Solo y perdido en los Alpes, el joven esquiador iba a pasar tres días luchando por salir de allí…
Primero fue el viento. Golpeó con fuerza a Mark Doose cuando se disponía a descender por una pista en Isenau, una de las tres zonas de esquí de montaña de Les Diablerets, una estación suiza ubicada cerca de Lausana. Había sido una espléndida mañana de domingo de mitad del invierno, pero luego empezó a caer una fuerte nevada. Al mediodía Mark, estudiante en intercambio académico, de Hindsdale, Illinois, quien tenía 19 años, no distinguía nada a más de tres metros de distancia.
Sólo tres esquiadores más estaban en las pistas ese día, primero de febrero de 2015, pero Mark no los conocía y no quería pedirles ayuda. Como tenía 15 años de experiencia en las laderas, pensó que lo único que debía hacer era descender hasta la falda, como lo había hecho ya una vez esa mañana. Tanto su teléfono celular de Estados Unidos como el de Suiza aún tenían pila, y en la mochila llevaba un botella de agua de un litro y una mandarina. Además, como se había criado en la periferia de Chicago, estaba acostumbrado a las tormentas de nieve y las ráfagas de viento.
Sigue las torres del telesilla, se dijo, mirando la silueta apenas visible de los pilares entre los copos de nieve. Supuso que la hilera de torres terminaría cerca del pueblo, ya que esa estructura servía para subir y bajar de las montañas a esquiadores y visitantes. Mark ajustó las correas de su mochila, clavó los bastones en la nieve y comenzó a bajar. Me llevará una media hora, cuando mucho, pensó.
La noche anterior Mark, que apenas llevaba una semana en Suiza, se sentía tan emocionado por esquiar que no había podido dormir casi nada. Dormitó a intervalos cortos en su habitación de la Escuela Politécnica Federal de Lausana, donde iba a cursar un semestre estudiando bioingeniería. En su mochila ya tenía preparado el equipo de esquí.
Tengo que salir temprano, pensó, mientras revisaba otra vez los horarios del tren. Tardaría una hora y media en ir de la escuela al pueblo de Les Diablerets, situado en el lado norte de la principal cordillera de la zona, a poco más de un kilómetro de altitud.
Una vez en el tren, sacó su celular para llamar a su padre, Chuck. Éste les había transmitido su amor por la vida al aire libre a su hijo mayor, Mike, y a Mark, y verlos ascender en el escalafón de los Boy Scouts lo había llenado de orgullo. En esos años los muchachos habían pasado varios fines de semana en las montañas aprendiendo técnicas de supervivencia.
—¡Que te diviertas mucho! —le dijo Chuck—. Luego me cuentas.
—¡Claro! —respondió Mark.
Se acercaba el mediodía y Mark no había tenido oportunidad de volver a llamar. Apenas había tenido tiempo de contestar con un “¡Sí!” cuando su madre, Barbara, le envió un mensaje por Facebook en el que le preguntaba si estaba esquiando. Ya tendré tiempo cuando esté en el tren, pensó. Pero no había previsto la tremenda nevada. Varado en la montaña y azotado por la nieve, no sabía cuándo podría volver a hablar con sus padres.
Descendía por la ladera con mucho cuidado, mirando todo el tiempo a su alrededor para no perder de vista las torres del telesilla. La nieve se estaba acumulando rápidamente; lo golpeaba en la cara y le obstruía la visibilidad cada vez más. A cada segundo arreciaba la tormenta.
De pronto notó que las torres se habían esfumado. Creo que me equivoqué de camino, pensó. Pero no entró en pánico. Resistió el impulso de llamar al servicio de emergencias porque no quería causar molestias. Sigue bajando, se dijo. Llegar “abajo” significaba una bebida caliente, comida y el tren de vuelta a Lausana. Cuando miró atrás, lo único que vio fue un enorme manto de nieve blanca.
Ya habían pasado dos horas desde que empezó la tormenta. Mark observó el denso bosque que lo rodeaba, y concluyó que la única vía libre era una cañada que parecía ancha y poco profunda. A través de ella discurría un arroyo cubierto en algunos puntos por montones de nieve. Allí podría llenar la botella de agua.
Minutos después vio que la cañada se estrechaba, formando abruptos declives a los lados. Sigue bajando, se dijo. Supuso que el pueblo estaba cerca. Doblaría en el recodo siguiente y lo encontraría, con sus luces parpadeantes. Pero no estaba allí, ni en el recodo siguiente. De pronto se vio en una franja plana de la cañada, donde la nieve le llegaba a las rodillas. Eso ya no era esquí alpino, sino senderismo con esquíes, un reto extenuante. ¿Lograría superarlo?
Encendió su teléfono de Estados Unidos, pero no había señal. Tampoco en el de Suiza, aunque sí mostraba la hora: eran las 4 de la tarde. Habían pasado al menos 90 minutos desde que se internó en la cañada, y transcurrido cuatro horas desde el comienzo de la nevada. Aunque la tormenta había amainado, el cielo se estaba oscureciendo.
El curso del arroyo cambió de repente y le bloqueó el paso a Mark. Sabía que no tenía otra opción que cruzarlo, como fuera. Resignado, se quitó los esquíes y metió los pies. El agua le llegó a los tobillos y le mojó el pantalón. Por suerte, el arroyo no era muy hondo y el agua no le entró a las botas, que le llegaban a las espinillas. Mark se envolvió con sus propios brazos mientras el intenso frío calaba sus huesos. Qué bueno que me puse varias capas de ropa térmica, pensó.
Seguir bajando se volvió urgente. No debía dejar de moverse; de lo contrario… se negó a dejar que su mente pensara en eso.
A las 5 de la tarde el cielo se puso oscuro. Mark seguía bajando, e intentando no desanimarse. Hacia las 8 de la noche se preguntó a qué hora habría partido el último tren a Lausana. A las 9, aunque no quería admitirlo, sabía que tendría que pasar la noche en la cañada. Entonces lo invadió un pensamiento aterrador: Nadie sabe siquiera que estoy perdido.
Continuó el descenso, con las espinillas laceradas por el roce constante de las botas, hasta que el sol del día siguiente asomó entre el follaje de los abetos que cubrían la cañada. Eran cerca de las 9 de la mañana. Mark alzó la cara para sentir los rayos del sol y, tras casi 20 horas de caminar, comprendió que debía dormir para poder salvarse. Exhausto, se reclinó sobre un árbol para echar una siesta.
En Chicago, Chuck estaba preocupado. Le había enviado algunas fotos a su hijo, pero no había recibido respuesta; Mark tampoco le había telefoneado, como había prometido. Tal vez esté durmiendo, pensó. Lo intentaré de nuevo mañana.
Sin que Chuck lo supiera, su hijo se estaba despertando junto a un árbol en ese momento, con el cuerpo helado y rígido luego de un duermevela de dos horas. Desprendió el hielo adherido a sus guantes de cuero. Se sentía agradecido de que conocer algunos de los secretos de la vida al aire libre y las capas de ropa térmica que llevaba puestas lo estuvieran protegiendo del frío extremo.
Se puso la mochila, tomó los bastones y empezó a avanzar, pero en seguida se hundió hasta el pecho en un cúmulo de nieve. Si se quitaba los esquíes, se hundiría más. No hay otra opción, pensó. ¡Sigue!
En silencio repasó lo que tenía que hacer para salir del atolladero: Levanta la pierna lo más que puedas para sacar el esquí de la nieve. Mueve el pie hacia delante y baja el esquí. Si la punta se atasca, menea con fuerza el pie para zafar el esquí. Luego haz lo mismo con la otra pierna.
Mientras se liberaba, oyó un murmullo que se fue convirtiendo en estruendo conforme la nieve caía en montones de las copas de los árboles. De repente se dio cuenta de algo que lo llenó de temor: estaba caminando por una zona de aludes.
De inmediato pensó en sus padres, quienes se habían divorciado en 2009. Dio por hecho que Chuck ya estaría preocupado por él, al igual que Barbara, a la cual estaba particularmente apegado. Pensó también en su hermano, Mike. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Tienes que sobrevivir, se dijo. Sigue bajando.
Hacia el mediodía Mark examinó la zona y calculó que había avanzado sólo unos 300 metros. A su alrededor no había más que árboles, declives abruptos, nieve y el arroyo que estaba siguiendo. Luego éste volvió a cambiar de curso y a bloquearle el paso. Tenía que cruzarlo otra vez. En esa parte el agua parecía poco profunda y corría libremente sobre las rocas; luego, más abajo, perdía ímpetu y formaba una especie de charca.
Con un esquí y un bastón en cada mano, empezó a caminar con cuidado sobre las resbaladizas piedras. Cuando llegó a la charca, dio un paso vacilante en ella… y el lecho del arroyo se hundió de repente. El agua le llegaba al pecho.
—¡Ni lo pienses! —gritó, sujetando los esquíes por encima de su cabeza mientras luchaba por alcanzar la orilla opuesta—. ¡De ninguna manera voy a morir aquí!
Sus teléfonos se mojaron, y sus botas se llenaron de agua. Se quitó la chaqueta y el pantalón para tratar de exprimirlos, pero sabía que era más importante seguir moviéndose. Su ropa, hecha de una mezcla de lana y poliéster, se secaba rápidamente y aislaba su piel de la humedad.
Tras casi 24 horas de esfuerzo, sintió que los músculos le dolían cuando reanudó la marcha, esta vez llevando los esquíes sobre el hombro porque las correas estaban congeladas.
Dos horas después, al comienzo de la tarde, Mark se detuvo de golpe: el arroyo se convertía en una caída de agua de más de 15 metros de profundidad. No puedes saltar, se dijo. Da un rodeo para llegar al otro lado.
Lenta y penosamente, empezó a escalar por la ladera, sujetando un esquí y un bastón con cada mano. Con cada paso que daba, las botas se hundían en el terreno, una mezcla de nieve, tierra, musgo y piedras. Tardó dos horas en remontar la ladera, cuya cima era una especie de cresta rocosa. Para entonces, el hielo adherido a las correas de los esquíes ya se había derretido, y entonces volvió a ponérselos. Eran cerca de las 3 de la tarde. Mark se sentía bien, casi victorioso. Pensó que seguramente se toparía con el pueblo en unos minutos.
Una hora después, su avance por la orilla del arroyo fue interrumpido por otra catarata; esta vez la caída era de unos siete metros. Esquía por un lado, se dijo. Comenzó a atravesar la pendiente, descendiendo despacio pero con movimientos firmes: flexionaba las rodillas y saltaba para dirigir los esquíes en la dirección correcta.
De pronto tropezó y voló cinco metros. Aterrizó con fuerza de espaldas; su casco golpeó el hielo, y sus rodillas chocaron con su rostro. Por unos instantes se quedó quieto, temeroso de no poder moverse; si se había fracturado un hueso, sería su fin. Pero cuando se sentó, comprobó que estaba ileso. Su botella de agua, gafas y mochila habían aterrizado cerca. Recogió todo y volvió a empezar.
Para entonces, las correas de su esquí derecho se habían vuelto a congelar. Como aún tenía puesto el otro esquí, lo usaba para impulsarse. Siguió caminando hasta bien entrada la noche. A las 11, ya no pudo seguir avanzando. Echando mano de lo que había aprendido con los Boy Scouts, cavó un agujero en la nieve: si lograba meterse en él, recordó, podría mantenerse a salvo de la hipotermia. Se acurrucó en el hueco. Antes de quedarse dormido pensó: Seguramente alguien ya me está buscando.
En la noche del lunes, como no habían tenido noticias de su hijo en todo el día, Chuck y Barbara estaban ya muy preocupados en Estados Unidos. Chuck tenía acceso a los movimientos bancarios de Mark por Internet, y vio que su hijo no había utilizado su tarjeta de débito desde el domingo. Pensó que aún estaba en algún lugar de la montaña, posiblemente herido… o algo peor.
Los padres dieron aviso a las autoridades suizas de la desaparición de su hijo, y los socorristas emprendieron la búsqueda el martes 3 de febrero, si bien no tenían ni idea de dónde empezar a buscar. Las tres zonas de esquí de Les Diablerets son intimidantemente grandes.
Cuando Mark despertó, en su tercer día extraviado en la montaña, vio que el agujero en la nieve había funcionado. Tenía frío, pero podía mover los dedos de manos y pies. Su ánimo, sin embargo, estaba empezando a flaquear. Sigue bajando, se dijo.
Caminó 150 metros muy despacio, con los ojos clavados en el suelo y todo el cuerpo adolorido. Entonces oyó unos perros ladrar. Al alzar la mirada vio la silueta de un chalé en una colina cercana. Por una calle pasaban varios autos, a unos 100 metros.
—¡Auxilio! —gritó Mark en inglés y en francés, pero nadie se detuvo—. ¡Ayúdenme, por favor!
De pronto sintió que su determinación, que hasta entonces lo había mantenido con vida, empezaba a abandonarlo. Desplomado en el suelo, lo único que podía hacer era seguir pidiendo auxilio. A lo largo de tres horas, en los dos idiomas gritó una y otra vez “¡Aquí estoy!”
Una hora después, cuatro caminantes lo oyeron. Rápidamente avisaron a las autoridades locales, que se dirigieron a la orilla de la cañada con un arnés. Se envió un helicóptero y, con ayuda del arnés y de un policía que bajó para atarlo, sacaron a Mark de allí y lo llevaron a un hospital.
Si hubiera podido pensar con claridad, Mark se habría reído: se había derrumbado a sólo 150 metros de las afueras de Les Diablerets.
Chuck, barbara y Mike recibieron la noticia del rescate el martes, y de inmediato reservaron boletos para volar a Suiza. Cuando llegaron, Mark ya estaba a punto de salir del hospital. Excepto por algunos moretones y señales de congelación leve en los dedos de una mano, estaba ileso.
Mientras sus familiares lo abrazaban, se puso a la defensiva.
—Papá, no hice nada mal —dijo—. No intenté esquiar fuera de la pista.
Ellos se rieron.
—Hiciste todo bien —le respondió Chuck—. Lograste sobrevivir.
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