Esta es la segunda parte del artículo que se publico el día de ayer, puedes verlo en este enlace.
En la cocina de los Nir, un espeso polvo de concreto empezó a entrar por las ventanas del patio cerca de la piscina. El suelo se sacudía mientras Gabriel, de 25 años, corría al baño. “¡Tenemos que irnos ahora!”, le gritó a su hermana.
Tomó su celular y luego él y Chani, quien solo llevaba puesta una bata de baño, sandalias y una toalla en el cabello, corrieron hacia el vestíbulo.
A través de las ventanas y puertas de cristal, los Nir pudieron ver el desastre que había en el exterior.
La plataforma para vehículos se había hundido sobre el estacionamiento. Las alarmas de los autos sonaban a todo volumen, las luces de emergencia titilaban y el agua inundaba el lugar con rapidez, brotando de las tuberías que se habían reventado.
Los residentes de los pisos superiores gritaban y salían disparados de sus departamentos, muchos todavía en pijama; un hombre iba empujando un carrito de bebé.
Con el retumbar haciéndose cada vez más intenso, Gabriel llevó a su madre y a su hermana a un lugar seguro en la calle. “¡Corran! ¡Corran!”, les ordenó.
Piedras diminutas y trozos de escombros comenzaron a golpear su cabeza. El joven se dio la vuelta y se enfrentó a una imagen que lo atormenta hasta el día de hoy.
“Vi cómo el edificio se convertía en una nube de polvo blanco”, recuerda, al describir cómo el complejo se desmoronaba, buena parte sobre la vivienda de su familia. “Oía a las personas gritar”.
“Debo regresar. Debo asegurarme de que todos estén bien”, indicó a su madre y hermana. Pero sabía que era muy tarde.
En el piso 11, Albert Aguero miraba incrédulo los inmensos agujeros que se habían hecho en el hueco del ascensor. La mitad del departamento vecino estaba rebanada.
No había luz. Se preguntó si habría caído un rayo. Este exatleta universitario de 42 años, todavía en forma, estaba de visita desde Nueva Jersey junto con su esposa Janette, su hija Athena, de 14 años, y su hijo Justin Willis, un beisbolista de 22 años que estudiaba la universidad.
Al joven le pasó por la mente que un avión se había estrellado contra el edificio, pero era imposible conversar mientras corrían a las escaleras pensando si lograrían bajar aquellos 11 pisos antes de que sucedieran más derrumbes.
Nadie entró en pánico, nadie lloraba. “No había tiempo para reaccionar. Solo teníamos que movernos”, recuerda Albert.
Cada vez que descendían un nivel, gritaban a todo volumen el número del piso; era una pequeña victoria de supervivencia, unos pasos más cerca de la libertad.
El remolino de polvo y cenizas dificultaba ver a cualquier distancia y en cualquier dirección. Para asegurarse de no haber perdido a nadie, se llamaban con frecuencia unos a otros.
“Justin, ¿sigues ahí?”.
“Cariño, ¿estás bien?”.
Al llegar al sexto piso se encontraron con los López, y las dos familias continuaron juntas el descenso. En el quinto nivel, Janette oyó golpes en la escalera.
El movimiento del edificio había torcido el marco de una puerta, dejándola sellada. La mujer empujó con todas sus fuerzas hasta conseguir abrirla, y unos cuantos residentes se unieron al grupo que bajaba.
Entre ellos ahora se encontraba Susana Álvarez, de 62 años, quien llevaba de la mano a Esther Gorfinkel, una de las primeras ocupantes del edificio.
Álvarez les pidió a Albert y a su hijo que ayudaran a Gorfinkel mientras seguían su camino. Había algunas grietas y huecos a lo largo de las escaleras, pero nada que impidiera el paso. Aun así, el ritmo era demasiado intenso para Esther.
“No se preocupen por mí. Tengo 88 años. He llevado una buena vida”, les dijo, intentando convencerlos para que continuaran sin ella.
Sin embargo, Albert estaba decidido a lograr que todos salieran de ahí con vida. Avanzaban rápido, pero con cuidado, sin empujarse ni tropezarse entre ellos.
“Todo estará bien”, dijo para tranquilizar a Esther. “Nos aseguraremos de que llegue a los 89”.
En el noveno piso, Raysa Rodríguez y su vecina, Yadira Santos, estaban acurrucadas en el pasillo junto a Kai, el hijo de 10 años de la segunda, y su cachorro maltés. Al ver la otra mitad del edificio desaparecida, supusieron que tampoco había escaleras.
Conoce el final de esta historia el día de mañana.
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