Roosevelt, el presidente que engañó a Estados Unidos

Franklin D. Roosevelt estuvo confinado a una silla de ruedas por 24 años, incluidos los 13 en que fue presidente de los Estados Unidos. Pero casi nadie sabía que apenas podría permanecer de pie sin ayuda.

Su discapacidad fue ocultada al público porque Roosevelt y sus asesores sentían que la dolencia física del candidato podía parecerles a los votantes una debilidad política.

El año 1920 fue difícil para Franklin Delano Roosevelt. Era entonces un joven político de 38 años, y se desempeñaba como subsecretario de Marina. En ese papel tuvo que lidiar con una tormenta política relacionada con la existencia de una red homosexual en una base de entrenamiento en Newport, Rhode Island.

Roosevelt fue ampliamente criticado por sancionar el uso de agentes provocadores para invstigar la situación, y las críticas todavía resonaban en sus oídos cuando renunció a su puesto en la Marina para aceptar el nombramiento de candidato a vicepresidente de los Estados Unidos por el Partido Demócrata.

Después de una durísima campaña, vino la decepción de una derrota electoral y una serie de presentaciones políticamente perjudiciales ante una comisión de Investigación por el asunto de Newport. En julio de 1921, Roosevelt estaba exhausto y esperaba con ansias unas largas vacaciones en Canadá.

Una enfermedad súbita

El 10 de agosto, Roosevelt salió a navegar durante unas horas. Al volver se encontró con un incendio forestal, que trató de apagar con ramas cortadas de árboles cercanos. Luego nadó una hora en las frías aguas del lago Glen Severn, para finalmente recorrer tres kilómetros hasta su casa, con el traje de baño mojado.

Esa noche se fue a la cama con un leve dolor de espalda. A la mañana siguiente no podía usar su pierna izquierda; al llegar la noche, la derecha también colapsó y tenía fiebre alta. Al día siguiente, había quedado paralizado del pecho para abajo.

Una seguidilla de médicos fue a verlo e hizo diversos diagnósticos: primero un resfrío, luego un coágulo sanguíneo. Todo sugería que se trataba de una enfermedad menor y temporaria. Luego, el 20 de agosto, un médico llamado Samuel Levine llegó desde Boston y dijo que sin duda Roosevelt había contraído poliomielitis.

Como se demostró más tarde, este diagnóstico también estaría equivocado: hoy se cree que Roosevelt había contraído el más raro y entonces poco conocido síndrome de Guillain-Barré, pero la prognosis fue bastante acertada; la parálisis de sus piernas era irreversible.

En la década de 1920, había un temor asociado a la discapacidad, una falta de comprensión difícil de creer en nuestros días. Algunas ciudades de los Estados Unidos tenían ordenanzas que prohibían a las personas discapacitadas siquiera presentarse en público. La llamada ‘Ley fea’ de Chicago establecía que “ninguna persona que esté enferma, lisiada, mutilada o de algún otro modo deformada y resulte un objeto antiestético o repugnante o un apersona inapropiada debe permitirse en la vía pública u otros lugares públicos de esta ciudad”. Estas reglas se dirigían más a los mendigos que a los discapacitados, pero reflejaban las actitudes de infinidad de personas sanas.

Por lo tanto, la pérdida del uso de sus piernas no solo fue un golpe personal devastador para Roosevelt, que siempre se había enorgullecido de su atletismo, parecía ser también la sentencia de muerte de su promisoria carrera. Era una estrella en ascenso, a pesar de su derrota en las elecciones de 1920, y había muchos motivos para creer que seguiría los pasos de su primo Theodore Rooselvet en el camino a la Casa Blanca.

Pero era difícil imaginar cómo el pueblo estadounidense podría convencerse de otorgarle su respaldo ahora que —como se decía entonces— era un tullido. Para gobernar un país como los Estados Unidos, un hombre debía verse como fuerte y apto para la lucha. Sin duda, nadie quería ver a los Estados Unidos conducido desde una silla de ruedas.

Mentira blanca

Casi tan pronto como Roosevelt enfermó, la gente más cercana a él empezó a quitarle importancia a la gravedad de su dolencia. Su amigo y asesor Louis Howe mantuvo a la prensa a distancia, mientras Roosevelt era llevado de su casa de vacaciones a un hospital en Nueva York. El New York Times informó que Roosevelt

Estaba “enfermo de poliomielitis”, y citó a alguien del hospital que decía que “el ataque era muy leve”, y que “el señor Roosevelt no quedaría permanentemente lisiado”. El médico de la familia le dijo al periódico que Roosevelt estaba “recuperando el uso de sus piernas”. Los médicos sabían que eso no era verdad, y en su fuero íntimo él también lo sabía.

Pero la mentira de que Roosevelt se estaba recuperando ya había sido dicha y el mito de que había derrotado a la polio se mantendría por el resto de su vida. En los años que siguieron al primer brote de su enfermedad, el entorno de Roosevelt se esforzó al máximo por mantener en secreto su discapacidad. Esto significó un supremo esfuerzo físico por parte del propio Roosevelt.

En marzo de 1922, le colocaron abrazaderas metálicas, cada una de las cuales pesaba más de tres kilos y rodeaban sus piernas sin fuerza desde el tobillo hasta el muslo. Usando esos soportes, Roosevelt aprendió a caminar nuevamente —o al menos a moverse erguido— balanceando el torso y empleando un bastón para mantener el equilibrio. Pero resultaba doloroso y cansador, y nunca podía dar más de unos pocos pasos por vez.

Durante las campañas presidenciales, Roosevelt siempre pronunciaba sus discursos ante un pesado atril reforzado que sostenía con ambas manos como apoyo. Los noticiarios muestran que nunca hacía gestos con ambas manos, y solo en ocasiones con una mano. En cambio, usaba la cabeza para dar énfasis, asintiendo o sacudiéndola mientras hablaba.

En una ocasión se cayó de bruces al alejarse del atril, pero la prensa fue respetuosa y empática y el incidente no fue informado. Los caricaturistas —a su favor o en contra— siempre lo retrataban como un hombre sano, desplazándose enérgicamente a través del escenario político estadounidense.

En cuanto Roosevelt fue elegido presidente en 1932, la maquinaria de la Casa Blanca estaba allí ara contribuir a mantener la ilusión de su integridad física. Se movía en una silla de ruedas liviana y maniobrable que él mismo había diseñado, pero donde nunca era fotografiado. Si alguna vez le tomaban una foto allí, los agentes del servicio secreto confiscaban la película.

Antes de cualquier aparición pública, el personal de la Casa Blanca controlaba que no se le pidiera al presidente que subiera escaleras, cosa imposible con las férulas de sus piernas. Nunca salía de la limusina presidencial a la vista del público, ya que esto exigía que lo sacaran en brazos. Pero con frecuencia se lo fotografiaba en la plataforma posterior del vagón del tren presidencial. Se atendía cada detalle: hasta los broches inferiores de las férulas de acero de sus piernas estaban pintados de negro para que no se vieran.

Tales medidas sostuvieron la imagen pública del presidente Roosevelt a lo largo de tres periodos presidenciales. Fue elegido para un cuarto término en 1944, pero para entonces sus problemas de salud se multiplicaban. En realidad se estaba muriendo, y el secreto sobre su estado era cada vez más difícil de mantener.

En noviembre de 1944, en la cena del Día de Acción de Gracias a la que asistieron decenas de invitados, parecía muy enfermo, tosía y se sacudía mientras trinchaba los pavos y trataba de contar historias alegres.

El día que asumió el cargo en enero de 1945, apenas podía mantenerse de pie, a pesar del atril que tanto le había servido. Y sin embargo, cuando Roosevelt murió en abril de 1945, después de sufrir una hemorragia cerebral, la reacción de la gente fue tanto de asombro como de tristeza. La mayoría de la gente lo creía fuerte como un roble y no sabía que el hombre que había guiado a los Estados Unidos a través de la Gran Depresión y conducido al país hasta el borde de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, nunca había dado un solo paso en todos esos años.

Extracto del libro ‘Grandes secretos de la historia. Apasionantes historias de verdades y mentiras, engaños y descubrimientos’ editado por Selecciones Reader’s Digest.

Eliesheva Ramos

Como periodista tengo la misión, parafraseando al intelectual español Julio Anguita, de perturbar, de agitar el cerebro, de mover las conciencias. Para lograr esos objetivos me aferro al abecedario como otros se aferran al escapulario. Me especializo en notas de salud, bienestar, estilo de vida, gastronomía y viajes.

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