Karin Hakmann, ama de casa de 48 años, y la segunda de sus cuatro hijas, Marie, de 19, subieron a la camioneta Volkswagen Multivan de la familia, mientras el jefe de la casa, Horst, agente policiaco de 49 años, podaba el césped del jardín.
Era la tarde del miércoles 3 de agosto de 2011, un perfecto día de vacaciones de verano en Westerkappeln, en el noroeste de Alemania. Madre e hija habían decidido ir a una joyería de la cercana ciudad de Ibbenbüren a comprar un regalo para los padres de Horst, quienes iban a celebrar sus bodas de oro.
Karin se puso al volante, y Marie se sentó a un lado de ella. Se veían nubes oscuras en el horizonte.
—Los agricultores tendrán que darse prisa si quieren recoger el heno antes de que llueva —dijo Karin.
Ambas sabían bien lo importante que era eso, pues hasta hacía 10 años los esposos habían administrado una finca agrícola.
En pocos minutos llegaron al cruce del camino secundario y la carretera estatal, donde tenían que virar a la izquierda. Karin miró a la derecha: no venían autos; luego lo hizo a la izquierda y vio un montacargas telescópico, un vehículo con una horquilla elevadora en el frente que los agricultores usan para mover pacas de heno.
Los tres dientes de acero de la horquilla apuntaban hacia delante. El vehículo se acercaba al cruce despacio, con la luz direccional derecha encendida para indicar que quería tomar el camino secundario. Karin decidió cederle el paso.
No tenían manera de saber exactamente lo que les esperaba en el lugar del accidente; tan sólo sabían que había un herido y que tendrían que sacarlo de entre un amasijo de metal.
Karin encendió la luz direccional y viró hacia la carretera, pero el montacargas, en vez de dar vuelta a la derecha, siguió de frente. Hubo un estrépito de metales y vidrios rotos, y la camioneta se detuvo.
Marie miró a la izquierda y se quedó helada: una larga barra de metal atravesaba el cuerpo de su madre por abajo de la axila. Ella misma tenía la punta de la barra clavada en el hombro. La horquilla elevadora había perforado la portezuela del conductor, y ¡un diente las había traspasado a las dos!
Sorprendentemente, Marie no veía ni un rastro de sangre en el cuerpo de su madre. A mí tampoco me duele nada, pensó. Más asombroso aún, Karin no sólo estaba consciente, sino también muy tranquila.
—Creo que deberías llamar a los bomberos y después a tu papá —le dijo a su hija, y entonces sintió un dolor agudo que le recorrió todo el cuerpo y la hizo gritar.
Marie buscó su celular en los bolsillos del pantalón. Karin ya estaba gritando a todo pulmón.
—Intenta no gritar unos momentos —le pidió Marie mientras marcaba el número de emergencias. Cuando contestaron, dijo—: Mi mamá y yo hemos sufrido un accidente grave.
Luego llamó a Horst:
—Papá, ven rápido aquí. ¡Mi mamá está malherida!
Siete minutos después del accidente, a las 4:27 de la tarde, Wolfgang Luthin, de 49 años, oyó el pitido de su radiolocalizador entre el ruido de la planta galvanizadora donde trabajaba.
El mensaje decía: “Accidente, persona atrapada”. Las autoridades del condado estaban alertando a la brigada de bomberos voluntarios de Westerkappeln, de la que Luthin era jefe desde hacía más de 10 años. Corrió hasta su auto y se dirigió a toda prisa a la estación de bomberos, situada a varios kilómetros de distancia.
Un bombero más experimentado llegó antes que él: Guido Kissmann, de 35 años. Este experto en moldeado por inyección estaba arreglando su motocicleta en el garaje de su casa, a un kilómetro de la estación de bomberos, cuando recibió el aviso por su radiolocalizador.
Ni él ni Luthin tenían manera de saber exactamente lo que les esperaba en el lugar del accidente; tan sólo sabían que había un herido y que tendrían que sacarlo de entre un amasijo de metal.
Había penetrado el cuerpo de Karin por encima de la cadera izquierda y salido por abajo de la axila derecha.
Kissmann y otros voluntarios que llegaron pronto se pusieron sus trajes, zapatos, guantes y cascos protectores; luego, con las luces azules y la sirena del camión encendidas, se dirigieron a toda prisa al cruce de la carretera estatal.
El camión de bomberos llegó al lugar del accidente y se estacionó en la orilla. No es tan grave, pensó Luthin al bajar del vehículo. El montacargas y la camioneta parecían haber sufrido sólo daños menores. Un comentario de Kissmann lo sacó del error.
—Hay una mujer con una barra de acero que le atraviesa el cuerpo de un lado a otro —dijo.
Aunque tenía experiencia en accidentes, Luthin se estremeció al mirar dentro de la camioneta. Los tres dientes de la horquilla, cada uno de 1.20 metros de largo y cinco centímetros de diámetro, habían perforado el vehículo.
Uno de ellos había penetrado el cuerpo de Karin por encima de la cadera izquierda y salido por abajo de la axila derecha. La punta estaba incrustada en el hombro izquierdo de Marie. No vamos a poder sacar viva a la conductora, pensó Luthin.
Karin vio a los bomberos, policías, socorristas y médicos de urgencias trabajando alrededor de ella y de su hija. Sintiéndose extrañamente ajena a lo que estaba pasando, observó cómo un socorrista le buscaba una vena en el brazo con manos temblorosas.
Quería decirles a todos esos hombres que se dieran prisa, que quería irse a casa, pero el dolor le dificultaba la respiración y no la dejaba hablar. Su esposo, Horst, que había llegado allí en cuestión de minutos, caminaba de un lado a otro hecho un manojo de nervios, lamentando no poder ayudar.
Luthin estaba discutiendo con los médicos qué convenía hacer.
—Si liberamos a la madre de la barra de metal, se desangrará y morirá —dijo un médico—. De hecho, cualquier movimiento podría matarla.
—Cortaremos los tres dientes al ras de la portezuela para alejar de aquí el montacargas —decidió Luthin—. Luego, cerca del cuerpo de la mujer, cortaremos la barra que tiene incrustada para poder liberarla.
Una vez trazado el plan, encendieron un generador eléctrico y conectaron a él una esmeriladora angular. Kissmann, quien sabía usar con destreza el potente disco de corte de la esmeriladora, tomó la herramienta y se acercó a la camioneta.
—Espera —lo detuvo Luthin.
Explicó que, al cortar, el disco podría hacer que el diente de acero se pusiera al rojo vivo. Si el metal transmitía el calor al torso de Karin, la quemaría por dentro.
—Tenemos que enfriar el diente. ¿Alguna idea? —dijo Luthin.
Un médico sugirió usar una solución salina que llevaba en el maletín. Un socorrista tomó el frasco y se colocó junto a Kissmann.
—Hazlo con cuidado —le dijo Luthin a éste, dándole una palmadita en el hombro—. Lo vas a lograr.
Kissmann asintió. Sabía que no debía pensar mucho en lo que iba a hacer. Si pensaba, tendría dudas, y no había tiempo que perder.
Con cuidado, colocó en posición la esmeriladora y empezó a cortar una de las barras de acero, mientras el socorrista rociaba solución salina sobre el metal caliente. Sin titubear ni un instante, Kissmann cortó totalmente la barra sin moverla.
Se sintió aliviado de que Karin siguiera viva, e incluso tenía ganas de gritar de alegría, pero aún le quedaba mucho trabajo por hacer. Empezó a cortar los otros dos largos dientes que atravesaban la portezuela.
A pesar del ruido, los médicos seguían haciéndoles preguntas a las mujeres para mantenerlas despiertas.
Ambas estaban plenamente conscientes, lo que era buena señal. El dolor mantenía tensos sus cuerpos; si perdían el sentido, podrían desangrarse y morir allí. Justo entonces llegaron dos helicópteros de rescate.
Media hora después del accidente, ya habían cortado las tres barras de metal. Luthin le dijo al operador del montacargas que hiciera retroceder lentamente su vehículo y lo alejara de la camioneta.
El hombre, de unos 45 años, había salido ileso. Obedeció la orden; luego, bajó de la cabina, se arrodilló y se echó a llorar incontrolablemente. Más adelante, un juez le impondría una multa por conducir el montacargas con la horquilla extendida hacia delante.
Luthin no se permitía mostrar ningún sentimiento. Confiaba en su habilidad y experiencia. Era hora de sacarle del hombro a Marie la barra clavada. Se colocó con sus hombres junto a la portezuela del copiloto y dijo:
—Levántenla con mucho cuidado. Un poco hacia arriba y luego tiren de ella. Despacio y sin lastimarla.
Aunque no podía moverse y estaba muy tensa, Marie se mantenía atenta y lista para ser liberada.
—¿Me voy a desmayar cuando me saquen de aquí? —le preguntó a un médico que estaba junto a ella.
—Te vamos a dar un anestésico en el momento en que te liberen —le respondió él—, así que es muy probable que te duermas.
Marie no había llorado en ningún momento del terrible trance, pero al volverse y ver a su madre, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Adiós, mamá —dijo sollozando—. Por favor, sálvate.
Momentos más tarde, los bomberos liberaron a Marie. Asombrosamente, sólo tenía la herida en el hombro.
Los socorristas la llevaron en camilla a uno de los helicópteros, que despegó de inmediato para trasladarla a un hospital. Horst soltó un suspiro de alivio al ver la nave alejarse; luego volvió la mirada hacia su esposa.
—Ahora, corten una pieza circular de la portezuela alrededor del diente de metal —ordenó Luthin a sus hombres—. Pero tengan cuidado de que la herramienta no se quede atorada en el refuerzo interior.
Eso podría sacudir la barra de metal y el cuerpo de Karin. De nuevo encendieron la esmeriladora y empezaron a cortar la portezuela.
Por fin, 90 minutos después de la llegada de los bomberos al lugar del accidente, Karin fue sacada de la camioneta, con un largo trozo del diente de acero todavía atravesado en su cuerpo, pero viva.
Los socorristas la colocaron boca arriba sobre una camilla para que la barra no se moviera. Luego los bomberos recortaron rápidamente los extremos de la barra metálica hasta dejarlos asomar unos 10 centímetros del cuerpo.
Si no conseguían cerrar las enormes heridas en cuanto sacaran la barra, Karin se desangraría y moriría.
Alrededor de media hora después, en un quirófano del Hospital General y de Cirugía Visceral de la Universidad de Münster, el doctor Norbert Senninger, director del hospital, y cuatro cirujanos asistentes analizaron la condición de Karin.
—¡Es increíble! —exclamó uno de ellos mientras le abrían el abdomen.
La barra no había dañado ninguno de los órganos internos, ni la médula espinal, ni los nervios principales; sin embargo, había perforado venas y arterias en 12 sitios.
—Gracias a Dios que los bomberos no intentaron sacarle a la fuerza la barra —dijo Senninger.
La presión que ejercía el trozo de metal era lo que mantenía sellados los vasos sanguíneos. Rápidamente, Senninger y sus colegas discutieron lo que tenían que hacer.Si no conseguían cerrar las enormes heridas en cuanto sacaran la barra, Karin se desangraría y moriría.
—¿Están listos? —preguntó Senninger, y todos asintieron.
Con mucho cuidado, comenzaron a extraer la pieza de metal del abdomen de Karin. Ocho manos y 40 dedos se movían al mismo tiempo con asombrosa precisión. Dos de los médicos taparon los orificios de los vasos sanguíneos con los dedos como si estuvieran tocando la flauta, colocándolos con tanta exactitud que apenas escaparon unas gotas de sangre.
De inmediato, los otros dos empezaron a sellar los orificios usando catéteres de plástico provistos de un pequeño globo en un extremo. El procedimiento era el siguiente: quitar el dedo, insertar el catéter, inflar el globo y sellar. Hicieron eso 12 veces en total. Lo siguiente fue relativamente sencillo: retirar el catéter, hacer algunas suturas y anudar los hilos. Los cirujanos tardaron menos de dos horas y media en cerrar todas las heridas de Karin.
A las 9 de la noche Horst, sus otras tres hijas —de 21, 15 y 12 años de edad— y varios miembros más de la familia seguían en casa esperando noticias del hospital, en un tenso silencio. De pronto, sonó el teléfono. Horst se apresuró a contestar.
—Todo salió bien —le dijo Senninger—. Se va a recuperar.
—¡Se va a recuperar! —repitieron las chicas al unísono, y se pusieron a bailar por toda la casa.
Liberado de la angustia, Horst no sentía más que un profundo agradecimiento. A los bomberos, por haber hecho todo bien; al piloto del helicóptero que llevó a Karin al hospital, y a los médicos que la operaron.
Marie fue dada de alta a los pocos días, y pasó gran parte del tiempo yendo a visitar a su madre, cuya recuperación fue larga y dolorosa. De repente se dio cuenta de lo que quería hacer en la vida: convertirse en una enfermera profesional.
Dos años y medio después de haber sufrido el accidente, Karin se encuentra casi totalmente recuperada. “Ni la larga rehabilitación, ni las dificultades, ni la rigidez de espalda ni la insensibilidad en los pies tienen importancia para mí”, afirma.
“El accidente me cambió la vida. Me ha hecho más humilde y más agradecida. Cuando sabes que tu siguiente paso podría ser el último, tu manera de ver las cosas cambia”.
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