la cabeza con una toalla de cocina, era la típica niñera solterona que a la vez asustaba y consentía a los chicos.
Sospecho que tenía mucho en común con mujeres que a mi padre le desagradaban: una monja de su infancia, algunas viejas chismosas de la edad de su madre, una o dos cuñadas… El plato fuerte de Gertie (al que todos nos resistíamos retorciéndonos y gritando) era plantarle a cada niño un beso húmedo y efusivo en la mejilla.
Cada vez que los adultos se metían en algún atolladero, papá iba y los rescataba.
Muy de vez en cuando papá nos llevaba al estreno de una película, lo que implicaba viajar en taxi desde nuestro apartamento, en el Bronx, hasta Manhattan. Mi mamá tenía que dar de comer y vestir a tantos niños antes de salir, que cuando llegábamos al cine siempre había ya una larga fila en la taquilla. “¡Ay, papá!”, gimoteábamos con angustia, “¡esta vez no podremos entrar!”
Entonces él volvía su atractivo rostro hacia alguna dama especialmente vulnerable que estuviera adelante en la fila, le hacía un guiño y alzaba cuatro, cinco o más dedos para indicarle cuántos boletos necesitaba.
Invariablemente, la mujer elegida le compraba las entradas, se acercaba a intercambiárselas por dinero y recibía de mi padre la más galante de las sonrisas. Entonces él se despedía con una venia, tocándose el sombrero. Las mujeres siempre parecían quedar muy complacidas.
Al observador circunstancial esos ardides quizá le parecieran demostraciones espontáneas de encanto irlandés, pero para mi papá eran estrategias muy bien planeadas.
Tenía un método para asistir a los partidos de beisbol, y otro para ver el desfile del Día de San Patricio. También tenía un método para andar en bicicleta —uno muy bueno que me enseñó, aunque él jamás había montado una—, jugar golf, revolver la ensalada, trinchar el pavo y llevar con orden la chequera.
No sólo los niños acudíamos a él en busca de ayuda. Cada vez que los adultos se metían en algún atolladero, papá iba y los rescataba. Todo el tiempo estaba ayudando a los parientes a entrar y salir de sus coches, de los hospitales, de las instituciones psiquiátricas, de las funerarias y de las oficinas fiscales.
Mi anécdota preferida acerca de mi padre se refiere a la Navidad de 1940, la primera de mi vida. Me contó que había tenido que trabajar hasta tarde en la Nochebuena y, de camino a casa con su bien merecido aguinaldo, se detuvo en un vivero a comprar un árbol. Pero sólo quedaba uno, y una mujer robusta y mandona ya estaba negociando con el dueño del local para llevárselo.
La dama se negaba a pagar lo que costaba porque —dijo— no quería un árbol tan grande. Papá le propuso que entre ambos lo pagaran y luego lo cortaran en dos. Ella aceptó encantada, pero con la condición de quedarse con la mitad más frondosa.
Compraron el árbol y mi padre cargó con él hasta la casa de la señora. El marido de ésta lo cortó en dos con una sierra, y entonces papá tomó la mitad superior (que había quedado convertida en un arbolito perfecto), le deseó feliz Navidad a la pareja y se marchó.
Al doblar la esquina y mirar atrás, vio cómo la mujer revisaba el extraño arbusto sin punta que tanto se había empeñado en tener.
Mary, la cuarta de mis hermanos y segunda de las mujeres, nació el 23 de diciembre de 1948. Como mamá no podría pasar en casa la Nochebuena, me escogieron para suplirla.
Una vez acostados los otros niños, debía ayudar a decorar el árbol y acomodar los obsequios. Antes de partir al hospital, mi madre me pidió que me portara como hombrecito y fuera obediente en mi nueva tarea, pero yo, que iba a cumplir nueve años, no necesitaba que me acicatearan. La sensación de ser adulto que me producía el hecho de quedarme levantado hasta tarde era un placer indescriptible.
Mi padre, el más fino de los cinco hermanos, era el único al que se podía tildar de caballero.
Mi más grato recuerdo de esa noche no son los regalos que mis hermanos encontrarían junto al árbol al clarear el día, sino la dicha de haber pasado horas ayudando a mi padre.
La tarea más importante fue adornar el árbol y, por supuesto, también para eso papá tenía un método. Primero acomodamos las bombillas, que debían colocarse en lo más profundo de las ramas para que los cables no se vieran y la luz se reflejara con destellos misteriosos.
Siguieron los adornos y, por último, los carámbanos de oropel, que había que colgar uno por uno. Poco a poco el árbol fue adquiriendo el esplendor de cada año, que mis hermanos contemplarían maravillados cuando amaneciera.
Muchos años después me enteré de que, en su infancia, mi padre nunca tuvo en casa un árbol navideño. Sus padres eran inmigrantes, y mi abuelo murió en un accidente cuando mi papá tenía unas cuantas semanas de nacido.
Mi abuela tuvo que ponerse a lavar ropa ajena, afrontó el desalojo varias veces, y un día, desesperada, incluso dejó a sus hijos mayores en un hospicio. Pero volvió por ellos ese mismo día y, desde entonces, se las arreglaron para salir adelante.
A mi padre, que había quedado sordo de niño debido a una enfermedad, los maestros lo tomaban por tonto. Se salvó de la extinción académica gracias a una monja bondadosa que lo preparó para obtener una beca de bachillerato, la cual lo llevó a convertirse en el único universitario de la familia.
En una ocasión, durante una de las crisis de mi vida, me confió que su mayor deseo siempre había sido ser un buen padre. No lo sé con certeza, pero quizá esa ilusión lo hizo volverse metódico a fin de poder realizar tareas para las que nunca tuvo modelo ni preparación.
Sea como fuere, ha pasado casi medio siglo desde aquella Nochebuena en que adornamos el árbol, y el verano pasado mi padre se nos fue. Durante mucho tiempo decoré el árbol para mis hijos y, hace poco, les enseñé cómo hacerlo. Para mí, ese rito anual simboliza el esplendor y la dolorosa belleza del universo mismo.
¿A ti qué recuerdos te trae la Navidad?
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