Hallazgos que la ciencia encontró sobre la amistad y sus beneficios
¿Por qué congeniamos mejor con ciertas personas y logramos vínculos estrechos? Conoce los beneficios de la amistad y cómo cuidarla.
En los últimos 25 años, numerosas investigaciones científicas nos han mostrado con claridad para qué sirven la amistad y los amigos: reducen a la mitad nuestro riesgo de morir; duplican nuestras probabilidades de recuperarnos de la depresión, y nos hacen 4.2 veces menos propensos al resfriado común.
Al decir de Robin Dunbar, psicólogo de la Universidad de Oxford, en Inglaterra, los amigos incluso determinan que nuestro cerebro sea grande, pues necesitamos ese poder neuronal para establecer y mantener nuestra compleja red de relaciones. Dunbar descubrió que el mayor predictor del tamaño del cerebro de un primate es la magnitud de su grupo social.
Ahora bien, ¿qué es lo que ocurre en nuestro voluminoso cerebro? Si el apego social tiene un valor evolutivo enorme, ¿quiere decir que estamos programados para establecer esos lazos? La investigación neurológica más reciente indica que sí.
Naomi Eisenberger, profesora de psicología social en la Universidad de California en Los Ángeles, quería averiguar si hay alguna constante en el lenguaje que usamos para describir la conexión social, por ejemplo, que nos da una sensación de calidez.
En un estudio realizado en 2013 y publicado en la revista Psychological Science, hizo que la mitad de los sujetos sostuvieran una bolsa con agua caliente, y la otra mitad, una con agua templada. Como cabía esperar, los miembros del primer grupo mostraron una mayor actividad en las regiones del cerebro que detectan y recompensan el calor físico.
La psicóloga después reunió mensajes de los familiares y amigos de los participantes. La mitad de los mensajes eran cariñosos, y el resto contenía frases neutras alusivas a los sujetos. Cuando los participantes, a quienes se estaba monitoreando por medio de un escáner cerebral, leyeron los mensajes cariñosos por primera vez, “se activaron las mismas regiones cerebrales que se habían activado al contacto con el agua caliente”, dice Eisenberger.
“Sabemos la importancia de las relaciones afectivas y la amistad, así que las zonas del cerebro que detectan el calor se activan para indicarnos en qué momento nos sentimos conectados”.
Resulta que no sólo Dios los cría y ellos se juntan; de hecho, los amigos se parecen genéticamente. Ese es el sorprendente hallazgo de un estudio realizado en 2014 por Nicholas A. Christakis, médico y sociólogo de la Universidad Yale, en Connecticut, y James Fowler, profesor de genética médica y ciencias políticas en la Universidad de California en San Diego.
Los investigadores examinaron 466,608 marcadores genéticos de sujetos identificados como miembros de una o más de 1,367 parejas de amigos, y descubrieron que “los amigos pueden ser una especie de ‘parientes funcionales’”, escribieron. En términos más específicos, los amigos cercanos se asemejan a primos en cuarto grado, con la misma similitud en composición genética que la que comparten con los padres de sus tatarabuelos.
Después de analizar los datos, Christakis y Fowler observaron que los amigos tendían más a tener un sentido del olfato similar. Esto no debe sorprender a nadie que haya hecho una amistad en una cafetería o en una librería. Como escriben los investigadores, “es posible que las personas que huelen las cosas de la misma forma se sientan atraídas por ambientes similares”.
Lo que no compartimos es aún más intrigante: los amigos tienen sistemas inmunitarios notablemente diferentes. Cuando se trata de la propagación de una infección, esto tiene un claro sentido antropológico: es grato tener compañía, pero resulta aún mejor si esa compañía no te deja con una enfermedad mortal.
Ya sabemos por qué buscamos conexiones sociales y con quiénes. Ahora bien, ¿qué nos mantiene juntos? En un estudio realizado en julio de 2015 para el proyecto Human Brain Mapping, expertos del Instituto de Investigación Rotman de Toronto, Canadá, hicieron esa pregunta a los miembros de un grupo especial que estaba en condiciones de contestarla: parejas felizmente casadas con un promedio de 40 años de matrimonio.
La psicóloga Raluca Petrican escaneó el cerebro de 14 mujeres mientras les proyectaba videos sin sonido de sus respectivos cónyuges que les recordaban experiencias positivas (su boda, el nacimiento de un hijo, etc.) o negativas (una enfermedad, la muerte de un padre, etc.).
Los videos se etiquetaron mal a propósito, así que las emociones de las mujeres chocaban con las descripciones que les habían dado de los videos. Cuando las mujeres vieron a sus maridos alegres bajo la descripción de un suceso supuestamente triste, hubo un aumento de actividad espontánea en las regiones de su cerebro que contienen las neuronas espejo, las cuales son esenciales para establecer empatía.
“Nos ayudan a hacernos plenamente conscientes de que nuestra pareja está pasando por momentos muy difíciles”, explica Petrican. Pero cuando los maridos mostraban emociones negativas bajo una descripción supuestamente alegre, hubo una menor respuesta de las mujeres a esas emociones, y sus neuronas espejo se calmaron.
“Si no fuera así, las esposas comenzarían a dudar de los sucesos positivos que forman la base de su sentido de intimidad”, añade la psicóloga. Cuanto mayor sea la satisfacción marital que afirme tener una mujer, más fuerte será su capacidad para inhibir esa respuesta.
El hallazgo más sorprendente es que, cuando se trata de preservar nuestras amistades y relaciones afectivas, a veces la ignorancia es una enorme bendición.