Enriqueta López Portillo deseaba con el alma formar una familia.
En 1985 Enriqueta tenía 30 años y, más que nada, quería tener un bebé. Pero por mucho que su esposo y ella lo intentaban, no lograba concebir. Acudieron a médicos especialistas en fertilidad y probaron todos los tratamientos que les recomendaron, pero ninguno les funcionó y jamás supieron la causa de su problema.
Darse cuenta de que nunca podría dar a luz fue un momento muy doloroso para Enriqueta, pero seguía empeñada en tener un bebé. Ella y su esposo decidieron adoptar un niño y, en 1986, acogieron a Rogelio Enrique en su hogar. Tenía un día de nacido cuando lo recibieron.
En el transcurso de los cinco meses siguientes, se fue haciendo notorio que el niño tenía una discapacidad intelectual. Pero fue justo eso lo que hizo que Enriqueta se vinculara estrechamente con él. Estaba convencida de que las personas como ella, que son afortunadas por tener salud y recursos económicos, aunque sean modestos, tienen la obligación moral de ayudar a los necesitados.
Ésa fue una de las principales razones por las que, como odontóloga, decidió trabajar en las cárceles de la Ciudad de México y atender a los reclusos, muchos de los cuales estaban infectados de VIH/sida. Era un trabajo arriesgado en muchos aspectos, pero ella sentía el compromiso de servir a los internos.
Enriqueta se dedicó en cuerpo y alma a cuidar a Rogelio, e hizo todo lo posible para ayudarlo a adaptarse a la vida social. Entre otras cosas, le grababa libros para que pudiera aprender con cintas de audio. “Le daba mucho apoyo todo el tiempo porque él no podía hacerlo solo”, cuenta. “Mi hijo necesitaba ayuda, y a mí me encantaba ayudarlo”.
Algunos de sus familiares no estaban tan convencidos como ella de la adopción, y le citaban un dicho muy conocido: “Sangre que no es de mi sangre, nunca mi sangre será”. Enriqueta hacía caso omiso de sus comentarios y se concentraba en hacer que la vida del niño fuera mejor. Una de las condiciones más tristes de su vida, no haber podido dar a luz, la había llevado a Rogelio, y cuando estaba con él se sentía completamente satisfecha y realizada como madre.
Dos años después, en 1988, su esposo y ella adoptaron otro bebé recién nacido; estaba sano, y lo llamaron Francisco. A pesar del mucho tiempo que pasaba cuidando a Rogelio, Enriqueta tenía amor de sobra para su segundo hijo.
Durante los 20 años siguientes, Enriqueta se dedicó a cuidar a sus hijos y a atender a los reclusos. Criar a un hijo con múltiples necesidades especiales era complicado, pero inmensamente gratificante. Para motivarse cuando las cosas se ponían especialmente difíciles, Enriqueta cerraba los ojos e imaginaba una escena: a Rogelio de pie en la orilla de un río de aguas turbulentas y frías, lleno de pirañas y rocas afiladas. Ella y su esposo, parados en la otra orilla, sabían que debían rescatar a su hijo, o intentaría cruzar el río y se ahogaría sin remedio. “Todos los días tenemos que cruzar nadando al otro lado de ese río, y enseñarle algo nuevo”, dice Enriqueta. “Siempre”.
Durante los años que ha cuidado a Rogelio, Enriqueta ha visto muchas otras personas más como su hijo en la Ciudad de México, con discapacidades aún más graves, pero que provienen de familias que no pueden ofrecerles los cuidados necesarios. Siempre las mantuvo presentes en su pensamiento mientras atendía a Rogelio, y se prometió que algún día haría algo para ayudarlas.
Más sobre esta historia en Selecciones México, mayo 2012, pág 127.
Daniel Rome Levine/Foto: Ramón Sánchez Belmont
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