Sinceridad total
Una noche, tras haber salido a festejar con mis amigas, para no conducir sola en la madrugada decidí quedarme a dormir en casa de unos tíos míos que tienen dos hijas, Samantha, de 10 años, y Sofía, de cuatro. Al día siguiente, cuando desperté, lo primero que vi fue a las niñas esperando a que abriera los ojos para pedirme que jugara con ellas. A pesar del desvelo de la noche anterior, resignada me incorporé en la cama. Entonces vi que Samantha observaba mi rostro —sin duda demacrado y con el maquillaje corrido— con una expresión de extrañeza. Cuando iba a preguntarle qué ocurría, ella se apresuró a hacer un comentario:
—No es por ofender, Eva, pero te pareces a mi mamá cuando ya se va a dormir.
Desde la habitación contigua se oyó una queja de mi tía, seguida por una sonora carcajada de su marido.
Eva Altamirano, México
Cierta vez, mientras estaba de visita en casa de mi hija y su familia, John, mi nieto de 14 años, bajó las escaleras listo para ir a la escuela, y anunció que pronto iba a necesitar pantalones nuevos.
—¿Por qué? —repuso su mamá—. Los que tienes están perfectos.
—Pero no podré usarlos por mucho tiempo más —replicó John con impaciencia—. ¡Ya comienzan a ajustarme bien!
Wilfred Howse, Canadá
Una mañana, mientras me arreglaba para salir, mi hija Isla, de dos años, empezó a oler los perfumes que tengo en el tocador. Tras pedirle varias veces que pusiera en su lugar los frascos, la pequeña dijo:
—Pero mami, ¡mi nariz tiene sed!
Laura Zandberg, Canadá
En la escuela de mi hija Aeril, de seis años, organizaron una visita al monumento dedicado al activista canadiense Terry Fox. Cuando la niña regresó a casa, me dijo:
—Mamá, ¿sabías que Terry Fox corrió por todo Canadá para ayudar a los enfermos de cáncer, y que sólo tenía una pierna de verdad?
—Sí, lo sé —respondí.
—Terry caminaba con una pierna y daba saltos con la otra.
—Era un hombre increíble, ¿no te parece? —señalé.
—Sí —contestó la niña con un gesto triste—, pero luego se convirtió en piedra.
Erlin Ombrog, Canadá
Cuando mi sobrino tenía dos años y medio le regalé un reloj de juguete para que aprendiera a leer las horas. Un día que fui de visita a su casa, lo vi jugando con él y le pregunté:
—¿Qué hora marca tu reloj?
Emocionado, el niño respondió:
—¡La hora de jugar!
Melly Bastidas, Ecuador
Iba conduciendo al pueblo vecino acompañada por mis hijos, Lucas, de 10 años, y Darius, de ocho, cuando de pronto pasamos frente a una iglesia.
—¡Miren, una iglesia de Santiago Apóstol! —dijo Darius—. En nuestro pueblo también hay una.
Entonces Lucas, quien es un poco más mundano, respondió:
—Debe de ser una cadena.
Paula Zentner, Canadá
Descubre por qué no debes quedarte sentado más de lo necesario.
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