Cuando Lola, como su familia la llama de cariño, cumplió 15 años, su padre le regaló a “Faraón”, el caballo alazán que más ha querido y que la acompañó en sus recorridos durante 12 años. “El amor por los animales me llevó a estudiar medicina veterinaria y zootecnia en la Facultad de Estudios Superiores Cuautitlán, de la UNAM”, cuenta Lola, quien tiene hoy 50 años.
Dos años después de terminar sus estudios, en 1988, se casó con el ingeniero químico Rafael Rivera e instaló una clínica veterinaria cerca de su casa. Luego vinieron los hijos, Rafael, actualmente de 24 años, egresado de la licenciatura en derecho, y Ricardo, de 19, quien sigue el ejemplo de su madre y también estudia medicina veterinaria.
Lola fue hija única, y desde pequeña estuvo rodeada de mascotas. Sus gatos “Rivelino” y “Pelé” antecedieron a “Güera”, la minina que ahora recorre la casa que habita con su familia en Tlalnepantla. Debido a su trabajo como médica veterinaria y a sus obligaciones como esposa, mamá e hija, entre ellas cuidar a su madre, Sonia Muñoz, cuando enfermó de cáncer, pasó algunos años alejada de los caballos.
Cuando su hijo Rafael cumplió siete años, Lola decidió que era momento de que aprendiera a montar. Durante las vacaciones de verano el niño asistió a un curso que incluía equitación y charrería en el Cortijo Joselito Huerta. Fue allí donde Lola vio por primera vez lo que un caballo es capaz de hacer por los niños discapacitados. “Recuerdo haber visto cómo Iliana Huerta Chávez, ahora maestra y amiga mía, montaba un caballo acompañada de una niña aquejada de meningitis a la que le daba terapia”, refiere. “Me sorprendió mucho porque en aquel tiempo no había una cultura de la discapacidad”.
En el verano siguiente los hijos de Lola volvieron al curso. Para entonces, ya no sólo era una niña “especial” quien montaba a caballo, sino varios pequeños con distintos grados de discapacidad motora y retraso mental. Al enterarse de que la asistente de Iliana, quien praticaba equinoterapia, se había marchado y hacía falta otra persona para que la supliera, Lola alzó la mano deseosa de participar. “Para mí, era una forma de volver a estar cerca de los caballos”, explica.
¿Qué es la equinoterapia? “El caballo es un vínculo, una herramienta que ayuda a relajar el cuerpo, entre otras cosas, porque su temperatura es mayor que la nuestra”, dice Lola. “Además, el paso, trote y galope del animal son similares a los de los humanos, lo que produce equilibrio y desarrollo psicomotor. Esto se refleja en la coordinación y socialización del niño”.
La equinoterapia ayuda a personas aquejadas de muy diversas discapacidades, como parálisis cerebral, síndrome de Down y secuelas de traumatismos craneoencefálicos y esclerosis múltiple. A lo largo de los 15 años siguientes se formó la Fundación Crines al Viento A.C., dirigida por Iliana Huerta, y la Federación Mexicana de Terapias Ecuestres, de la que Lola es socia fundadora. En ese tiempo vio cómo niños con síndrome de Down, autismo, retraso mental, problemas de lenguaje y discapacidades motoras lograban caminar cuando antes no podían estar de pie sin ayuda. Otros chicos que no podían sostenerse lograban incorporarse para comer o bañarse. “Son cosas que no asimilas hasta que los padres te lo agradecen, porque para ellos es extraordinario que sus hijos coman solos”, dice Lola.
En 2012 se fundó la asociación Amigos de Ayapango A.C. en el pueblo donde vivían los abuelos de la veterinaria. Tan sólo en la cabecera municipal, donde residen unas 2,000 personas, Lola identificó a unos 50 niños y jóvenes discapacitados que no tenían acceso a ninguna terapia.
“Pensé que debía conseguir caballos para practicar allí la equinoterapia”, dice. Después de muchas gestiones y trámites, el 10 de enero de 2013 logró que el Estado Mayor Presidencial le donara dos caballos, a los que decidieron llamar “Sargento” y “Coronel”. “Los caballos más aptos para la equinoterapia deben tener lomo largo, ser mansos y poder juntar las patas traseras con las delanteras”, explica Lola.
Tras adiestrar a los animales con ayuda de su esposo, estaba lista para ofrecer equinoterapia en un terreno del centro de Ayapango que su abuelo le heredó. “No fue fácil convencer a la gente de que no pertenecemos a ningún grupo político ni religioso y que tampoco tenemos fines de lucro”. Las terapias a caballo son gratuitas, y los gastos de mantenimiento, comida, equipo y cuidado de los animales corren por cuenta de Lola y su familia. “Ayudar es una forma de agradecer lo que Dios nos ha dado”, dice.
Desde entonces, todos los sábados ella y su esposo se levantan a las 6 de la mañana para ir a Ayapango desde su casa en Tlalnepantla. El tiempo del trayecto varía entre una hora y media y tres horas, dependiendo del tránsito. Una vez que arriban a su destino preparan a Sargento y a Coronel, a fin de dejarlos listos para llevar de paseo a los jinetes especiales.
Éstos pronto empiezan a llegar: Gael, quien tiene dos años de edad y retraso psicomotor, Gerardo (tres años, síndrome de Lennox-Gastaut), los hermanos Juan Ángel (nueve años, parálisis cerebral) y Rafael (tres años, estrabismo), Iris (nueve años, parálisis cerebral), Fernando (nueve años, autismo) y Erick (19 años, discapacidad intelectual). Hay seis personas en la lista de espera, pero por el momento Lola y su familia no tienen recursos para atender a más gente.
“Hacen falta fisioterapeutas, neurólogos y psicólogos voluntarios”, dice ella. “Me gustaría formar gente del pueblo para que me ayude en las terapias. Hemos pedido apoyo a diversas instituciones porque necesitamos un auto para llevar a los niños de su casa al centro de equinoterapia, pero hasta ahora no lo hemos recibido”.
El uso del caballo como herramienta terapéutica es una práctica que tiene grandes resultados en todo el mundo. Erick, quien antes no hablaba ni sonreía, ahora convive con sus compañeros; Iris se puede sentar sin que la sostengan, y Fernando convive más con su papá. En México la equinoterapia sigue creciendo, pero aún es una alternativa costosa.
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