Para mí, la belleza de mi bebé y su asombroso cabello blanco eran algo sobrenatural, mágico. Sin embargo, los estudios médicos revelaron una situación más preocupante…
De todas las secciones del hospital acude gente curiosa para echarle un vistazo a nuestra hija recién nacida. “¡Qué blanca está!”, oigo decir a las enfermeras mientras la arrullan en su moisés de plástico, con la franqueza que ya me resulta familiar luego de cuatro años de vivir en Terranova, Canadá. “¡Qué blanco tiene el pelo!”
Sadie Jane ha venido al mundo este día, 26 de diciembre de 2010. Nacida postérmino, es regordeta, de piel tersa, con rasgos perfectamente formados y un mechón de pelo blanco en la cabeza. La pediatra de turno le examina las pupilas con una linternita; después, evita mirar a mi esposo, Andrew, a mis padres y a mí, y clava la vista en los cerros que hay detrás del hospital, en Saint John. “Tienen una bebé muy blanca y muy sana”, dice. Nunca volveremos a verla.
Mi hija es la más blanca de todas. Mi orgullo de madre es tan grande, que no cabe en la pequeña habitación que ocupamos en la sala de maternidad. Le pido a Andrew que nos saque fotos en mi cama, y él nos toma una que servirá para anunciar el nacimiento de Sadie. Yo envío la imagen a todo el mundo.
Al día siguiente Andrew toma en brazos a la niña y sale al pasillo a caminar un poco. Regresa pronto, seguido por una mujer corpulenta. Es una afanadora.
—¿Es albina la bebé? —pregunta en un tono alarmado.
—No —contesto con firmeza.
Cuando Andrew le cuenta esto a su madre por teléfono, a ella se le parte el corazón. Mi suegra y su esposo, Don, quienes viven en Georgetown, Ontario, se hicieron la misma pregunta cuando vieron las primeras fotos de Sadie. Don, médico familiar, cree que la pediatra prefirió no decirnos nada al respecto, por el momento.
El albinismo es un trastorno genético muy notorio, y a la vez misterioso y complejo. Las personas que tienen albinismo oculocutáneo carecen parcial o totalmente del pigmento melanina en la piel, el cabello y los ojos. Si se exponen al sol, sufren quemaduras peligrosas rápidamente. Casi todos los bebés albinos presentan nistagmo, un movimiento involuntario e incontrolable de los ojos de un lado a otro, y algunos de ellos no toleran la luz del día (fotofobia).
Hay pocos expertos en este campo. Cuando vamos a ver a nuestra médica familiar, una semana después de haber sido dadas de alta, la doctora nos dice que Sadie tiene la piel muy blanca, que sus ojos son normales y que se está desarrollando muy bien. ¡Perfecto! Mi orgullo de madre crece. Mi bebé está floreciendo.
Andrew, en cambio, no parece nada animado; está distante y pensativo. Al igual que sus padres, está convencido de que la bebé tiene una condición genética extraña, pero no me dice nada para no alarmarme.
Mis suegros llegan al día siguiente. Don examina con cuidado a Sadie, usando todo el instrumental médico que lleva en su maletín. Luego, mientras la niña se queda dormida en mis brazos, Andrew le revela a su padre que está preocupado y desahoga todo el miedo que ha reprimido desde que Sadie nació. Para mí, que piense que hay algo malo en la niña me resulta indignante e imposible.
Llamo por teléfono a mi madre.
—Es posible que Sadie no esté del todo bien —le digo, pero se me hace un nudo en la garganta y no puedo seguir hablando.
Mi madre no titubea.
—Nadie va a quererla menos —contesta con voz tranquila.
Estoy consciente de las peculiaridades de mi hija, pero las interpreto de una manera completamente distinta. Mi esposo es biólogo y vive en sintonía con el orden natural del mundo; yo soy folclorista, y caminar por la línea que separa la fantasía de la realidad es mi trabajo. Creo en la ciencia, pero entiendo los cuentos de hadas. El asombroso cabello blanco de mi hija y su mágica belleza me parecen propios de un personaje de fábula.
Cuando Sadie cumple cinco semanas, la llevamos al consultorio de una genetista, Lesley Turner. La doctora le toma una muestra de sangre. Los resultados llegan un mes después: la niña tiene albinismo oculocutáneo tipo 1 (AOC1) con variantes a y b.
El AOC1 se presenta en uno de cada 40,000 nacimientos. El gen recesivo que lo causa puede transmitirse inadvertidamente durante siglos, ya que para que se manifieste la anomalía en un bebé, ambos padres deben ser portadores. Es un trastorno sumamente raro. De todos los antros de todas las ciudades del mundo, Andrew tenía que entrar al Ship Pub una lluviosa noche de junio. Me fijo en él desde el otro lado de la barra y su cara me parece conocida, así que me presento. El resto es historia genética.
Es un consuelo extraño saber que todo se debe al ADN. Empecé la semana luchando por no llorar cuando, en una sesión de apoyo a la lactancia, una enfermera le revisó los ojos a Sadie y, preocupada, me hizo varias preguntas: “¿Le sonríe la bebé? ¿Hace contacto visual? ¿Puede fijar la vista en un objeto?” No, no y no. Luego, tras recibir el diagnóstico de la niña, tiré a la basura todos los álbumes de “El primer año de mi bebé” que había comprado. No sé cuándo Sadie enfocará un objeto o me sonreirá por primera vez, pero esos momentos sin duda serán algunos de los más emotivos y memorables de mi vida.
La blancura etérea del albinismo inspira creencias populares. Los indígenas guna del archipiélago de Guna Yala, ubicado frente a la costa caribeña de Panamá, creen que las personas albinas poseen poderes mágicos y que con ellos ahuyentan a un demonio que eclipsa periódicamente al Sol y a la Luna. Llaman “hijos de la luna” a esas personas, en alusión a que su madre o su padre contempló demasiado tiempo el cielo nocturno durante la gestación.
Imprimo artículos sobre las creencias populares en torno al albinismo y los guardo en una carpeta en mi escritorio. Los tengo junto al expediente médico de Sadie. Para mí, lo que he aprendido sobre los hijos de la luna de las islas Guna Yala es tan importante para entender el albinismo como la bibliografía que nos proporciona nuestro asesor genético.
En junio, en una reunión familiar, me siento acorralada por la amiga de un pariente, una incansable narradora de relatos poco ortodoxos.
—Mi tía es albina —me dice—. Tenía que cubrirse la cabeza con una manta durante el día, si es que se atrevía a salir. Todo el mundo pensaba que era una bruja.
—¿En serio? —replico, incómoda.
—Te tocó lo peor en el reparto de genes —proclama.
Me enfurece que esta mujer insinúe que mi preciosa hija es fruto de unos genes defectuosos. Pero lo que más me indigna son las reacciones de la gente en los momentos más mundanos. Una decena de compradores se alborota en el supermercado cuando me ven empujar por los pasillos el carrito con mi hija sentada dentro: estiran el cuello, señalan con el dedo, abren los ojos de par en par, llenos de asombro. “¿De quién sacó la nena el color del pelo, de usted o de su esposo?”, me preguntan.
Al llegar el otoño, a Sadie le hacen un examen de la vista para ponerle anteojos, controlarle el nistagmo y corregirle la miopía. Cuando la veo con el armazón de plástico rosa encima de las mejillas, me deprimo mucho. Salgo del consultorio del optometrista con lágrimas en los ojos.
A los ocho meses de edad Sadie empieza a asistir al centro local del Instituto Nacional Canadiense para los Invidentes (CNIB, por sus siglas en inglés), donde hay una sala de juegos diseñada para niños con visión limitada. Es un recinto un poco oscuro equipado con luces intermitentes, espejos, pisos acolchados, juguetes luminosos, cojines y una proyección de estrellas en el techo. Sadie ve mejor tras cada visita, y un día incluso alza la cabeza y observa los luceros.
Unos meses antes, mientras recorría yo con ella el centro del CNIB por primera vez, me encontré en un pasillo a una madre a la que había conocido en el hospital donde di a luz. “Se supone que las cosas no deberían ser así”, comentó. Pero así son.
Al ver en la calle a muchos niños que usan gafas oscuras, recuerdo que vivimos en la era de los filtros solares y la ropa antirradiación. Sadie es una niña hermosa, inteligente y muy graciosa, pero lo más importante es que recibe cariño. Su red social empieza por sus padres, que la adoran, y se extiende a familiares, amigos, un equipo de médicos y un perro encantador que la espera todas las mañanas junto a la puerta de su cuarto, agitando la cola. Otras personas que la miman son sus niñeras, un dependiente del supermercado y el cartero.
Cuando Sadie cumple un año, la doctora Turner nos invita a contar la historia de nuestro descubrimiento genético a sus alumnos de medicina de primer grado. Nerviosos, Andrew y yo preparamos una presentación en PowerPoint con 21 diapositivas y siete páginas de anotaciones.
La charla marcha sobre ruedas, hasta que tocamos el tema de tener un segundo hijo. La probabilidad de que este bebé presente albinismo es de 25 por ciento; de que sea portador del gen recesivo, de 50 por ciento, y de que no lo herede, de 25 por ciento. Estas cifras me dicen tanto como las cartas del tarot o las hojas de té. Prefiero pensar que nuestro segundo bebé nacería con el trastorno, o sería perfectamente normal.
Observamos los rostros de los más de 50 estudiantes que ocupan la sala de conferencias y damos por concluida la charla, con una sensación de impotencia ante el destino, ante un mecanismo genético que apenas me resulta comprensible, ante una realidad que debemos aceptar, ya se trate de un designio divino, de un infortunio azaroso o de una probabilidad demostrada por la ciencia.
Los estudiantes aplauden, y Sadie alza la mirada desde la tercera fila de asientos, donde intenta abrirse paso en su andadera; quiero pensar que se siente contenta de recibir la atención de tantas personas jóvenes, de oír las voces de sus padres en el fondo, y de saber que estamos intentando garantizarle (hasta ahora) un mundo confortable y seguro.
Contarles nuestra historia a los estudiantes no ha resultado tan difícil como temía. La realidad es que todos los días cuento otras versiones de la misma historia: a los curiosos que me hacen preguntas en las tiendas, a otras mamás que asisten al centro del CNIB, a mis compañeros de asiento en los aviones, y a los desconocidos en el parque. Algún día se la voy a contar también a la persona que más me importa, porque, al fin y al cabo, es su historia. Me pregunto cómo y a quién se la contará Sadie.
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