Soy lo que comes: Salmón, para este gran pez, nada como el hogar

Busca en Google “Salmones cruzando una carretera” y encontrarás decenas de videos de mí y mis amigos escabulléndonos, como juguetes de cuerda obsesionados, por calles y autopistas inundadas. Los autos bajan la velocidad o se detienen para dejarnos pasar. El agua salpica de nuestras colas bamboleantes a medida que navegamos por un paisaje que nos es ajeno hasta llegar al río que está al otro lado.

Los videos me captan tras haber estado unos cinco años en altamar, recorriendo miles de kilómetros y alimentándome del kril, entre rosa y anaranjado, que da a mi carne su característico color. En esta travesía me guío por mi excepcional GPS interno (que usa los campos magnéticos de la Tierra) para acercarme a mi lugar de nacimiento.

Luego, empiezo a localizar el río exacto en que me desovaron. Me dirijo a casa para reproducirme y, ¡ay!, seguramente morir… tal vez después de cruzar una carretera o dos.

Si en la pescadería o un restaurante me califican de “silvestre”, debes saber que esa categoría es muy ambigua. Las ocho especies existentes —siete de ellas del Pacífico— desvanecen tanto los límites que un salmón del Atlántico está, en realidad, más emparentado con una trucha del noreste que con un salmón del Pacífico, mientras que este tiene una relación genética más estrecha con la trucha arcoíris de la costa oeste de Norteamérica que con el salmón del Atlántico.

Más concretamente, estoy tan adaptado al mismísimo río en el que nací que mi talla, forma y hasta mi sabor son propios de ese sitio y están determinados por él. Si rompí el cascarón aguas arriba del caudaloso Yukón, por ejemplo, seré más grande y gordo que un ejemplar oriundo de un riachuelo de poca monta un kilómetro más allá.

Y es que voy a necesitar suficiente fuerza y grasa para nadar a casa contra la turbulenta corriente del Yukón y excavar un nido para mis huevecillos en su lecho rocoso. Los pescadores lo saben y por eso prefieren capturarme en la desembocadura, cuando mis reservas de lípidos (esos sedosos y sustanciosos ácidos omega 3 que me hacen tan rico y beneficioso para el corazón) están al máximo para la travesía.

Desde siempre he sido un alimento básico de América del Norte, en gran parte debido a mis peculiares hábitos de desove. Soy del tamaño de un pez marino, pero mi regreso a los ríos cercanos les ha permitido a los pescadores de todos los tiempos atraparme sin molestarse en ir mar adentro, como deben hacerlo si desean comer bacalao y atún.

Esto ha resultado contraproducente: si bien mis hermanos del Atlántico eran originarios de casi todos los ríos costeros al noreste del Hudson, ahora solo se encuentran en ocho solitarios ríos de Maine y están, por lo tanto, protegidos. Una sana advertencia: si un menú ofrece “Salmón silvestre del Atlántico”, o bien se trata de mercancía ilegal o de un timo.

Pese a que esta variante se encuentra en peligro en su hábitat natural, se ha desarrollado muy bien en criaderos en mar abierto, dándome una mano (¿o será una aleta?) en el negocio piscícola. Las granjas de atún y bacalao, por el contrario, son muy recientes y problemáticas. Por ello, me he convertido en el segundo fruto del mar más popular de Estados Unidos (después del camarón). El 70 por ciento del salmón que consumen los habitantes de este país proviene de los criaderos emplazados en el litoral.

Esa abundancia a precios asequibles es una bendición para comensales y cocineros. Mi capa grasosa impide que me reseque aunque me cocines de más. Por eso estoy presente en bodas, galas o la cena de tu vecino. (Pero ten cuidado con el calor al cocinarme en agua, o usa mi piel como una capa protectora entre el metal y la carne al sellarme en la sartén, con el propósito de obtener un mejor sabor).

Pocos pescados son tan versátiles: me puedes degustar encurtido, ahumado, asado, hervido, a la parrilla o sellado, y, naturalmente, soy delicioso crudo.

A este respecto, hay una sorprendente historia: hasta la década de los 90, los japoneses consideraban que era repugnante e insólito comerme sin pasarme por el fuego. Entonces, los empresarios noruegos confabularon a fin de vender el exceso de inventario criado y convencieron a los consumidores nipones de que fusionaran mi carne cruda con su tradicional sushi. ¡Exacto! Eso significa que tu rollo de salmón con aguacate es producto de una ingeniosa campaña publicitaria fraguada en Escandinavia.

Este tipo de acontecimientos han hecho maravillas por mi popularidad, pero con consecuencias inesperadas. En su intento por economizar, algunos criadores me dan demasiados antibióticos y alimento, que tienden a llenarme de toxinas como policlorobifenilos y dioxinas. Busca en el empaque la marca de verificación del Consejo de Administración de la Acuicultura (ASC, por sus siglas en inglés) a fin de asegurarte de que provengo de una organización dispuesta a producirme de forma saludable para ti y el medio ambiente.

Hay otro riesgo inminente que debo mencionar. Atañe a los demás peces. En 2017, unos 300,000 salmones del Atlántico se escaparon de su criadero en el estrecho de Puget, en Washington. Surgió el temor de que mi versión de la costa este pudiera avasallar a la del oeste, amenazando así a la ya frágil población en libertad.

En 2018, cuando un pescador capturó vivo a uno de estos prófugos en el río Skagit, que corre en el mismo estado, con la panza llena de espinas de pescado, el temor se agudizó. ¿Habían sobrevivido mis congéneres domesticados y me amenazaban en estado salvaje?

A raíz de este incidente se decidió eliminar, progresivamente, la crianza del salmón del Atlántico; el objetivo es frenarla por completo en 2025. Para mí es una medida importante. Quiero seguir siendo silvestre todo el tiempo que pueda y darme una escapada por las carreteras.

Juan Carlos Ramirez

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