Tlaquepaque, tierra de los dioses del barro
Durante cinco generaciones, la familia Panduro ha hecho de la artesanía una forma de vida que ha alcanzado reconocimiento internacional.
Durante cinco generaciones, la familia Panduro ha hecho de la artesanía una forma de vida que ha alcanzado reconocimiento internacional.
Dicen que fue presidente de México por unos minutos porque el mandatario Porfirio Díaz le permitió sentarse en la silla presidencial como pago por una obra de arte. Dicen que le llamaban el Brujo por la magia que sus manos hacían con el barro. Dicen que era analfabeto y que rechazó jugosas ofertas de negocios e importantes becas en el extranjero con tal de permanecer en Tlaquepaque, al lado de su familia.
Sobre Pantaleón de la Trinidad Panduro Martínez existen un sinfín de mitos y leyendas, pero en realidad en México poco se conoce, y menos se habla, de este indígena que inició en Tlaquepaque una dinastía de artistas especializados en obras de barro que van desde las asombrosas miniaturas humanas de proporciones anatómicas casi perfectas que se exhiben en Europa —y muy apreciadas en el extranjero— hasta piezas de gran formato igual de distinguidas.
Bernardo Carlos Casas, cronista de Tlaquepaque, cuenta que, tiempo atrás, desde que se ponía un pie en ese pueblo se escuchaba un sonido muy peculiar: el palmoteo de decenas de manos trabajando el material arcilloso. Y es que Tlaquepaque tiene una larga tradición alfarera. Cuando los españoles llegaron a estas tierras descubrieron que los indígenas elaboraban artesanías utilitarias (platos, tazas y cualquier objeto necesario para la preparación y el consumo de sus alimentos), así que les enseñaron a usar el torno y la greta, mezcla de plomo en polvo con sílice y agua empleada a fin de vidriar la loza y darle mayor resistencia.
Los invasores también iniciaron a los lugareños en la creación de teja y ladrillo, productos que manufacturaron por décadas. Y conforme la loza que siempre habían fabricado empezó a comercializarse más allá de sus fronteras, a principios del siglo XX incursionaron en las figuras humanas, actividad que les granjeó el título de “moneros”.
Una vez dominada la anatomía humana, los tlaquepaquenses —personas muy religiosas— replicaron con barro las escenas del nacimiento de Jesucristo que observaban en estampas de pinturas italianas y españolas. “Tal vez Tlaquepaque sea el lugar donde se elaboran más nacimientos en México”, aventura Rodo Padilla, artista oriundo de esta localidad.
Los nacimientos han alcanzado tal sofisticación en esa región que en 2006 Fernando Martínez Zúñiga, artesano local, obtuvo el Galardón Presidencial —máximo reconocimiento que, a la sazón, recibía un artesano a nivel nacional— en el XXX Premio Nacional de la Cerámica con su obra Nacimiento, confeccionada con la técnica de barro policromado en frío.
Desde finales del siglo XIX, Tlaquepaque se convirtió en el lugar de descanso de la élite política, religiosa y económica de la vecina ciudad de Guadalajara. Las enormes y lujosas casonas de este estrato contrastaban con las antiguas casitas con techo de zacate de los nativos.
Esos impresionantes inmuebles habitados por los conquistadores fueron fragmentados y, actualmente, albergan galerías, hoteles, comercios y museos como el Regional de la Cerámica, en cuyo inmueble vivió Francisco Velarde de la Mora, el Burro de Oro, un rico y famoso hacendado que, según la leyenda, los domingos paseaba por la ciudad en un carruaje cargado con flores para regalárselas a las doncellas que le gustaban. De ese hombre que calzaba zapatos con tacones de oro también se dice que conseguía lo que quería, como el título de general que, supuestamente, le compró a Santa Anna, relata Ramiro Miranda, coordinador de dicho recinto.
El jardín Pila Seca —emblemático espacio público donde se halla una antigua fuente de la ciudad, así como un puente artesanal construido en 1978— señala el límite entre Tlaquepaque y Guadalajara. Pasando ese punto se ubica la calle Independencia, que aglutina la mayoría de los comercios y sitios de esparcimiento del recién nombrado Pueblo Mágico.
Ahí están las galerías de Sergio Bustamante, un relevante artista plástico; Rodo Padilla, miembro de una familia de artesanos que hoy en día es considerado como uno de los más reconocidos escultores de cerámica de alta temperatura (técnica muy alejada de la mexicana, pues las arcillas de nuestro país son naturalmente para bajas temperaturas), y Agustín Parra, artista nacional que ha fabricado los sillones en los que han reposado los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco I durante sus visitas a México.
Cerámica bruñida, chapeada, de alta temperatura, petatillo; cazuelas, ollas, macetas, floreros y platos; prendas deshiladas, piezas de peltre y ornamentos de vidrio trabajados con tres técnicas (prensado, soplado y estirado, quizá una de las más difíciles de ejecutar) resplandecen por todo el centro histórico de esta capital de la alfarería.
Los comercios de Tlaquepaque venden artesanías provenientes de todo el país. Hay caras, baratas, finas y de mediana calidad; piezas de colección y ganadoras de diversos concursos. Es posible adquirirlas en los muy modernos y estilizados establecimientos ubicados en el centro —generalmente más concurridos por los turistas tanto nacionales como extranjeros y en donde no se permite tocar ni tomar fotos— o en los cálidos talleres familiares establecidos en los hogares de los propios artífices, donde la compra se transforma en una experiencia sensorial, pues el visitante observa, toca, huele y aprende.
En el 216 de la calle de Matamoros hay un nicho en la pared con una preciosa figurilla del dictador Porfirio Díaz Mori, así como una placa que anuncia que ese inmueble es parte del corredor turístico artesanal, una iniciativa gubernamental que busca visibilizar a los alfareros.
Tras esa puerta se ubica el taller Núñez Panduro, Raíces en Barro, un local cálido y lleno de historia en donde diariamente Pilar, Eva y Cony disfrutan de la creación de figuras de barro rodeadas de fotos suyas con personalidades y reconocimientos a su talento y al de sus antepasados.
Estas mujeres son tres de los seis tataranietos de Pantaleón Panduro —quizá uno de los máximos exponentes de la artesanía de barro de Jalisco por sus magistrales bustos de personajes célebres como Porfirio Díaz y su esposa, o el expresidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt—, de quien no heredaron su apellido, pero sí su increíble destreza manual y su amor por esta disciplina.
Han sido artesanas casi los mismos años que tienen de vida, así que conocen bien los secretos del barro: saben que hay que mezclar el negro con el blanco con objeto de obtener la maleabilidad adecuada; que si una pieza se agrieta durante su elaboración se cuarteará aún más en el secado, y que no hay nada peor para el modelado que la temporada de calor.
“Somos de las familias que más prestigio le hemos dado a la artesanía de barro, a la más pura, a la original”, afirma orgullosa Pilar, ingeniera en comunicaciones y electrónica, y, sin duda, la mejor artesana de la quinta generación Panduro, pues sin haber tomado una sola clase de modelado crea magníficas obras de arte que la han hecho acreedora al Premio Nacional de la Cerámica.
Pilar y su padre, Margarito —declarado “Leyenda Viviente” por el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías—, fueron invitados por el expresidente de México Felipe Calderón Hinojosa a una celebración para conmemorar el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, festejada en la entonces residencia oficial de Los Pinos.
Mientras que Pantaleón se especializó en piezas de gran formato, su hija Maura lo hizo en nacimientos, y su nieto Margarito inició la colección en miniatura (unos 12 centímetros) de los presidentes de México.
Actualmente, estas figurillas, que lo mismo engalanan galerías de Japón, Estados Unidos y España que casas de expresidentes, historiadores y coleccionistas, son cocidas en hornos de gas y pintadas en frío con pinturas acrílicas. No obstante, décadas atrás Margarito las horneó en braseros con carbón (por eso, las piezas resultantes son muy frágiles), usó mangos de peines sin dientes a fin de trabajar en los detalles y les otorgó color con anilinas y brillo con la goma del árbol del mezquite, la cual derretía al sol y luego deslizaba por las estatuillas.
La colección de presidentes le dio tanta fama al abuelo Margarito, que al taller acudían militares de todos los rangos, así como artistas de la altura del cómico mexicano Germán Valdés, Tin Tán, y la actriz española Emilia Guiú. Hoy en día, este acervo rebasa las 60 piezas y ya incluye a Andrés Manuel López Obrador, el actual mandatario de México.
Aunque la obra de los Panduro es considerada una auténtica representante del arte popular mexicano, existe poca difusión y demasiadas leyendas en torno a ella, así que la familia se esfuerza por que el mundo conozca al verdadero Pantaleón Panduro, el artesano que, si bien no fue titular del poder Ejecutivo por unos minutos, sí fue un artista tan grande que alguien lo llamó “el Fidias de los indígenas”.
“¿Qué cosa hay mejor en el mundo que la tranquilidad de una familia?”, respondió Pantaleón cuando le preguntaron durante una entrevista por qué no se mudaba a la capital para hacer crecer su negocio o se iba a estudiar arte al extranjero.
Dicen que si hubiera viajado a Roma con tal propósito, se habría convertido en uno de los primeros escultores del siglo XX. Nunca se sabrá si eso hubiera pasado; lo que sí se sabe, y es causa de orgullo, es que nació artista y que profesó un inmenso amor por su familia, su tierra y su oficio.