Tenía dolor de cabeza intenso y náuseas, no pensé que fuera peligroso
A la 1 a. m. de un sábado, Marjorie despertó con fuertes náuseas y un profundo malestar. Pensó que era por las ostras que había cenado la noche anterior...
A eso de la 1 a. m. de un sábado de febrero de 2015, Marjorie despertó con fuertes náuseas y un profundo malestar. Pensó que era por las ostras que había cenado la noche anterior y volvió a dormir. Dos horas después, la asedió un dolor de cabeza que la mantuvo despierta hasta el amanecer. A los tres días, la jaqueca no había cedido. Llamó al médico.
Este tipo de cefalea, según Nicholas Pimlott, médico de Marjorie desde hace muchos años, “puede ser un mal augurio; la primera preocupación es que podría tratarse de una hemorragia intracraneal o un accidente cerebrovascular”.
Cuando Marjorie llegó al Women’s College Hospital, la atendió un residente que le aplicó un examen neurológico. El habla y el andar de la paciente eran normales y no mostraba ningún síntoma de ictus, como la parálisis facial.
Sin embargo, no podía tocar la punta de su nariz ni el dedo índice del médico.
El dolor de cabeza desapareció solo; no obstante, una resonancia magnética reveló una hemorragia en el lado derecho de su cerebro. Marjorie fue trasladada al Toronto Western Hospital, a la unidad de neurocirugía, donde le diagnosticaron la enfermedad de moyamoya, una afección rara, crónica y progresiva en la que los vasos sanguíneos situados en la base del cerebro se estrechan, lo cual reduce el flujo sanguíneo y provoca accidentes cardiovasculares.
(La maraña de vasos en la base del cráneo tiene forma de una bocanada de humo, que es precisamente lo que significa moyamoya en japonés.) Es más habitual en niños, y existe cierta evidencia de que podría ser un padecimiento hereditario.
Ningún medicamento frena el avance del moyamoya; el tratamiento busca reducir el riesgo de sufrir un accidente cardiovascular, cuyas probabilidades aumentan al disminuir el flujo sanguíneo.
Tras unos días en el hospital, Marjorie regresó a casa. El neurólogo le dijo que ya no había nada más que pudieran hacer. Ella consultó a Pimlott, quien comenzó a documentarse sobre la enfermedad.
Marjorie investigó en Internet y descubrió que el único tratamiento era un bypass quirúrgico: se conecta un vaso sanguíneo externo al cerebro con uno interno para redirigir la irrigación sanguínea a las arterias afectadas. Contactó a un neurocirujano de California, pionero en el procedimiento, y a otro en Toronto, que había sido su alumno. Ambos diferían.
El primero opinaba que el cuadro de Marjorie se podía deber a una lesión previa que la predisponía a sufrir una hemorragia, y que el riesgo de padecer otro accidente cerebrovascular no era tan elevado como para recomendar la cirugía; el segundo creía que la intervención le ayudaría.
“Fue difícil para ella”, dice Pimlott. “¿Con qué opinión debía quedarse?”. Él le recomendó leer Ser mortal, de Atul Gawande, que explora cómo navegar entre el envejecimiento y la muerte. Marjorie se identificó con la parte del libro que aborda la relación médico-paciente y la toma de decisiones conjunta. “Queremos información y control, pero también guía”, escribió Gawande.
Pimlott asesoró a su paciente para que hiciera preguntas a los médicos; por ejemplo, si no optaba por la cirugía, ¿qué tanto riesgo corría de sufrir otro ictus en relación a las secuelas de la operación? Al final, Marjorie pensó que había más desventajas que beneficios y decidió descartarla.
“Fue una lección para mí sobre la dedicación al paciente y apoyar a alguien que busca respuestas”, comenta Pimlott. “Mi trabajo era hacer que ella hablara con los especialistas para tomar la mejor decisión”.
Marjorie se encuentra bien. Aunque vigila a menudo su presión arterial y niveles de colesterol, está activa, sana y segura de haber elegido la mejor opción para ella.