Todos gozan la vida en Copacabana
A nadie le importa si eres pobre o rico en la “playa del pueblo” de Río de Janeiro. Es mi primer día en la mundialmente famosa playa de Copacabana: tres kilómetros de arena reluciente,...
A nadie le importa si eres pobre o rico en la “playa del pueblo” de Río de Janeiro.
Es mi primer día en la mundialmente famosa playa de Copacabana: tres kilómetros de arena reluciente, cuerpos esbeltos y bronceados y trajes de baño minúsculos. Sin embargo, ya empiezo a sentirme como pez fuera del agua.
—No vas a llevar eso puesto, ¿verdad? —me pregunta Renata, mi amiga brasileña, señalando mis holgadas bermudas con estampado de camuflaje, de ésas que llegan hasta la rodilla.
—¿Por qué no? —respondo mientras me embadurno la piel con una gruesa capa de filtro solar con factor de protección 100.
Renata se queda callada, pero entiendo la razón de su pregunta cuando veo cómo los cariocas (los nativos de Río de Janeiro), casi todos bronceados y en buena forma física, disfrutan de lo que para muchos de ellos es la playa de su barrio.
La mayoría de las mujeres lucen bikinis brasileños, que, como me explica Renata, son mucho más pequeños que los que usan las francesas, y algunas llevan tangas de “hilo dental”, como los cariocas llaman estas prendas. Me doy cuenta de que, en efecto, por detrás desaparecen… como el hilo entre los dientes.
Aunque algunos hombres usan pantaloncillos de surf, muchos otros (de todas las edades) llevan sungas ceñidas: unos trajes de baño brasileños un poco más largos que los de la marca Speedo pero mucho más cortos que las ridículas bermudas que estoy usando, y que me señalan inconfundiblemente como un “gringo”, palabra con que los cariocas designan a los extranjeros; en mi caso, un estadounidense de Vermont (un lugar más conocido para ir a esquiar que para asolearse). Todo el mundo luce un bronceado estupendo.
Como he venido a pasar una semana en Río de Janeiro, a explorar la playa de Copacabana y a estudiar el fascinante papel que desempeña en la vida de los cariocas, mentalmente me fijo un objetivo: Tengo que ponerme moreno, deshacerme de las bermudas y comprarme una sunga.
Copacabana es una tarjeta postal hecha realidad: una media luna de arena blanca y fina rodeada de edificios altos. Al norte de la playa se ve el cerro Pan de Azúcar, de 396 metros de altura, y al sur la majestuosa estatua del Cristo Redentor. Y, como en todas las playas de esta ciudad, la gente se divierte de lo lindo.
“Lo más importante que hay que entender sobre Copacabana y el resto de nuestras playas es que son los únicos lugares de Brasil donde no hay distinciones de clase social”, me dice Roberto DaMatta, reputado antropólogo y escritor brasileño, mientras lo visito en su casa, en las afueras de Río de Janeiro. “Los habitantes pobres de las favelas (asentamientos precarios en las colinas de la ciudad), los ejecutivos de negocios y los estudiantes adquieren el mismo estatus en la playa. Como casi todo el mundo está prácticamente desnudo, pocas cosas pueden diferenciar a la gente de cada clase social, y como todas las playas son públicas, todo el mundo es bienvenido. La playa es el lugar más democrático de Brasil”.
No me lleva mucho tiempo comprobar que en Copacabana, como señaló el actor y guionista británico Michael Palin, “la brecha entre las favelas y las clases pudientes prácticamente desaparece”. Entre la multitud de los que trotan, juegan voleibol o frescobol, hacen sentadillas, nadan, surfean, toman el sol y los que simplemente se dedican a observar a la gente, me topo con Magno, un hombre alto, esbelto y moreno que vive en una favela cercana.
—Ésta es la playa del pueblo —me dice antes de lanzarse al agua para cruzar la bahía a nado con un grupo de fanáticos de la buena forma física—. Aquí, a nadie le importa si eres pobre o rico. Lo que importa es la playa.
A pocos metros de distancia, el periodista Fernando Moraes participa en una clase al aire libre de capoeira —una mezcla de danza, deporte y arte marcial muy popular en todo Brasil—, y en una pausa me explica que la playa de Copacabana también debe su naturaleza heterodoxa a los altos edificios densamente habitados que la flanquean.
“Es un barrio muy interesante de Río de Janeiro, en el que puedes encontrar toda clase de personas”, afirma. “En la actualidad tenemos vida nocturna las 24 horas, y viene gente de muchas zonas de Brasil, tanto ricos como pobres. Aquí puedes encontrar de todo”.
La policía de Río de Janeiro patrulla regularmente la playa, y ha contribuido a reducir el número de razias o “incursiones”, en las que grandes grupos de jóvenes, supuestamente de las favelas cercanas, recorren la playa para robar por igual a turistas y residentes. Sin embargo, se advierte constantemente al público que lleve el menor número posible de objetos a la playa y que esté alerta a cualquier persona sospechosa. Algunos de los hoteles de muchos pisos de altura incluso tienen guardias en la azotea equipados con radiotransmisores portátiles y binoculares para que vigilen la seguridad de los huéspedes en la playa. El histórico Hotel Copacabana Palace se jacta de contar con 32 guardias perfectamente adiestrados.
El primer día de mi visita a Copacabana aprendí el alto precio que hay que pagar por no estar atento.
—¿Quiere que le limpie los zapatos, señor? —me preguntó un joven de baja estatura que cargaba con un cajón de lustrabotas.
Señaló mis zapatos tenis que, como por arte de magia, de repente tenían unas manchas grandes de mostaza. Antes de que pudiera contestarle que no, el joven estaba de rodillas delante de mí, limpiando y cepillando febrilmente mis zapatos.
Cuando terminó, señaló un cartel en un costado de su cajón y dijo:
—Son cincuenta dólares.
De pronto caí en la cuenta de que ese joven —o un cómplice suyo— debió de haberme seguido unos minutos antes y manchado los zapatos con un chorro de mostaza: un truco viejo. Hasta cierto punto me hizo gracia su descaro, pero su actitud cambió cuando le pagué unos cuantos dólares. Él tomó el dinero y se alejó, maldiciéndome en portugués. Más tarde supe que fui afortunado: ese joven había atacado a otros turistas que se negaron a pagarle los 50 dólares.
La función de Copacabana como “playa del pueblo” se hace más evidente los fines de semana y durante los grandes eventos públicos. Cuando el papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano de la historia, visitó Brasil en 2013, celebró una misa en Copacabana. Más de 3 millones de personas inundaron la playa blandiendo banderas para saludar y escuchar al Papa. Muchas de ellas durmieron en la arena, en una celebración que duró toda la noche.
Se dice que Rod Stewart atrajo más gente que el Papa: unos 3.5 millones de personas asistieron al concierto que dio en la playa en 1994. Los Rolling Stones reunieron a 1.5 millones de seguidores en 2006. Todos los años Copacabana acoge también la mayor celebración de Año Nuevo del mundo, cuando más de 2 millones de juerguistas llenan la playa para ver los fuegos artificiales y rendir honores a Iemanjá, la diosa afrobrasileña del mar.
Los domingos acude tanta gente (Río de Janeiro tiene unos 6.5 millones de habitantes) a Copacabana, que las autoridades de la ciudad cierran la Avenida Atlántica —el majestuoso paseo marítimo— y la convierten en una zona para caminar, montar en bicicleta y patinar. Cuando los cariocas se disponen a volver a casa después de haber pasado unas horas divirtiéndose, les gritan a sus conocidos que acaban de llegar Boa praia!, que significa “¡Disfruten la playa!”
Este domingo la playa está a reventar. No exagero: hay tanta gente, que casi es imposible ver un trozo de arena libre entre los bañistas que se asolean o juegan. Mientras doy una caminata por la playa, que sigue un trazo ligeramente curvo, veo un ejército de vendedores ambulantes que pululan entre los bañistas ofreciéndoles de todo: bikinis, bebidas heladas, sombreros, balones de futbol e incluso, por increíble que parezca, ¡vacaciones en régimen de tiempo compartido! Como me dijo un amigo brasileño acerca de Copacabana, “simplemente siéntate en la playa, y cualquier cosa que necesites aparecerá en tus manos en cuestión de minutos”.
Después de cocerme bajo el sol abrasador de Río de Janeiro, cuando me meto en el mar para darme un chapuzón descubro que el agua está sorprendentemente fresca: a 20 ºC. El mar está en calma, pero no siempre es así; a veces, las grandes olas y la fuerte resaca hacen de nadar un reto enorme. Y no hay mucha gente metida en el agua; muchas de las personas que acuden a la playa se conforman con mojarse los pies o sentarse un rato en la arena.
“Fíjate en los cariocas que acuden a la playa”, me había dicho Roberto DaMatta. “Te darás cuenta de que no hay nadie leyendo. En vez de eso, se dedican a mirar a los demás. Es uno de nuestros pasatiempos nacionales”.
Tiene razón. En todas las playas de Brasil la actividad consiste en observar y ser observado. Le pregunto a una bella, esbelta y bronceada joven de pelo negro que acaba de salir del agua con un bikini revelador si no le importa que la miren cientos de personas, hombres y mujeres.
—No, en absoluto —responde—. Crecemos usando diminutos trajes de baño y nos halaga que la gente nos mire. Los latinos apreciamos los cuerpos bonitos. ¿Tú no?
¿Cómo podría contestarle que no a esta beldad?