Síntomas: Retraso en las capacidades motrices y del habla

Katie nació en 1988 sin mayor complicación. Su madre, Laura, estaba preocupada: sus habilidades motrices y balbuceo no se mostraban tan desarrollados como en los hijos de sus amigos. No obstante, su pediatra la tranquilizó. Hasta que Laura se embarazó de su segunda hija, Ella, fue evidente que algo no andaba bien.

Aunque era una niña feliz y alegre, al año y medio Katie aún no había dado sus primeros pasos y decía pocas palabras: “Mamá”, “papá”, “muñeca”, “burbujas”. La vida de la familia se convirtió en una peregrinación a distintos terapeutas. Laura se practicó una amniocentesis durante su primer embarazo, pero no había surgido nada inusual. Ella fue sometida a distintos exámenes intrauterinos específicos en busca de anormalidades a nivel cromosómico. Los resultados fueron normales.

El primer año de Ella transcurrió sin novedad; sin embargo, también surgieron signos de retraso en su desarrollo. Con el tiempo, la brecha entre las edades de las niñas y sus capacidades creció. Las refirieron a un especialista en autismo, quien les diagnosticó una variante atípica de esta condición; sus capacidades de interacción social y el contacto visual sostenido que ambas mantenían no encajaban en el cuadro habitual de este trastorno.

Laura dejó su trabajo para dedicarse de lleno al cuidado de sus hijas y obtener un diagnóstico definitivo.

A los seis años, el habla de Katie comenzó a deteriorarse. Perdió el interés por jugar y dejó de hacerlo. Laura estaba aterrada.

Para su alivio, la situación de Katie se estabilizó al año. Pero durante la siguiente década consultó a varios pediatras expertos en desarrollo y a seis genetistas. Las niñas se sometían a distintos estudios con frecuencia: análisis de sangre y orina, biopsias de músculos y piel, y se les evaluaba para detectar una amplia variedad de afecciones.

Los resultados eran negativos. Las niñas padecían estreñimiento, infecciones de las vías urinarias e insomnio. Katie solía hiperventilar y Ella empezó a sufrir convulsiones a los 13 años; fuera de eso, sus síntomas eran casi idénticos.

En abril de 2011, cuando las hermanas entraron a su segunda década de vida, la familia conoció a David Sweetser, jefe de medicina genética del MGH, donde las atendían. “Era abrumador revisar sus historiales clínicos”, afirma Sweetser. “Una odisea diagnóstica de años”.

Sweetser pidió un estudio secuencial que evalúa los 23,000 genes y detectó una mutación en uno: el TCF4, que tiene un papel determinante en el desarrollo del cerebro y del sistema nervioso. La anomalía causa el síndrome de Pitt-Hopkins, descubierto en 2007 y del que solo se han registrado 350 casos en todo el mundo.

La larga búsqueda de una respuesta de la familia había llegado a su fin. El diagnóstico del síndrome de Pitt-Hopkins generalmente trae una sensación de alivio, según Sweetser, porque se trata, típicamente, de una mutación genética aleatoria que es exclusiva del niño y no se detecta en los padres. (Ya que las hermanas comparten la mutación, uno de los padres llevaba el gen en un pequeño subgrupo de las células que componen los óvulos o los espermatozoides.)

¿La buena noticia? El Pitt-Hopkins no es un síndrome progresivo. Katie y Ella, de unos 25 años hoy en día, están bien. Su edad cognitiva está entre los dos y cinco años, según el área de habilidades en cuestión. Les encanta la música y jugar en la playa. “Son jóvenes felices y amigables”, dice Sweetser.

Tras el diagnóstico, el MGH inauguró la primera clínica en el mundo de Pitt-Hopkins destinada a mejorar la calidad de vida de los pacientes y encabezar la investigación que podría devenir en terapias específicas. La clínica ha creado una comunidad para familias que han pasado años buscando respuestas. “Basta comprender de qué se trata este problema para lograr un mejor tratamiento y vislumbrar más esperanza en el futuro”, afirma Sweetser.

Juan Carlos Ramirez

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