Historias de Vida

Sentí un golpecito en el tobillo. Después me desmayé

Durante una caminata por un paraje remoto, sentí un golpecito en el tobillo. En un abrir y cerrar de ojos, me encontré entre la vida y la muerte.

Turin y yo llevábamos siete años casados. Yo tenía 33. Antes de convertirme en escritor, fui bombero forestal y realizador de programas televisivos de aventura para National Geographic. Pisé una víbora terciopelo en Belice, la guerrilla me encañonó con un AK-47 en la República Democrática del Congo y esquivé un cocodrilo que intentó morderme en Papúa Nueva Guinea. Que la diarrea haya sido mi peor aflicción era un milagro.

El ansia aventurera de Turin encaja con la mía a la perfección. Desde que nos casamos ha hecho 14 viajes internacionales, algunos por trabajo (investiga el cambio climático en el Laboratorio Nacional de Los Álamos), la mayoría por placer. Durante el primer trimestre de embarazo, recorrió 233 kilómetros de tierras yermas en Alaska a bordo de una balsa.

En nuestra excursión, temblamos de frío en el parque nacional Canyonlands, hicimos barranquismo en el cañón de San Rafael, en Utah, y surfeamos en la costa de Oregon.

Mi familia nos esperaba en el parque nacional de Yosemite, nuestra última escala. Garrett, mi hermano mayor, vivía en El Portal, California, una colonia industrial del National Park Service ubicada cerca de la entrada suroeste de Yosemite, encargada de las 303,000 hectáreas de vegetación de la reserva. Él y Erin, su esposa, botánica también, habían comprado la estación de tren, que data de 1908.

Mis padres, que acababan de jubilarse, permanecieron en El Portal desde enero ayudándoles a restaurar el inmueble. La noche que llegamos estuvimos en su remolque, pasándonos a Bridger y contando historias. A la mañana siguiente, 23 de abril, Garrett sugirió que diéramos un paseo por la zona de flores silvestres aledaña. “Están floreciendo”, afirmó.

“Llévate a Bridger de aquí”, le rogué. No podría soportar que me viera morir

Escalamos unos 4.5 kilómetros, entre prados y bloques de granito, desde El Portal rumbo a la cascada que se halla junto a la comunidad de Foresta. Garrett y Erin nombraron las flores de todos colores y les sacamos fotos.

A las 11:45 llegamos a un puente que cruzaba un salto, y Turin se detuvo a fin de alimentar a Bridger en una saliente de granito.

Comimos nuestros bocadillos. Erin se tumbó en la barandilla posterior del puente. Aparte de mí, fue la única que vio a la serpiente. “Café y grande”, así la recuerda. Para mí, fue más bien una sensación: un golpecito en el tobillo derecho. Después me desmayé.

Cuando me desperté, experimenté el primer episodio violento de vómito

Mis padres estaban discutiendo las opciones para trasladarme. Mi madre había sido enfermera de urgencias y asistente de un médico durante 35 años. Sin embargo, en las 700 misiones en las que ella y mi padre habían participado como voluntarios para el grupo de búsqueda y rescate Bend, de Oregon, jamás se habían enfrentado a la mordedura de una cascabel.

Acostado en el pasto, pensé que quizá eso era todo lo que me haría el veneno: marearme. No lo sabía entonces, pero, en estos incidentes, el tiempo es oro. Los minutos u horas que pasan antes de recibir el antídoto determinan el resultado: una tarde en urgencias, una amputación o la muerte.

Vomitaba cada pocos minutos, con mayor intensidad cada vez. Garrett ya regresaba corriendo a El Portal a fin de obtener señal telefónica y solicitar auxilio. Según el mapa, se podía llegar por carretera a Crane Creek Road, donde me mordió el reptil. Falso. Dos incendios forestales habían quemado la zona recientemente y sería muy generoso decir que dos carriles habían sobrevivido. La operadora no estaba al tanto de la situación. Despachó a un helicóptero y a una ambulancia que suele estar estacionada en el valle de Yosemite. Pidió a Garrett que corriera a Foresta con el propósito de guiar a los rescatistas.

Para entonces, chisguetes de sangre, diluidos por el veneno, manaban de la herida. Me ardía la pierna a causa de las proteínas que habían evolucionado, causando dolor. Yo estaba conmocionado, tumbado junto a un gran charco de vómito producto de las toxinas. Turin me frotaba la espalda entre cada episodio.

“Llévate a Bridger de aquí”, le rogué. No podría soportar que me viera morir. Ella se lo llevó y caminó por la carretera, mirando a lo lejos cómo me aferraba a las manos de mis padres.

Garrett regresó corriendo a Foresta, hasta un puente sobre el arroyo Crane Creek. El cauce llevaba corriente y lo único que sobrevivió de la estructura tras el incendio del año anterior eran cuatro vigas de acero humedecidas por la niebla y el agua que salpicaba. Corriente abajo, el caudal sufría una caída de 45 metros. Garrett se detuvo. Al otro lado del valle, lo único que podía vislumbrar era a mis padres encaramados sobre mí. Se agarró a la barandilla con ambas manos y cruzó apoyándose en una de las vigas.

Los camilleros me llevaron al punto de extracción. Entonces las cosas empezaron a complicarse. Montoya descubrió que el radio no tenía señal en el cañón.

Según el registro de los servicios de emergencias, mi hermano corrió más de 3 kilómetros y ascendió 244 metros en 19 minutos. En ese momento, Jason Montoya, guardabosques de Yosemite y especialista en rescates técnicos del equipo de élite Yosemite Search and Rescue, conducía a toda velocidad desde el valle hasta mi ubicación con las luces y la sirena de la ambulancia encendidas. Pidió un segundo helicóptero y un equipo de camilleros con seis voluntarios para evacuarme en caso de que el rescate aéreo fracasara. Montoya asumió que tendría que sacarme del cañón en un helicóptero equipado con elevador y luego trasladarme a otro de transporte.

En las épocas más concurridas del año, Yosemite tiene una de estas aeronaves apostadas. Sin embargo, en ese momento no estaba ahí; llegaría hasta la próxima semana. El vehículo de reserva atendía otra emergencia y un segundo repuesto tenía una fuga de aceite. Por fin, a las 13:11, despegó un helicóptero de Paso Robles, a 1 hora y 45 minutos de distancia.

Un poco antes de Foresta, Garrett se encontró con la ambulancia

Un árbol caído bloqueaba el paso y un neumático se había atascado en el arcén. Tres paramédicos estaban sacando el material del automóvil: sondas intravenosas, una camilla inflable, fármacos y otros suministros médicos. Garrett reconoció a uno de los miembros del personal de inmediato. El año anterior había conocido a Levi Yardley, de 34 años, durante una escalada no muy lejos de ahí.

Yardley le lanzó una maleta con equipo médico a Garrett, y junto con Montoya y otro miembro de la cuadrilla se pusieron en marcha. Al llegar al puente quemado, los médicos dieron la vuelta. Si alguien se resbala, morirá, pensó Montoya. No podían arriesgarse. Así que corrieron más de 1.5 kilómetros cuesta arriba y cruzaron el Crane Creek por otra plataforma. Después, se abrieron camino entre la maleza de las paredes del acantilado y robles venenosos que les llegaban a la cintura.

Llegaron a las 12:51 y la escena tomó a Yardley por sorpresa. Yo tenía los calzoncillos abajo. La diarrea sobrevino a los 20 minutos de la tarascada y mis padres me ponían de lado cuando vomitaba o defecaba. Estaba pálido y sudando, gimiendo de dolor. La sangre brotaba de la herida y me habían salido cardenales arriba de la rodilla, señal de hemorragia interna. Mi madre también notó la presencia hemática en la bilis.

Yosemite suele tener algunas dosis de antídoto a mano, pero las habían usado el año anterior y no las habían repuesto. No obstante, Yardley le lanzó a mi madre un tensiómetro y tomó 1,500 mililitros de solución salina, una pastilla para detener el vómito y fenatilo, un potente analgésico.

Me insertó una aguja en cada brazo. Los fármacos funcionaron. El dolor cedió, dejé de vomitar y se detuvo la diarrea; el suero intravenoso me rehidrató temporalmente.

Poco después, la cuadrilla de El Portal me subió a la camilla inflable. Logré sonreír cuando me pusieron gafas de sol para protegerme los ojos, anticipando que el helicóptero estaba a punto de llegar. Hasta tuvimos tiempo de tomarnos una foto familiar.

A las 14:07, los camilleros me llevaron al punto de extracción. Entonces las cosas empezaron a complicarse. Montoya descubrió que el radio no tenía señal en el cañón.

El cirujano ortopédico estaba cada vez más convencido de que había desarrollado el síndrome compartimental, que interrumpe la circulación en las extremidades; en el peor de los casos lleva a la amputación.

Un garaje en El Portal se estaba incendiando. Desde su posición, Garrett podía ver el humo negro. Entre nosotros y las llamas mediaba una pradera con hierba que tres años antes había ardido en media hora.

Si no lo sacamos de aquí ahora, vamos a tener un caso crítico en nuestras manos y no cuento con los medicamentos para tratarlo”, le dijo Yardley a Montoya. Los fármacos dejaron de hacerme efecto y los síntomas se volvieron a manifestar.

Por si fuera poco, mientras los siete integrantes del equipo de emergencias me rodeaban, una abeja me picó en el muslo. “¡Soy alérgico!”, informé.

Yardley le pidió a alguien que fuera por un autoinyector de epinefrina.

“No, por favor”, rogué. Me preocupaba que el compuesto exacerbara el efecto del veneno. Justo entonces apareció el helicóptero sobre el puente y Yardley apostó a que, si no se había manifestado hasta entonces la anafilaxia, ya no aparecería.

Eran las 16:30. Los arbustos se agitaban con el viento y consiguieron bajar un cable. Sentí cómo me elevaban desde el suelo y experimenté un profundo alivio.

Mientras el rugido de los rotores se alejaba y desaparecía, los negros presagios que Turin había estado ignorando la invadieron de golpe. Tanto ella como mis padres comenzaron a sollozar. Bridger no emitía sonido alguno. No había llorado desde que se produjo la mordedura.

Llegada al hospital

Tras aterrizar en el Doctors Medical Center de Modesto, las enfermeras me llevaron en silla de ruedas a la sala de urgencias y cortaron mis pantalones y la camiseta. Cinco horas y media después del incidente, me administraron el primer dispositivo intravenoso con el antídoto. Durante las siguientes 72 horas, recibí otros 18 viales.

De la media docena de médicos que me vieron, algunos me aseguraron que nunca habían visto una mordedura de serpiente, mientras que los demás afirmaban que esta era la peor que habían atendido. Toxicología, a quien las enfermeras consultaban cada dos horas, guiaba mi terapia.

Mi pierna se tornó negra y amarilla, y, al final, se hinchó al doble de su diámetro normal. En mi primer día internado me pusieron morfina cada dos horas; aun así, el dolor era tan intenso que me impedía dormir. Sentía una gran agonía, como si los nervios se me estuvieran reventando.

El cirujano ortopédico estaba cada vez más convencido de que había desarrollado el síndrome compartimental, que interrumpe la circulación en las extremidades; en el peor de los casos lleva a la amputación. La solución era recurrir a la cirugía de emergencia: incisiones profundas con objeto de aliviar la presión.

Mi enfermero del turno de la noche, John, veterano de la guerra de Vietnam de 71 años que había sufrido en dos ocasiones la mordedura de una cascabel, me salvó de la cirugía. En la mañana me encontró pulso en la parte superior del pie, señal de que aún tenía circulación, la suficiente como para evitar la intervención.

Tardé cuatro días en poder moverme de la cama a una silla. Dos más en ponerme de pie. Los doctores me dieron de alta ocho jornadas después.

En septiembre, Garrett y yo volvimos al puente donde todo ocurrió. Quería ponerle punto final al asunto y saber si había hecho algo mal para merecer ese castigo.

Nos acompañaron Robert Hansen, editor de la revista Herpetological Review, y Rob Grasso, ecologista de Yosemite. Los dos iban ataviados con bermudas. Garrett y yo nos enfundamos en unos pantalones protectores de kevlar, como si estuviéramos a punto de desactivar un auto bomba.

Hansen volteó a vernos. “No quieren morderte”, dijo.

Al fin llegamos al puente. “Creo que debe estar ahí”, aventuró Hansen, señalando una saliente sombría situada a unos 9 metros sobre una tira de granito, donde imaginaba que podría estar la guarida del reptil.

Me acerqué al borde, me asomé por una grieta oscura y no vi ninguna serpiente. Hansen tenía razón: las cascabel no quieren atacar a nadie. Ni siquiera quieren ser vistas. A veces todo se reduce a un poco de mala suerte. Y luego te pica una abeja.

Juan Carlos Ramirez

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