Estudió en Yemen y se volvió partidario del yihadismo, pero luego de 10 años comenzó a cuestionar las matanzas generalizadas a las que incitaban los imanes extremistas.
En 2007 Storm empezó a colaborar con servicios secretos occidentales en el rastreo de terroristas. En septiembre de 2009 lo mandó llamar el clérigo Anuar al Aulaki, uno de los operadores más influyentes de Al Qaeda.
Estaba sentado en mi auto en medio de la oscuridad, agotado y nervioso. Mi día había empezado antes del amanecer en Saná, la ciudad más grande de Yemen, a unos 480 kilómetros de distancia. No tenía idea de con quién iba a reunirme ni a qué hora llegaría.
¿Sería tratado como un camarada, o como un traidor?
Era noche cerrada en el desierto. No había luces en la carretera que conectaba la costa con las montañas de la provincia de Sabua, una zona sin ley de Yemen. Por momentos, ni siquiera veía el trazo de la carretera.
Era difícil pasar inadvertido. Un danés robusto, pelirrojo y barbado es un extraño en un país de árabes delgados y de tez oscura. Había podido llegar a aquella tierra de nadie, donde la presencia de Al Qaeda era fuerte y creciente, sólo porque me acompañaba mi esposa, nacida en Yemen. Con el pretexto de visitar a su hermano, habíamos conseguido pasar un puesto de control tras otro.
Sabía que estaba arriesgando la vida al tratar de reunirme otra vez con Anuar al Aulaki. En aquel lugar, los secuestros, las rivalidades entre clanes, los yihadistas militantes y la policía y su gatillo fácil convertían cualquier viaje en una aventura impredecible. Y existía el riesgo de que Al Aulaki ya no confiara en mí. Fue él quien me pidió reunirnos. En un e-mail enviado desde una cuenta anónima, me dijo: “Ven a Yemen. Necesito verte”.
Había transcurrido casi un año desde la última vez que lo vi. En aquel tiempo él había pasado de ser un predicador extremista simpatizante de Al Qaeda a una figura influyente dentro de esta organización. Estaba urdiendo planes para exportar el terrorismo a Europa y Estados Unidos a través del Oriente Cercano.
Al cabo de unos minutos oí el ruido de un motor, y luego vi las luces de un vehículo; era una camioneta llena de hombres jóvenes muy serios con fusiles AK-47 en las manos. La escolta había llegado. Apreté la mano de mi esposa con la mía. Si las cosas estaban a punto de ponerse feas, lo sabríamos en unos momentos.
El día había comenzado bastante bien. Pasamos por la revisión en el primer puesto de control fuera de Saná. ¿Por qué un danés blanco querría dejar la relativa seguridad de la capital para viajar a las peligrosas tierras del sur? Hablé en árabe, lo que impresionó a mis inquisidores, mientras mi esposa, con un velo negro sobre la cabeza, se mantenía callada en el asiento del copiloto. Les dije que íbamos a visitar al hermano de mi mujer y asistir a una boda.
Los agentes encargados del puesto no podían leer mi pasaporte. Al parecer pensaron que yo era turco, tal vez porque la idea de que un europeo anduviera viajando por Yemen les resultaba difícil de entender. Nos ayudó que era septiembre, un mes de calor abrasador en aquel país, y también la mitad del ramadán. Los guardias estaban cansados de ayunar.
Apreté la mano de mi esposa con la mía. Si las cosas estaban a punto de ponerse feas, lo sabríamos en unos momentos.
Una vez que pasamos el puesto de control, el siguiente reto fue mantenernos en la ruta de la montaña y evitar que alguien nos apartara de ella. Poco a poco fuimos dejando atrás los montes y acercándonos a la costa. A lo lejos se divisaba el puerto de Adén, donde un movimiento separatista estaba cobrando fuerza, lo que complicaba el desafío que los militantes de Al Qaeda representaban para el gobierno yemení. Estábamos siguiendo las instrucciones que Al Aulaki enviaba como mensajes de texto. Conduje alrededor del puerto y luego tomé el camino de la costa.
Anuar al Aulaki pertenecía a un poderoso clan de la montañosa provincia de Sabua. Su padre había sido un respetado profesor educado en Estados Unidos. El joven Al Aulaki también había estudiado en Estados Unidos, pero abandonó el país luego de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.
En 2006 Al Aulaki fue arrestado, y pasó 18 meses en prisión. Su conocimiento de las sociedades occidentales, su inglés fluido y su dominio de las redes sociales planteaban una amenaza nueva y más letal que los viejos videos borrosos de Osama bin Laden. Sus sermones eran luz y guía para los yihadistas potenciales. Tres años después, Yemen se había convertido en la base de Al Qaeda en la península Arábiga.
Conduciendo hacia el este llegamos a otro puesto de control: un cobertizo con dos herrumbrosas señales de alto a los lados. Era la frontera, y el límite de la autoridad del Estado. Más allá había tierras ocupadas por bandidos y combatientes de Al Qaeda. A los guardias no les importaba lo que pudiera ocurrirles a un extranjero y su callada mujer yemení.
Sentado junto a mi esposa en la solitaria carretera, el pulso se me aceleró al ver bajar de la camioneta a aquellos sujetos armados. Un hombre barbado de unos 35 años y ojos oscuros apareció en medio de una nube de polvo y empezó a avanzar entre los vehículos.
La manera en que el resto del grupo le abrió paso dejó en claro que se trataba del jefe, el intrépido militante Abdulá Mehdar. Observé su rostro mientras se acercaba.
—Que la paz sea contigo —me dijo en árabe y esbozó una sonrisa.
La tensión abandonó mi cuerpo, y el alivio que sentí me hizo abrazar a todos los acompañantes de Mehdar. Éste era el emisario personal de Al Aulaki. Consciente de que el clérigo me había invitado y que era amigo suyo, Mehdar me dio un trato respetuoso y cortés. Estaba con los hombres más buscados de Yemen, a mitad de la noche, a punto de internarme en Sabua, pero por primera vez en ese día me sentí seguro, protegido. Me habían aceptado en una hermandad que se regía por creencias simples y lealtades inquebrantables.
Hay vehículos aéreos no tripulados que recorren el cielo día y noche, pero no tengo miedo. Éste es el camino de los profetas y los hombres piadosos: la yihad.
Minutos después Mehdar dijo que debíamos irnos. Nos encontrábamos en una zona donde los robos eran habituales y donde los bandidos andaban tan bien armados como los militantes.
Enfilamos juntos por un sendero hasta llegar a un conjunto de muros altos. Dos hombres armados con fusiles AK-47 abrieron las puertas para dejarnos entrar y rápidamente volvieron a cerrarlas.
Tuve una sensación de pánico. Mi viaje hasta los dominios de Al Aulaki había terminado, ¿pero qué pasaría si el clérigo ya no confiaba en mí? ¿Y qué sería de mi esposa? Ella conocía a Al Aulaki y sabía que éramos amigos, pero ignoraba completamente el propósito de mi visita allí.
Sentía plomo en los pies mientras nos conducían hasta una casa de dos plantas. A mi esposa la escoltaron hasta un cuarto al fondo, donde otras mujeres esperaban. El pasillo terminaba en una sala donde había armas cuidadosamente colocadas contra la pared: fusiles AK-47, rifles antiguos e incluso un lanzagranadas.
Había unos 12 hombres sentados en el piso alrededor de una enorme fuente de plata rebosante de pollo asado y arroz con azafrán. En medio de ellos estaba Anuar al Aulaki, delgado, elegante, con esa mirada inteligente que había seducido a tantas almas inquietas. Se puso de pie, sonriendo, y me abrazó.
—Que la paz sea contigo —me dijo en tono afectuoso.
Llevaba puesta su distintiva túnica blanca, y me sentí sorprendido por el contraste entre ese erudito del islam, filósofo convertido en guía espiritual yihadista, y los sencillos jóvenes sin educación allí sentados.
—Anda, come algo —añadió.
Me hizo sitio entre los jóvenes, que tomaban la comida con las manos. Pedí una cuchara, y todos se rieron. Hice entonces un par de comentarios autocríticos en árabe y aquellos hombres se relajaron.
Al observar a Al Aulaki noté ausencia, quizá melancolía, como si el aislamiento lo estuviera agobiando. En el año transcurrido desde la última vez que lo vi, sus desplazamientos se habían vuelto más furtivos; de ahí mi odisea para reunirme de nuevo con él.
El clérigo pasaba de un refugio a otro todo el tiempo, y a veces se recluía en escondites de montaña en las orillas del desierto de Rub al Jali, el cual se extiende hasta Arabia Saudí.
A pesar de su aislamiento, seguía pronunciando sermones en Internet y comunicándose con sus seguidores a través de cuentas de correo electrónico y mensajes de texto.
Al Aulaki sostenía que en la yihad se aceptaba el sufrimiento y la muerte de civiles; la causa justificaba los medios.
Concluida la cena, Al Aulaki se puso de pie y me pidió que lo acompañara a otra sala. Escudriñando su rostro, le pregunté cómo estaba.
—Estoy aquí —contestó con un dejo de tristeza—, pero extraño mucho a mis esposas y a mis hijos. Yo no puedo ir a Saná, y para ellos es muy peligroso venir aquí.
Mientras conversábamos, quedó claro que Al Aulaki se sentía poco amenazado por el gobierno yemení, que prefería limitar el problema de Al Qaeda a Sabua, con la esperanza de que se resolviera solo, a tratar de zanjar las disputas entre clanes que daban pauta a los militantes para establecerse y organizarse.
El clérigo me dijo que deseaba ver caer al gobierno, y tachó a las autoridades de ser peones de Estados Unidos. Me contó que en una emboscada reciente, las fuerzas gubernamentales les habían confiscado armas pesadas y provocado muchas bajas en sus filas.
El hombre que llegó a condenar los ataques del 11 de septiembre de 2001 como antiislámicos cuando vivía en Estados Unidos, escribió: “Rezo para que Alá destruya a Estados Unidos y a sus aliados… Impondremos las reglas de Alá en la Tierra a punta de espada, les guste o no a las masas”.
También envió un mensaje a los musulmanes establecidos en Occidente, en el que comparaba su situación con la del profeta Mahoma y sus seguidores en La Meca preislámica, cuando fueron perseguidos y obligados a emigrar —la Hégira— al norte, a Medina.
Al Aulaki reprobó la cooperación de los países musulmanes con Estados Unidos diciendo: “La culpa debe recaer sobre el soldado que está dispuesto a seguir órdenes… que vende su religión por unos cuantos dólares”.
Unos meses antes, un joven seguidor de Mehdar había viajado a una provincia vecina donde perpetró un ataque que causó la muerte de cuatro turistas de Corea del Sur y le costó la vida a él también.
Quería que reclutara militantes para que viajaran a Yemen a recibir entrenamiento y luego regresaran a casa para librar la guerra contra Europa y Estados Unidos.
Al Aulaki sostenía que en la yihad se aceptaba el sufrimiento y la muerte de civiles; la causa justificaba los medios. Yo me mostré en desacuerdo, a sabiendas de que mis opiniones sinceras y sin rodeos eran parte de lo que al clérigo le gustaba de mí. Le dije con toda claridad que no iba a ayudarlo a conseguir ningún tipo de material que pudiera usarse contra civiles.
—¿Así que no estás de acuerdo con los muyahidines? —repuso.
—En este punto, no habrá manera de ponernos de acuerdo —le contesté en tono firme.
En su charla noté también un odio más intenso a Estados Unidos. El FBI lo había seguido en sus frecuentes visitas a prostitutas en Washington. La insinuación de que su conducta personal no era lo que se esperaba de un imán le resultaba humillante.
Sin embargo, el tema de las mujeres se mantuvo en nuestra conversación hasta la madrugada. Al Aulaki ya no tenía contacto personal con sus dos esposas, y decía que necesitaba la compañía de una mujer que compartiera el sacrificio de la vida de un yihadista, alguien que se comprometiera plenamente con la causa.
—Quizá puedas buscarme a alguien en Occidente —me dijo—, una hermana blanca convertida.
No fue su única petición. Me encargó que buscara hermanos que se unieran a la causa, y que consiguiera dinero de Europa y algunos equipos. Quería que reclutara militantes para que viajaran a Yemen a recibir entrenamiento y luego regresaran a casa para librar la guerra contra Europa y Estados Unidos.
A la mañana siguiente Al Aulaki se había marchado. Pasé un tiempo con Mehdar, que no parecía interesado en atacar Occidente, sino en que Yemen se volviera un estado musulmán regido por la ley islámica. Lloró al escuchar a uno de los jóvenes combatientes pronunciar oraciones que prometían el paraíso. Estos hombres quizá tengan una visión retorcida del mundo, pensé, pero no son hipócritas. Su lealtad es simple, intensa.
Tenía prisa por salir de allí. Mi esposa salió del cuarto de las mujeres y nos dispusimos a partir. Cuando se abrieron las ominosas puertas, vi que nuestro auto tenía un neumático desinflado. Mehdar me ayudó a cambiarlo. De nuevo lloró; parecía percibir un peligro inminente.
—Si no volvemos a vernos, nos encontraremos en el paraíso —dijo.
Los muyahidines nos escoltaron hasta la carretera principal y se despidieron. En varias capitales de Occidente había gente esperando escuchar el relato de mi charla con Anuar al Aulaki. Debía llegar a Saná, y luego salir de Yemen rápidamente.
En enero de 2010, comandos antiterroristas de Yemen irrumpieron en el refugio de Anuar al Aulaki en Sabua. El clérigo no estaba allí, pero Mehdar luchó hasta el final.
En septiembre de 2011 Al Aulaki y otros tres operadores de Al Qaeda fueron abatidos por drones Predator. El gobierno yemení fue derrocado en 2014, y hoy día una controvertida campaña de bombardeos liderada por saudíes pretende recuperar el control de Yemen de manos de grupos insurgentes.
Morten Storm, quien trabajó para los servicios secretos de Dinamarca, Inglaterra y Estados Unidos de 2007 a 2012, vive ahora en el anonimato en el Reino Unido.
Tomado de Agent Storm: My life inside Al Qaeda and the CIA
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