Empezó a Nevar antes de lo que esperaban, pero eso no le preocupaba a Jeremy Osheim. Había recorrido esa ruta miles de veces y sabía exactamente lo que debía hacer: tomarlo con calma, no quitar los ojos de la autopista. Llegaría cuando tuviera que llegar y el destino sería maravilloso.
Era enero de 2016. Jeremy y Molei Wright, su novia, estaban saliendo de Denver; pasarían un divertido fin de semana con sus amigos en las laderas de Breckenridge, Colorado. Los oriundos de Colorado tenían mentalidades similares: ambiciosos, gregarios y reflexivos; adoraban los libros, el teatro, la música y estar al aire libre. Jeremy, entonces de 29 años, era especialista en relaciones públicas en el día y luchador de artes marciales mixtas por las noches.
Molei, de 28 a la sazón, era la primera de su familia en haberse graduado de la universidad y vendía fondos de inversión a asesores financieros. Si bien llevaban menos de un año juntos, habían bastado unas cuantas citas para darse cuenta de que eran el uno para el otro. No se habían profesado su amor formalmente, pero Jeremy estaba seguro de que la mujer era su media naranja. Mientras el vehículo se enfilaba al pueblo turístico, Jeremy se sintió agradecido.
“Todo me parecía maravilloso”, comenta. “Quizá era la mejor etapa de mi vida, me sentía muy bien tan solo de pensar en lo que nos esperaba. Después, en un abrir y cerrar de ojos, todo se pulverizó”.
El camión que los golpeó salió de la nada. En un instante, Jeremy rodaba suavemente, a bordo de la Mitsubishi Montero, entre la nieve que caía; al siguiente, el volante lo aprisionó en el auto destrozado al lado de la carretera; todo era agonía. Vio a Molei a su derecha: si bien sus ojos estaban abiertos, Jeremy notó la mirada perdida. Solo se le ocurrió decir algo: “No te mueras. Te amo. No te mueras”.
Según las estadísticas, ella debió haber muerto. Sus vértebras cervicales eran añicos. Lo único que sujetaba su cabeza era el músculo y la piel. Los médicos lo llaman luxación occipitocervical; la denominación coloquial es decapitación interna. Probabilidades de sobrevivir: 1 de 100.
Henry Rodríguez, teniente del Ejército entrenado en medicina de emergencia que estaba de vacaciones, conducía en la misma autopista no muy atrás de la Mitsubishi, así que se detuvo apenas vio el accidente.
Mientras su esposa tranquilizaba a Jeremy, que estaba atrapado y aterrorizado, Rodríguez actuaba con rapidez. Un movimiento en falso pudo haber dejado a Molei muerta o paralítica. Con mucho cuidado, la sacó de entre los restos —“de la chatarra”, dijo en ese instante—, protegiendo su cabeza y cuello; la colocó en el piso cerca del carro y la cubrió con abrigos buscando conservar su calor corporal.
Durante 45 minutos de angustia, a la par que la nieve se arremolinaba al descender del cielo oscuro, Rodríguez le comprimía el pecho para reanimar su corazón. Cuando llegaron los paramédicos, ella mostró destellos de conciencia y movimiento. Estos signos desaparecerían muy pronto. El hecho de que llegara viva al Lakewood’s St. Anthony Hospital fue un milagro.
Para cuando Mo Wright, su mamá, finalmente la vio, Molei se encontraba en coma y estaba conectada a media docena de tubos y aparatos. Los médicos no podían informarle nada más allá de lo obvio: se encontraba sumamente grave. En cualquier momento, lo que fuera —una fiebre, una infección— podría resultar letal. Además, aunque su cuerpo se estabilizara, su cerebro podría no reponerse.
“Un médico me llamó y me dijo: ‘Tengo que ser honesto. Tal vez no sobreviva’”, cuenta Mo. “Recuerdo que yo le contesté: ‘Mi hija es una luchadora. Es competitiva. No se quedará cruzada de brazos, no se resignará’”.
Pero los facultativos sabían que la situación no dependía de Molei. Además de su cuello destrozado, tenía fracturas en las costillas y la columna vertebral, contusiones en los pulmones y daño en las principales arterias que irrigan el cerebro. La imagenología mostró lo que Phillip Yarnell, neurotraumatólogo que ejerce desde 1967, llamó lesión multifocal por cizallamiento craneal: hemorragias a lo largo del cráneo, en los vasos sanguíneos cerebrales y el tronco encefálico.
Como toda víctima de traumatismo intracraneal, su futuro era incierto. La recuperación de cada paciente es impredecible. Es más, los médicos tienen un dicho que lo resume todo: cada lesión cerebral es única e irrepetible. Algunas veces los aquejados salen airosos y sin secuelas; otras, permanecen en la penumbra de la consciencia por siempre.
En ocasiones, sus cerebros sobreviven, no así sus personalidades. “Se enojan y tienen dificultades para controlar su temperamento; sus familiares temen estar con ellos”, comenta Yarnell. Estos casos pueden ser devastadores: destruyen relaciones y matrimonios. “Un momento estás con una persona; al siguiente, con otra, aunque ya no es la misma con la que te encontrabas al principio”.
Yarnell sabía que los Wright querrían respuestas, pero esta era una cuestión de tiempo.
“No es recomendable hacer pronósticos”, comenta. “Puedes errar”.
Mientras Molei estuviera en cama, quieta y en silencio, lo más que podían hacer los médicos para salvar su cerebro era salvaguardar su organismo: evitar fiebres e infecciones con fármacos; alimentarlo y oxigenarlo con aparatos; practicar cirugías para sanar las lesiones, y monitorearlo a fin de notar los signos de consciencia. Sobre todo, requerirían paciencia.
“No hay un fármaco que cure el cerebro”, lamenta Yarnell. “Intentamos dejar que se cure solo”.
Durante las semanas posteriores, se estableció una rutina. Molei estaba en reposo, la alimentaban mediante una sonda y estaba conectada a un respirador. Yarnell y su equipo la iban a ver a diario; examinaban sus reacciones con el propósito de saber si su cerebro estaba respondiendo. Le pellizcaban los brazos y pies, le pinchaban los hombros, movían objetos frente a su cara para verificar si sus ojos los seguían.
Pero, como consta en el registro médico, ella no reaccionaba:
6 de febrero: No sigue instrucciones.
11 de febrero: No sigue instrucciones.
15 de febrero: No sigue instrucciones.
“Fue terrible”, admite Mo. “Cada mañana que yo subía al auto y conducía al hospital era la peor parte del día… ¿Qué noticias tendrán?”.
Jeremy, quien ya se había recuperado de sus lesiones —cadera y omóplato fracturados, contusiones en el corazón y los pulmones—, seguía los consejos de las enfermeras y hablaba con su novia como si ella lo pudiera escuchar, aferrándose a la ligera esperanza que les había dado Yarnell: podría recuperarse.
“Yo estaba seguro de que iba a regresar. Lo sabía, lo sabía”, comenta.
Aunque Jeremy también sabía que las posibilidades de que Molei se repusiera disminuían cada día que pasaba. En un punto, sus muñecas y manos empezaron a enroscarse hacia dentro, fenómeno conocido como rigidez de decorticación, que puede indicar un retroceso grave e irreversible.
“Estaba devastado”, admite Jeremy.
Una semana después del percance, ella comenzó a dar señales de vida:
25 de febrero: Muestra movimiento en la pierna derecha de manera espontánea.
29 de febrero: Mirada enfocada.
1 de marzo: Desconectada del respirador todo el día. Voltea hacia ambos lados.
Los indicios eran mínimos; a veces tan pequeños que solo Yarnell podía notarlos, pero bastaban. Alguien estaba ahí dentro, ¿se trataba de Molei?
Molei aún recuerda que vio la fecha escrita en el pizarrón al pie de su cama y se percató de que tres meses de su vida se habían esfumado.
“Decía: ‘¡Hola, Molei! Hoy es miércoles 18 de mayo’”, asevera. “Fue confuso. ¡Esperen! ¿Qué pasó con febrero, marzo y abril?”.
Ella ignoraba que ahora se encontraba en el Craig Hospital en Englewood, uno de los mejores centros de rehabilitación de lesiones cerebrales y de médula espinal de Estados Unidos. A tres meses del accidente vial, Yarnell había visto respuestas con la consistencia suficiente como para que admitieran a la paciente en la institución. Ahí, los terapeutas se esforzaron por revivirla administrándole fármacos que la sacaran del coma y brindándole terapia física.
Durante las primeras semanas, Molei estaba desconcertada antes de regresar en sí. Si bien sabía quién era, no podía comunicarse con el personal ni con sus seres queridos; se preguntaba si algún día sería capaz de hacerlo.
Entonces, un día Jeremy la hizo reír. Sucedió en la sala de rehabilitación física del Craig Hospital, a donde él la había transportado.
Molei estaba en una especie de limbo medio consciente. No podía controlar sus movimientos ni hablar. Pero si Jeremy o los terapeutas le movían las extremidades, se podía sentar y hasta ponerse en pie. Ese día, Jeremy estaba haciendo lo que había hecho durante semanas: ayudar y esperar.
Primero la alzaba de la cama y la ponía en una especie de asiento colgante que se movía sobre rieles que, a su vez, la llevaba a una silla de ruedas. De ahí, se iban a un cuarto lleno de plataformas acolchonadas diseñadas para dar masajes y terapia. Su plan era estirarle un poco los miembros inferiores y superiores mientras charlaba con ella.
Así que la recostó en una de las superficies, se sentó a sus pies y empezó a flexionarle las piernas mientras parloteaba tonterías (así lo describe Jeremy), tal como lo había estado haciendo durante meses.
No se inmutó cuando, de pronto, Molei tuvo un espasmo y se sentó. Sin pensarlo, él le dijo: “Oye, no estamos haciendo abdominales, ¿qué haces?”.
Y ella se rio.
Los ojos de Jeremy se encendieron. “¡Dios mío!”, gritó entusiasmado. “¡Me escuchas! ¡Sigues ahí!”.
Ese fue un momento decisivo. “No sé si alguna vez me había reído tanto o sonreído con tantas ganas”, asegura. “Entonces supe que ella sabía quién le hablaba. Todavía encontraba graciosos mis chistes tontos. Mi novia me logró reconocer”.
También significaba un progreso para ella. “Su carcajada me lo reveló”, afirma Molei. “Parecía querer decir: ‘Oigan, ¡ella sigue ahí!’. Ya no era solo una paciente en estado de coma”.
Durante las siguientes semanas Molei mejoró de manera dramática. Muy pronto estaba viendo, escuchando, concentrándose y contestando. Si bien todavía no podía hablar, intentaba comunicarse mediante la lengua de señas, que aprendió en la universidad. Jeremy también entendía este código un poco, así que comprendió lo que le dijo.
“Dije: ‘Te amo’”, recuerda Molei. “Fue lo primero que expresé”.
Molei había pasado seis meses en hospitales tras el siniestro, incluyendo un par en Craig, en donde aprendió a comer (con cuidado), a hablar (lentamente) y a caminar pequeñas distancias con una andadera. La rehabilitación cognitiva (armar rompecabezas, resolver pruebas y tomar medicamentos para concentrarse y prestar atención) le había ayudado a revivir su mente.
Yarnell no se cansa de afirmar que el cerebro es algo digno de admirar. Si continúas ejercitándolo, puede hallar infinidad de soluciones a sus problemas.
Así que cuando los médicos aseguraron que estaba lista, regresó a casa de su familia. Hubo reveses y frustraciones; hasta la decisión más sencilla, como si usar la andadera o la silla de ruedas para llegar a la sala era lo idóneo, podía estar cargada de estrés o peligro. Sin embargo, Molei progresaba cada mes. Así que poco a poco recobró su vida cotidiana: usar el baño, doblar la ropa, pedalear en la bicicleta fija.
A medida que su cuerpo resurgía, su mente se agudizaba, tal como Yarnell lo había predicho.
Molei se fue a vivir con Jeremy 18 meses después del accidente. Esta decisión bien pudo haber sido la más importante de todas. La vida que alguna vez se habían imaginado compartir empezó a tomar forma. Jeremy comenta que a pesar de que no es exactamente la que esperaban, el amor que comparten es igual de profundo. O tal vez aún más profundo.
“Lo comparo a ir a la guerra con alguien”, dice él. “Pasamos por algo que escapa a la imaginación de otras personas. Hemos compartido cosas que no puedo explicar del todo”.
En la actualidad, Molei aún enfrenta una buena cantidad de retos. Su lado izquierdo sigue débil, su control es deficiente; su columna con artrodesis no le permite girar el cuello.
Yarnell dice que es probable que siempre sufra déficits cognitivos. Hacer varias cosas a la vez la agotará. Desempeñar un empleo estresante le será imposible.
No obstante, ella se hace cargo de las labores del hogar al mismo tiempo que se ocupa de su recuperación. Sale con sus amigos, comparte libros con Jeremy y visita salones de clase a fin de platicar con alumnos como voluntaria. Está entrenando para participar en una carrera de bicicletas. Considera emprender otra profesión, la de terapeuta ocupacional.
Ella es la Molei de la que Jeremy se enamoró, la que nunca se conforma con nada que no sea lo mejor. “Es imposible borrar esta impetuosa ambición”, asegura él. “No puedes salir vivo de algo como esto y volver a ser la misma persona de antes; sin embargo, en esencia, ella sigue siendo la misma de siempre”.
En febrero pasado, dos años más tarde de que ella y Jeremy estuvieran al borde de la muerte en la nieve, cuando conducían a Breckenridge, Molei por fin llegó al pueblo turístico. Con el uso de unos puntales (postes con esquís), esquió montaña abajo, surcando por la nieve mientras dejaba atrás los árboles y sus mejillas se estremecían con el delicioso aire fresco.
Ya no era la víctima de una colisión. Era Molei Wright conquistando, bajo los rayos solares y con el hombre que amaba, la montaña que se había fijado como meta aquel funesto día.
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