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Supermamás 2015 – Luz en el alma

Josefina Landero ha dado todo por su hijo y por muchos otros niños y jóvenes con discapacidad.

Josefina Landero Navarro nació en 1931, el año en que se inauguró el Empire State en Nueva York y se filmó Santa, la primera película sonora del cine mexicano. Esta mujer jamás imaginó que dedicaría su vida a cobijar a decenas de niños y jóvenes con discapacidad intelectual.

El rumbo de su vida cambió cuando su esposo, con quien tenía tres hijos y la había abandonado tiempo atrás, regresó a casa, en la Ciudad de México. Ella lo aceptó, y al poco tiempo se embarazó por cuarta vez. El 24 de febrero de 1974 dio a luz a Juan Carlos Ortiz Landero, quien nació con el síndrome de Down. “Un amigo mío, bueno, ni tan amigo, me dijo: ‘Acabas de tener un niño anormal’, y yo le respondí que era mi hijo y que iba a apoyarlo hasta el final”, cuenta Josefina.

Ese pequeño fue el motor que la impulsaría a crear un centro comunitario para personas con síndrome de Down, la alteración genética humana más común y principal causa de discapacidad intelectual.

La primera dificultad de Josefina fue encontrar un buen colegio para su hijo. Su primera opción fue una escuela regular, pero tras varios intentos se decepcionó. “En aquel tiempo los niños con la condición de Juan Carlos no eran bien aceptados y en ocasiones los lastimaban”, dice Josefina. Las escuelas especializadas estaban fuera de su alcance, pues a los tres meses del nacimiento del niño su esposo la abandonó nuevamente y se vio en la necesidad de trabajar para solventar los gastos familiares.

Pero la palabra derrota no estaba en su vocabulario, y poco a poco fue concibiendo un proyecto que permitiera a niños y jóvenes con síndrome de Down adquirir y desarrollar habilidades encaminadas a la autonomía individual y social. Un proyecto tan bien intencionado no tardó en recibir apoyos. La primera mano se la tendió Laura Celina Salas Vázquez, hoy día de 53 años, quien se sumó al plan con el mismo entusiasmo que Josefina.

El 6 de septiembre de 1989, un gallinero en desuso que fue limpiado y acondicionado modestamente se convirtió en un refugio de 12 jóvenes llamado La Colmena, Escuela de Educación Especial. “Una de las madres de los chicos donó tablas para hacer una mesa, y cada quien llevó su silla; luego alguien nos regaló una estufa, así que nuestro primer taller fue de cocina”, recuerda Josefina, quien a sus 84 años conserva la chispa y la lucidez que la han llevado a ser la guía y fortaleza de decenas de personas.

Sin embargo, la buena suerte les duró poco. A los nueve meses la dueña de la granja los echó, alegando que La Colmena “no era rentable”. Fue entonces cuando el padre de la iglesia de San Pedro Apóstol, en Zacatenco, les ofreció un techo por cinco años, pero luego les pidió también que desocu-paran el lugar.

Por fortuna, la esposa del entonces titular de la Delegación Gustavo A. Madero les permitió instalar La Colmena en un área del Centro de Desarrollo Social Aquiles Serdán, en el oriente de la ciudad. “Nos dieron una casetita sin techo”, refiere Laura. Las inclemencias del tiempo y lo reducido del espacio les plantearon todo un reto, pero de nuevo gente de buen corazón les ofreció ayuda. A través de donaciones, colocaron un techo de lámina acrílica en La Colmena y compraron muebles y herramientas para los talleres.

Con los años, la “magia” de Josefina, Laura y algunas voluntarias ha convertido ese pequeño espacio en un centro social que ofrece talleres a casi 40 jóvenes y adultos discapacitados para que adquieran autonomía.

Al igual que las abejas, en La Colmena los jóvenes y sus cuidadoras se organizan para trabajar con eficiencia y en armonía. Diariamente, de las 9 de la mañana a las 3 de la tarde, se imparten talleres de cocina, serigrafía, panadería, reciclado y artesanías. Los conocimientos y habilidades que los chicos adquieren han transformado su vida. Un caso ilustrativo es el de Alfonso Antunez Castillo, uno de los miembros de La Colmena con mayor permanencia. Cada día recorre solo más de 20 kilómetros desde su casa, ubicada en Cuautepec, hasta la colonia Casas Alemán, donde lo esperan Josefina y sus voluntarias.

Poncho, quien tiene el llamado síndrome del maullido de gato (por lo agudo del llanto de estos bebés al nacer), que es causado por una anomalía en el cromosoma 5, dice que en La Colmena aprendió a valerse por sí mismo. Este hombre de 30 años, 20 de los cuales los ha pasado con Josefina, asegura que cocina un arroz delicioso y que es feliz.

Además de los talleres, en La Colmena se fomentan hábitos de higiene, independencia personal y destrezas manuales. El círculo virtuoso creado en este sitio ha mejorado la vida de unos 200 jóvenes desde su fundación. Laura recuerda especialmente a Raquel, una chica con discapacidad intelectual que seguía siendo analfabeta a pesar de haber estado en una escuela especial. Al poco tiempo de su ingreso a La Colmena, Raquel ya leía y escribía. “Tenía 15 años cuando llegó con nosotros”, cuenta Laura. “Nos decía que no quería que nadie la tratara como tonta porque se sentía capaz de llevar una vida normal”. 

Después de siete años de asistir a La Colmena, Raquel se mudó con su familia al estado de Hidalgo, donde se inscribió en una escuela para adultos; allí cursó la primaria y la secundaria, y posteriormente se convirtió en mamá. Adquirió tanta autonomía de la ma-no de Josefina, que no sólo salió adelante con su propio esfuerzo, sino que ayudó también a sus dos hermanos, los cuales tienen la misma discapacidad que ella.

Aunque todos los chicos que pasan por La Colmena tienen cualidades invaluables, algunos sobresalen por sus méritos y logros únicos. Dos ejemplos son Fabiola Sagrero y Óscar Ulises Fernández, ambos de 20 años, quienes han ganado diversas carreras de atletismo tanto nacionales como internacionales.

Sin embargo, en La Colmena también han habido tiempos difíciles. “A uno de los directores del Centro de Desarrollo Social Aquiles Serdán no le gustaban mis niños y me exigía que los mantuviera encerrados”, recuerda Josefina con pesar.

Antes los muchachos salían a las calles aledañas a vender los productos que elaboraban en los talleres, pero la delincuencia y el abuso obligaron a Josefina y a sus colaboradoras a cancelar las salidas. “El barrio no es muy seguro”, dice la fundadora, “y aunque ya conocen a los jóvenes, no estaba yo tranquila; además, a veces se topaban con gente abusiva”.

Laura recuerda un día en que le pidió a uno de los chicos que saliera a la calle a vender el pan que habían horneado. “Al verlo regresar con la charola vacía me sentí feliz, pero cuando me dijo que alguien le había dado 10 pesos por todas las piezas, reconsideré la idea de que siguieran saliendo”, cuenta. Ahora ofrecen sus productos en bazares y otros lugares seguros. 

Aunque no todas las personas con síndrome de Down se enfrentan a los prejuicios de la gente, la mayoría de ellas sufren discriminación. Ismael Antunez Quiñones la vivió en carne propia cuando salió de La Colmena para trabajar. “Regresó pronto porque no le gustó el trato que le daban afuera”, recuerda Laura. “Se quejó de que eran groseros con él. Es cierto que estos jóvenes son muy sensibles, pero también es cierto que no existe una verdadera integración de los discapacitados en el ámbito laboral”.

Además de la falta de oportunidades de trabajo, que hace que las personas con síndrome de Down se sientan excluidas, otra desventaja que afrontan es su larga permanencia en los centros comunitarios. Para remediar en parte esta situación, Josefina decidió poner en marcha un plan de ayuda económica en La Colmena, la cual reciben sólo siete de los jóvenes en la actualidad. “El pago los hace sentirse útiles porque a menudo sucede que en sus casas piensan que son inservibles, que no pueden hacer nada”, dice la fundadora.

A pesar de los retos diarios, Josefina y su equipo —al cual se sumó una de sus hijas luego de obtener su jubilación— se mantienen firmes. Aunque están conscientes de que hay dolores inevitables, saben que existen también dolores que pueden vivirse de manera digna.

Con esta convicción en la mente, Josefina se levanta todos los días a las 5 de la mañana, para poder bañarse y vestirse con calma porque padece unos fuertes dolores de espalda que la han obligado a usar una silla de ruedas para desplazarse.

El amor que le profesa a su hijo Juan Carlos y a los demás chicos le infunde fuerzas para subir diariamente los largos tramos de escaleras que llevan a La Colmena, el sitio donde, asegura, quiere estar siempre.

 

Si deseas contribuir a la causa de Josefina Landero haz contacto con La Colmena, Escuela de Educación Especial. Puerto Tampico y Puerto Guaymas s/n, Colonia Casas Alemán, Distrito Federal. Tels. 5392 7751, 5753 9911 y 5577 0899.

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