Sociedades secretas: la Orden de los Carbonari
La sociedad italiana conocida como los carbonari –los carboneros– fue una de las más extrañas y famosas, debido a sus prácticas peculiares.
Las sociedades secretas han proliferado en Europa durante más de 200 años. Algunas han sido poco más que clubes de caballeros filantrópicos; otras han defendido programas políticos radicales.
En 1821, el Papa Pío VII tomó la inusual decisión de excomulgar a toda una organización. El objeto de su ira fue “una multitud de hombres malvados, unidos contra Dios y contra Cristo, con el fin de atacar y destruir a la Iglesia, engañando a los fieles y alejándolos de la doctrina de la Iglesia por medio de una filosofía vana y malvada”.
El informe papal continuaba diciendo que estos hombres “apuntan a dar a todos la licencia para crear a voluntad su religión de acuerdo con sus convicciones, y no puede imaginarse nada más pernicioso que eso. Conspiran para arruinar la Santa Sede, contra la cual tienen un odio especial”.
Esta condena estaba dirigida no solo a una nueva herejía o a una conspiración satánica, sino a una sociedad política a la que pertenecían miles de italianos respetables. Eran los carbonari, o carboneros, y florecieron en el sur de Italia.
Según su propio mito, la hermandad de los carbonari fue fundada por hombres que habían huido de tiranos durante la Edad Media, para vivir en los bosques de Escocia. Allí llevaban una pacífica existencia al aire libre, parecida a la de Robin Hood y sus hombres. Se ganaban la vida preparando carbón, de allí su nombre. Una banda de carbonari, una vez, se mostró hospitalaria con Francis I de Francia, que se había perdido en el bosque escocés mientras cazaba.
El rey quedó impresionado con la cortesía y la camaradería de los carboneros, su amor a la libertad y la lealtad entre ellos, y se convirtió, prácticamente, en un miembro honorario. Su patronazgo permitió que los carbonari florecieran incluso después de dejar atrás los bosques. Esa, en todo caso, fue una versión de cómo se fundó la sociedad. Otros sostenían que el verdadero fundador de la orden fue Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro Magno; que la orden comenzó como un gremio de comerciantes en Alemania; o que comenzó en los montes Jura, en Francia, durante la Guerra de los Cien Años.
Dejando de lado los mitos, es probable que la orden haya surgido después de la Revolución Francesa como una especie de variante rural de la francmasonería urbana. El movimiento creció y hacia el fin de las guerras napoleónicas los carbonari tenían secciones en ciudades y pueblos de todo el Reino de Nápoles. El carbonerismo atrajo miembros de todas las condiciones sociales: oficiales del ejército y terratenientes; sacerdotes e intelectuales, nobles y campesinos. Fue una organización grande pero difusa, con poco de cuerpo jerárquico o gobierno central. Como consecuencia inevitable de esta amplia base demográfica, las metas políticas del carbonerismo fueron variadas y poco focalizadas. En términos generales, los carbonari eran patriotas y liberales que querían una constitución para Nápoles y –en el largo plazo– un único régimen panitaliano.
Pero, si las metas de la sociedad eran puramente políticas, ¿por qué el Papa excomulgó a todos sus miembros como si fueran peligrosos herejes? La respuesta radica, en parte, en la intrincada e inconstante política de Nápoles a principios del siglo XIX. Desde 1759, Nápoles había sido gobernada por Fernando, uno de los hijos menores del rey borbón Carlos III de España. Fernando se casó con la hermana de María Antonieta.
Los carbonari permanecieron en la clandestinidad durante estos años turbulentos. Su número aumentó enormemente, mientras la inestabilidad política, las olas de represión y las cambiantes mareas de influencia extranjera alimentaban las vagas esperanzas de una Italia libre y autónoma. El estilo de reinado de Fernando después de 1815 fue duro y conservador; sus aliados austríacos insistían en eso, pues querían, por sobre todo, impedir que Europa se viera enredada en otra guerra.
En enero de 1820, una revolución en España llevó a la adopción del tipo exacto de constitución con el que los carbonari italianos habían soñado durante mucho tiempo. Inspirados por el ejemplo español, se organizaron como una fuerza de combate, o al menos, como una de marcha. En julio, un gran número de carbonari, incluidos muchos oficiales del ejército, se reunieron en la ciudad de Nola y avanzaron hacia Nápoles con la intención de exigir una constitución.
El levantamiento fue copiado en el Reino de Piamonte, en el norte de Italia, y comenzó a parecerse de forma alarmante a la gestación de una guerra civil. En Nápoles, el rey Fernando prometió rápidamente una constitución, pero no tenía intenciones de cumplir con su palabra. Se fue de la ciudad ―una vez más― y recurrió a Austria en busca de ayuda. El príncipe de Metternich despachó un ejército austríaco, que derrotó a una pequeña fuerza de insurgentes napolitanos en Rieti, en marzo de 1821. El levantamiento había terminado.
Pero, para el príncipe de Metternich, aplastar militarmente a los carbonari no era suficiente. Según su visión, eran un peligro continuo para el acuerdo europeo posnapoleónico. Su sociedad, decía, “alienta al pueblo a levantarse de un extremo a otro de Italia; mantiene relaciones de complicidad con todos los revolucionarios de Europa. No ha renunciado a sus objetivos, nunca lo hará hasta que sea destruida”.
Incluso antes de que se completara la incursión austríaca, Metternich escribió al Papa Pío VII para pedir que todo carbonero que se negara a abandonar la organización fuera excomulgado. El Papa estaba de acuerdo en que los carbonari eran una amenaza, pero no estaba dispuesto a hacer caer la ira de Dios sobre sus cabezas. Señaló que no había una justificación religiosa. Entonces, Metternich se propuso como objetivo brindarle al Papa esa justificación.
Le dijo al embajador austríaco en Roma, el conde Anton Apponyi, que buscara material que comprometiera a los carbonari ante la Iglesia Católica. Apponyi buscó arduamente, y al final encontró algo más que suficiente: un libro que contenía una descripción gráfica y detallada de las ceremonias de iniciación de los carbonari. Nada de este ritual era conocido por quienes estaban fuera de la organización, ya que involucraba un juramento solemne para mantenerlo en secreto.
El libro era tan escandaloso que el Papa tuvo que actuar.
Resultó que la iniciación de un carbonero era una especie de pastiche blasfemo de la pasión de Cristo. El candidato, con los ojos tapados con una venda y las manos atadas, era guiado por guardias ante la presencia de una figura de autoridad vestida como sacerdote, o quizás como juez, a un lugar secreto y en mitad de la noche. El público era una congregación de iniciados, sentados en silencio como un jurado. El principal, vestido de rojo, invocaba a una deidad denominada “gran maestro del universo”, luego se dirigía al hombre asustado con los ojos vendados. “Soy Pilatos”, anunciaba. Al hombre vendado se lo hacía beber de la “copa de la amargura”, luego un guardia le leía los cargos: es “un seductor del pueblo, que desea convertirse en un déspota y derrocar nuestra religión, y llamarse el hijo del Dios viviente”.
Había más. A los rangos más altos de la organización les decían que los orígenes de la orden se remontaban al mismo Jesucristo, y que los discípulos de Cristo eran los primeros iniciados en la hermandad de los carboneros. Este mito fundacional era tan sacrílego como cualquiera de las teatrales ceremonias de los carbonari. Y había cierta dosis de ocultismo en algunos de sus métodos secretos. A veces se quemaba un muñeco de un carbonero caído, o se prendía fuego a un papel en el cual había sido escrito su nombre. Un miembro que cometía una violación ética grave –como adulterio– era expulsado de la sociedad y su nombre se registraba con carbón en un “libro negro”.
Esta fue evidencia más que suficiente para el Papa. Accedió a las demandas de Metternich y emitió una bula papal de excomunión en septiembre de 1821. Tuvo el efecto exigido: el movimiento carbonero se debilitó fatalmente en sus raíces y poco a poco perdió influencia en su territorio del sur. Los líderes más activos huyeron al exterior; otros terminaron en prisión. Algunos carbonari se fueron desilusionados; unos pocos se unieron a grupos revolucionarios duros o a los movimientos nacionalistas más pragmáticos que surgieron en las décadas de 1830 y de 1840.
La extraña Orden de los Carboneros, idealista y cuasi religiosa, desapareció, pero muchos de sus exmiembros vivieron lo suficiente como para ver surgir una nación italiana unificada en 1861. Esto era lo que esperaban cuando, en su juventud, habían simulado una crucifixión en la oscuridad de la noche napolitana.
Extraído del libro Grandes Secretos de la Historia. Selecciones Reader’s Digest