Sin temor por el futuro

Afrontar la esclerosis múltiple ha sido muy difícil, pero con ella he aprendido a definir mis prioridades y a vivir de otra manera.

1998

Empecé a darme cuenta de que me estaba ocurriendo algo muy malo porque, además de cansarme con facilidad, tenía otros síntomas: se me torcía el tobillo izquierdo de vez en cuando, y los dedos se me entumecían. Pero no fue hasta mayo cuando sentí como si algo enorme me estuviera aplastando, y me asusté muchísimo. Finalmente, decidí ir al médico, quien me envió a consultar un oftalmólogo y éste ordenó que me hicieran una resonancia magnética.

Una hora después, supe los resultados. No había ninguna duda: tenía esclerosis múltiple (EM). No recuerdo que el doctor pronunciara esas palabras exactas, pero aunque lo hubiera hecho, no me habría asustado. En ese momento, no sabía qué era la EM.

A partir de ese momento empecé a aprender sobre esta enfermedad: que lo convierte a uno en un discapacitado, le impide caminar normalmente y lo hace perder el equilibrio. De todo lo que aprendí, sin embargo, lo más aterrador es que la esclerosis múltiple es incurable.

¿Era posible que una mujer joven (tenía yo 35 años) que no le ponía mucha atención a su salud, que estaba acostumbrada al éxito y a usar tacones altos, entendiera realmente lo que le estaba pasando? ¡En absoluto!

En ese tiempo estaba yo casada, y poco después de que recibí el diagnóstico, mi esposo me dijo que se iba de casa. Al principio pensé que se había marchado por mi enfermedad, pero en realidad era un pretexto: él tenía una aventura amorosa y quería zafarse. Me quedé con el corazón destrozado. La mujer que había en mí murió. Mi marido me dejó con nuestra hija, de 10 años.

Durante seis meses me resultó casi imposible ir a trabajar, leer e incluso aceptar a la gente que tenía a mi alrededor. Huía de todo y de todos. Lo que más me importaba era fingir que nada había cambiado, que nadie se diera cuenta de lo que le estaba ocurriendo a mi cuerpo.

 

2000

Al llegar la primavera decidí que tenía que ver el Carnaval de Venecia al menos una vez en la vida, así que fui allí con mi hija. Fue un grave error haber elegido una ciudad donde la única forma de desplazarse es a pie; me arrastraba de cafetería en cafetería y de iglesia en iglesia, y luego me sentaba un rato a descansar. Bailar en la Plaza de San Marcos entre una muchedumbre ataviada con disfraces y máscaras me parecía un sueño imposible. Como resultado de esta escapada, mis síntomas empeoraron y terminé en un hospital.

La EM es una enfermedad terrible. El sistema inmunitario de quienes la padecen no ataca los virus ni otros agentes externos, sino la mielina de su organismo, la sustancia que recubre las fibras nerviosas. Privadas de protección, estas fibras no pueden transmitir señales, y los músculos se van debilitando poco a poco. Como si se tratara de una reacción nuclear, una vez que empieza, no se detiene. Cada recaída significa la pérdida de alguna función. Si uno siente los dedos entumecidos, así se quedan; si no puede mover una pierna, se vuelve irremediable. Todo sucede de repente, y uno nunca sabe lo que vendrá después.

El médico me recetó unas inyecciones, y me advirtió que podrían causarme fiebre. A las tres horas de haberme inyectado, me dolían todos los huesos y ardía en calentura.

Estuve con fiebre unos dos meses, a lo largo del verano. Sentía una necesidad desesperada de hacer algo. Mi naturaleza activa me decía que no me quedara cruzada de brazos. Fue entonces cuando Leonid Nevzlin rea-pareció en mi vida.

Conocí a Nevzlin antes de padecer EM, en los años 90, cuando me dedicaba a escribir sobre banca y finanzas. Sigo sin saber cómo ocurrió, pero lo cierto es que le conté a Leonid lo que me había pasado con mi enfermedad y con mi esposo. Inesperadamente, este hombre poderoso e influyente se propuso ayudarme.

Me llevó a consultar otro médico, el cual me dijo que suspendiera el tratamiento. Pero lo más importante que Nevzlin hizo fue presentarme a Mijaíl Jodorkovski, fundador y presidente de Yukos, una gran empresa petrolera rusa. Jodorkovski estaba poniendo en marcha una fundación benéfica llamada Open Rusia, que iba a proporcionar programas educativos y de desarrollo a los jóvenes rusos. Me ofreció un trabajo interesante y bien remunerado como directora de programas. Fue una enorme inyección de confianza para mí.

En la primavera empecé a aprender a afrontar el pánico que me producía pensar en el futuro, y me mantuve ocupada. Me vino muy bien tener un empleo al cual debía acudir todos los días, y por el cual tenía que vestirme y maquillarme con esmero.

 

2002

Habían transcurrido más de dos años desde que me diagnosticaron EM. No podía caminar más de 100 metros sin que tuviera que detenerme para descansar. No podía bajar ni subir escaleras. Ante los demás, lo atribuía a una jaqueca o a un tobillo torcido. Seguía ocultándoles mi enfermedad, e intentaba ocultármela a mí misma.

 

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