—¡Oye, baila con nosotros! —me grita un joven para hacerse oír entre el estrépito de la música
—¡Oye, baila con nosotros! —me grita un joven para hacerse oír entre el estrépito de la música.
Lleva un chaleco rojo de elfo 10 tallas mayor que la suya, y me conduce a un círculo de danzantes vestidos con disfraces igual de bobos —gorros de Santa Claus, orejas de conejo— en el Purga-1 Club, un club nocturno alojado en un sótano de San Petersburgo. Alegres luces rojas y verdes parpadean en árboles navideños de plástico; pero no es Navidad, sino principios del verano, temporada de “las noches blancas”, cuando el sol apenas se pone debido a la extrema latitud norte, y los petersburgueses se sacuden la melancolía invernal y se pasan la noche de fiesta. Además, en este animado club, a la orilla del río Fontanka, todas las noches se celebra el Año Nuevo.
—Desiat, deviat, vosem, sem… —gritan a coro.
Sólo sé suficiente ruso para entender que ha comenzado la cuenta regresiva. Cuando el reloj da las 12, estallan nubes de confeti en el techo y saltan corchos de champaña.
—¡Por las amistades nuevas! —brin-da Serguéi Kudriashof, mi más reciente amigo, mientras choca su copa con la de Irina Nabok, una morena cuyas orejas de conejo oscilan atractivamente frente a sus ojos.
Serguéi, de 25 años de edad, es diseñador de sitios web, e Irina, cinco años menor que él, estudia teatro. Me invitan a su mesa, ansiosos de expresarle a un extranjero la pasión que sienten por su ciudad natal.
—San Petersburgo es un lugar místico —empieza Serguéi.
—Sí, como ninguno otro en Rusia —añade Irina.
Tras anotar lo que pedimos, Nadia, la mesera de veintitantos años que nos atiende, interviene en la charla.
—Esta ciudad es la más europea de Rusia —señala.
Me distrae una cara conocida que acapara de repente la pantalla de video: Leonid Brézhnev, líder soviético de 1964 a 1982.
—Es un viejo discurso de Año Nuevo —me explica Nadia con una sonrisa—, parte de nuestro festejo de todas las noches.
La música no deja oír a Brézhnev, al que de todas formas nadie hace caso. A esto se han reducido los austeros días del comunismo: a objeto de diversión frívola en la pantalla de plasma de un club nocturno.
Son cerca de las 3:30 de la madrugada cuando salgo a la calle, todavía llena de animación con la gritería de los juerguistas.
¡Qué distinto de la última vez que estuve aquí! En aquel entonces, a mediados de los años 90, San Petersburgo apenas empezaba a salir del olvido de siete décadas como la Leningrado soviética. Todo era gris, y el temor había impuesto un toque de queda de facto desde que anochecía. Doce años de prosperidad infundieron nuevos bríos a la antigua capital de los zares. Las restauraciones iniciadas para celebrar el tricentenario de su fundación, en 2003, continúan. Las cadenas hoteleras occidentales reclaman su parte. Los turistas afluyen en cruceros desde Helsinki y Estocolmo.
La ciudad de San Petersburgo alguna vez fue famosa en toda Europa por sus palacios y obras de arte. ¿Ha retornado al escenario mundial?
A la mañana siguiente cruzo el río Nevá por el puente de la Trinidad y contemplo el panorama: palacios barrocos y rococó en azules y verdes pastel bordean el malecón hasta donde alcanza la vista, y detrás de ellos se alza la cúpula dorada de la Catedral de San Isaac.
Cortada en dos por el Nevá y surcada por infinidad de brazos y canales junto a los que se yerguen joyas arquitectónicas, San Petersburgo tiene el aspecto y la atmósfera de una ciudad encantada. Cuando el zar Pedro el Grande fundó la nueva capital en estos pantanos, a principios del siglo XVIII, maestros arquitectos, sobre todo italianos y franceses, transformaron la remota villa en una majestuosa metrópoli imperial. Todavía hoy sus habitantes afirman que la ciudad tiene vida y alma propias.
Consulta más información sobre Rusia en Selecciones de julio, 2013
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