En febrero pasado, el paciente estuvo batallando tres semanas para recuperarse de lo que pensaba era una fuerte gripe. Tenía tos seca, fiebre de 38 grados y una sensación de cansancio que ocho horas de sueño y medicamentos de venta libre no aliviaron.
Harto de sentirse tan mal, Ted acudió al médico; este detectó unas curiosas llagas del tamaño de pequeñas verrugas en el interior de su boca y nariz. Lo remitió a la clínica de medicina interna del hospital Sunnybrook. Quien lo atendió sospechó de una vasculitis, inflamación en las venas y arterias que suele acompañarse de cansancio, tos y llagas.
Ya era abril, tres meses después de que Ted comenzara a sentirse mal, y su salud se deterioraba con rapidez: la tos empeoraba y estaba tan cansado que apenas podía terminar la jornada laboral. También perdió el apetito y bajó de peso. Peor aún: las heridas crecieron y llegaron a la garganta.
Lo remitieron a un cirujano oral, quien hizo una biopsia de las laceraciones. Los resultados apuntaban a una vasculitis granulomatosa, coincidiendo con las sospechas iniciales. Esta variante suele afectar al tracto respiratorio superior: una radiografía reveló una mancha difusa en los pulmones de Ted.
La enfermedad se presenta en una de cada 25,000 personas, normalmente entre los 40 y 50 años, y puede conducir a cardiopatías y daños renales. Aunque puede ser grave, si se diagnostica y se trata a tiempo, el índice de supervivencia actual es del 90 por ciento.
Para desgracia de Ted, dos semanas de tomar corticoides para controlar la inflamación y reprimir el sistema inmunitario no aliviaron los síntomas. Las heridas se habían extendido a la piel de los brazos, piernas y torso, y los abscesos en la boca y garganta le dificultaban comer y hablar.
Habían pasado casi seis meses desde que el padecimiento se manifestara, y Ted había perdido toda esperanza de recuperarse. Las llagas causaban tal deformación en su cuerpo que fue remitido al dermatólogo Neil Shear.
Un vistazo bastó para que Shear supiera que no se trataba de vasculitis. “Una vez que has visto una enfermedad como esta, no la olvidas”, asegura. Era blastomicosis, una infección fúngica de transmisión aérea originada en el moho que crece en suelos húmedos y hojas en descomposición.
Se puede encontrar en Estados Unidos, Canadá y ciertas partes de la India y África. Afecta a las personas (y animales) que inhalan las esporas, aunque no siempre desarrollan esta infección.
En los primeros tres meses después de inhalar el hongo, se presentan síntomas parecidos a los de la gripe.
Cuando los microorganismos penetran en los pulmones se transforman en levaduras que se propagan a través del torrente sanguíneo. “Luego el paciente necesita un respirador artificial, y aun así podría morir”, explica Shear.
La blastomicosis es poco común; Ted aún no sabe dónde la contrajo. Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, en Estados Unidos se registran 1 o 2 casos por cada 100,000 personas. Shear señala que la infección suele confundirse porque es similar a la gripe. Al analizar los resultados de una biopsia, dice, hay que saber qué buscar.
En este caso detectaron los hongos, pero no les dieron importancia. “A veces hay que indagar más”, afirma.
Por suerte, la enfermedad es tratable. Aunque Shear hizo una segunda biopsia y un cultivo de hongos, no esperó los resultados para iniciar el tratamiento: le prescribió a Ted una elevada dosis de antimicóticos, dos veces al día durante un mes. “Tras una semana, el paciente empezó a mejorar”, comenta Shear. Hoy está totalmente recuperado.
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