¿Lo Sabías?

¿Sabías que existe una bóveda que almacena semillas de todo el mundo?

Se encuentra en lo más profundo de una montaña de la isla de Spitsbergen, en Noruega, ahí se guardan cerca de un millón de variedades de semillas para salvaguardarlas.

Conforme el avión se acercaba a la isla noruega de Spitsbergen —cuya distancia hacia el Polo Norte se puede recorrer en un trineo jalado por perros— me acordé de que un artículo de la BBC consideraba a la Bóveda Global de Semillas de Svalbard como uno de los lugares más secretos del planeta; se encontraba en la misma categoría que el Archivo Secreto Vaticano.

En el reportaje se afirmaba que era casi imposible entrar al recinto. No obstante, estaba yo a punto de aterrizar en el aeropuerto de Longyearbyen, luego de que me aseguraran que, si lograba llegar al archipiélago ártico de Svalbard a principios de marzo de 2016, se me permitiría conocer el repositorio congelado.

Se trataba de la colección más importante de especímenes de semillas de cultivo en el mundo entero. Se resguarda en la ladera de una montaña ubicada en una isla que es 60 por ciento glaciares y está en medio de la nada. Me encontraba entre el puñado de personas afortunadas que habían sido invitadas a visitar, esa semana, las semillas producto de 12,000 años de pasado, presente y futuro agrícola.

Tomó un año de coordinación con los guardianes del extraño proyecto organizar mi visita, que requirió un recorrido aéreo de 5,000 kilómetros, el cual inició en un viaje de Edmonton a Reikiavik, después a Oslo y a Tromsø y, finalmente, a Longyearbyen.

Desde luego, era difícil llegar al sitio. Sin embargo, volar sobre Spitsbergen me permitió ver con claridad, desde la ventanilla de la aeronave, la entrada al granero “del fin del mundo”: una cuña de concreto con un fulgurante gorro azul.

El edificio estaba lejos de todo y parecía un búnker, no una instalación clasificada. Era más bien un faro, uno que me recordaba la pregunta sencilla pero fundamental detrás de mi visita: si el mundo construye una despensa en el permafrost y almacena ejemplares de sus semillas más preciadas, ¿estamos ante un simulacro exagerado o hay algo acerca de nuestro suministro de alimentos que deba preocuparnos? Es decir, algo inquietante de verdad.

Estamos en proceso de una extinción agrícola masiva. En el siglo XX, 75 por ciento de la diversidad genética vegetal desapareció, conforme los campesinos de todo el mundo abandonaron sus cultivos locales y adoptaron monocultivos aptos únicamente para la explotación a escala industrial.

Se estima que, nada más en Estados Unidos, han desaparecido 90 por ciento de las variedades históricas de frutas y vegetales. Casi la mitad de la dieta occidental depende de tres importantes gramíneas: trigo, maíz y arroz.

La bóveda está diseñada para albergar 4.5 millones, una cantidad que, según las mentes más brillantes de la bioconservación agrícola, se puede considerar un colchón seguro frente a cualquiera de los peores escenarios posibles.

Los factores detrás de esta tendencia son muchos y acumulativos: las guerras, el cambio climático, el auge poblacional, la evolución de las prácticas agrícolas, la especialización regional en la producción y la concentración de la propiedad de las semillas en unas cuantas multinacionales, entre otros.

La enorme extensión de las tierras de cultivo modernas, la lógica de la economía de escala y sus bajos costos de producción unitaria se traducen en que una mayor superficie se destina a una cantidad menor de variedades botánicas.

Los riesgos potenciales son grandes: una vez que hayamos reducido nuestras opciones alimentarias por razones económicas, ¿qué comeremos cuando esas pocas alternativas ya no se adecuen a las condiciones climáticas cambiantes? La pérdida de diversidad genética hará que sea arduo responder a las amenazas de la producción mundial de alimentos.

Noruega, con su reputación internacional de neutralidad, y pese a no tener una gran participación en la agricultura mundial, apoyó la idea de una bodega de resguardo; en 2007 pagó 9 millones de dólares para cubrir el costo de construcción de la Bóveda Global de Semillas de Svalbard.

Se usó concreto con el fin de que durara decenas de miles de años y fue diseñada para resistir explosiones de bombas y terremotos. Además, al ser una especie de túnel ubicado a gran profundidad bajo la ladera de una montaña, las tres cámaras de almacenamiento pueden mantenerse congeladas por 200 años sin necesidad de energía eléctrica en caso de un apagón.

La entrada sobresale del accidente geográfico, que se encuentra 130 metros sobre el nivel del mar, una altura adecuada en caso de que —o para cuando— se derritan los casquetes polares.

Pese a esto, en mayo de 2017 el agua se filtró por la entrada del inmueble tras otro cálido invierno. El permafrost derretido causó una tormenta mediática. ¿Estaba en riesgo el resguardo de los alimentos para el futuro? De acuerdo con las agencias que supervisan la bóveda, la respuesta es no. Las semillas estaban seguras en las entrañas de la tierra. Pero se están llevando a cabo reparaciones para volver a sellar el acceso y crear mejores drenajes, entre otras medidas.

En marzo de 2016, cuando llegué, no había guardias armados ni revisiones de seguridad a las puertas de la bóveda; solo había tres renos flacuchos que tocaban el hielo y la nieve con las patas, tratando de sacar líquenes y pasto. Brian Lainoff, mi guía, salió del edificio con unos patrocinadores potenciales provenientes de Suiza. Era un joven estadounidense desgarbado, de veintitantos años, que antes había sido coordinador de comunicaciones y colaboración de la Crop Trust.

Tomó un año de coordinación con los guardianes del extraño proyecto organizar mi visita, que requirió un recorrido aéreo de 5,000 kilómetros.

Tras ocho años de existencia del proyecto, conseguir socios con dinero para financiarlo sigue siendo una prioridad: los costos de operación básica son de 1 millón de dólares anuales. Lainoff se separó del grupo de suizos para decirnos: “Quizá esta es la operación de rescate biológico más grande en la historia”. En efecto, la bóveda ya resguarda cerca de 940,000 variedades de semillas y está diseñada para albergar 4.5 millones, una cantidad que, según las mentes más brillantes de la bioconservación agrícola, se puede considerar un colchón seguro frente a cualquiera de los peores escenarios posibles.

Después de que Lainoff se despidió de los visitantes suizos, cruzamos un pequeño puente hacia la entrada. Buscó en su chaqueta las llaves para abrir los enormes portones metálicos. Una vez dentro, parecía que el frío se colgaba del metal corrugado curvado que recubre las paredes del primer pasaje interno. Las luces fluorescentes que zumbaban por encima y a lo largo del túnel de 146 metros de longitud daban la sensación de estar en una estación espacial de la serie televisiva Galáctica, astronave de combate.

A medida que avanzábamos por el túnel las paredes de acero se convirtieron en un hueco de piedra abierto bruscamente, y se volvió mucho más frío. (La temperatura ideal para almacenar semillas a largo plazo es de −18 grados Celsius y el ambiente debe ser muy seco.) Tras otra serie de puertas cerradas quedamos frente a la entrada a las tres cámaras de almacenamiento.

Lainoff dijo, bromeando: “Adivinen tras qué puerta están las semillas”. Una gruesa capa de escarcha y hielo la hacía brillar, como la parte interior de un congelador. Las otras dos se llenarán conforme aumente el inventario depositado en la bóveda.

El interior de la cámara, un cuarto que mide 6 por 27 por 10 metros, era como un garaje bien ordenado. Los prácticos estantes de rejillas de acero estaban llenos de contenedores de plástico, cajas de madera y de cartón; algunos apenas se mantenían en pie gracias a la cinta adhesiva.

Lainoff nos llevó a un recorrido por los pasillos; los recipientes que íbamos pasando estaban rotulados: “Canadá”, “Taiwán,” “The Africa Rice Centre” [Centro Africano del Arroz] y “United States National Plant Germplasm System” [Sistema Nacional para el Germoplasma de Plantas de Estados Unidos].

“Se trata de una iniciativa global en la que participan más de 70 instituciones”, aseguró Lainoff al explicarnos que incluye una excepcional participación común entre rivales culturales o políticos. Señaló unas cajas pintadas de rojo con una leyenda blanca hecha con esténcil que decía “RPD de Corea”; a pocos pasos de allí había contenedores azules de Corea del Sur.

Las cajas nunca se abren, pues las semillas que contienen son propiedad de quien las consigna. Svalbard las almacena y solo las extrae si así lo solicitan sus propietarios. La mayoría de ellas contienen decenas de variedades de semillas selladas al vacío dentro de bolsas de aluminio con códigos de barras y etiquetas que obedecen el sistema de catalogación de cada dueño.

Se estima que, nada más en Estados Unidos, han desaparecido 90 por ciento de las variedades históricas de frutas y vegetales.

Lainoff se paró frente a un hueco en los estantes y explicó que tales espacios vacíos eran algo fuera de lo común. Las cajas de semillas siempre se colocan en el orden en que han llegado, no se clasifican geográficamente. Faltaban recipientes, ya que en 2015 el Centro Internacional de Investigación Agrícola en Climas Secos (ICARDA, por sus siglas en inglés) —una institución sin fines de lucro que opera en más de 50 países— retiró parte de su reserva.

ICARDA conserva cepas únicas de cereales, leguminosas y forrajes de algunos de los lugares más importantes en el mundo desde el punto de vista agrícola. Durante la guerra civil de Siria, sus instalaciones en Alepo —que alguna vez fueron uno de los silos más importantes del mundo, debido en parte a la relevancia histórica de Siria como el país en donde se originó el trigo— tuvieron que ser evacuadas.

Solo se salvó 87 por ciento de su acervo. ICARDA solicitó sus ejemplares para volver a plantarlos en Marruecos y Líbano y cultivarlos con el fin de reponer las reservas. Desde entonces se han recuperado mediante dos depósitos.

Cuando terminó la visita guiada, noté que mis dientes estaban castañeteando. Con los dedos adormecidos, escribí unos garabatos en el libro de visitas. La primera firma, plasmada en la mismísima primera página, era la del entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, quien escribió: “Este es un símbolo inspirador de paz y seguridad alimentaria para la humanidad”.

Salimos de nuevo a la superficie, alumbrada por la luz azul y silenciosa del Ártico. Entonces me di cuenta de que tenía sentimientos encontrados respecto al granero que había venido a ver desde tan lejos. Sí, el cambio climático está sorprendiendo a los agricultores, y sus opciones son cada vez más limitadas.

Además, las corporaciones intentarán aumentar su capacidad para regular las ventas de semillas y controlar su genética. La merma de la biodiversidad en el sistema de alimentos tiene a las naciones y a los científicos lo suficientemente preocupados como para almacenar dicho material genético.

Sin embargo, me pregunto si en realidad esta es nuestra mejor opción. Estas colecciones ex situ solo ofrecen un refugio parcial contra embates de la naturaleza. Svalbard no puede combatir el calentamiento global ni los intereses corporativos, por no mencionar la pérdida de la transferencia de conocimiento de generación en generación.

Claro, es crucial proteger la herencia genética de la Tierra, pero mantener semillas de cultivos encerradas cerca del Polo Norte es un amargo recordatorio de su escasez.

¿Ya nos dimos por vencidos? En vez de esto, ¿no deberíamos dedicar nuestros esfuerzos a descubrir cómo hacer llegar la mayor cantidad de semillas posibles a manos de los campesinos que tienen el conocimiento de cuándo, dónde y cómo plantarlas?

Juan Carlos Ramirez

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