Ambos padecían un mal incurable, pero eso no les impidió entregarse con el alma el uno al otro.
Desde el día en que nació, los médicos estaban seguros de que Kimberley Marshall moriría pronto. Padecía fibrosis quística, un trastorno genético incapacitante y letal. Desesperada por mantener viva a su pequeña, Dawn, la madre de Kim, se la llevó a casa, donde ella y la abuela de la bebé dedicaban tres horas diarias a darle golpecitos en el pecho y la espalda para desprenderle el moco pegajoso que obstruye los pulmones de los enfermos de este mal. Tratar de eliminar esa mucosidad, dijo un médico, es como querer barrer miel que se hubiera derramado en el piso.
Para asombro de todos, Kim llegó a tener la fortaleza suficiente para asistir a la escuela primaria. Hasta tomó clases de ballet y formó parte de un equipo femenil de futbol.
“¡Ahí va la princesa!”, solía gritarle Dawn desde la orilla de la cancha, disfrutando por unos momentos del placer de sentirse tan normal como las otras madres. También le gustaba imaginar que Kim era una chica como todas, y que cuando fuera a su primer baile, alzaría soñadoramente la cabeza al final de la noche para que un muchacho la besara.
Pero Robert Kramer, el primer médico de Dallas, Texas, que se especializó en fibrosis quística, les advirtió a Dawn y a su esposo, Bill, que la mejoría de Kim era temporal. Aunque hoy existen tratamientos pulmonares y medicinas que permiten a los pacientes llevar una vida productiva y sin dolor, la esperanza media de vida entre ellos es de unos 29 años.
Como lo predijo el doctor Kramer, pronto llegaron los días en que el cuerpo de Kim parecía desinflarse como un juguete de hule perforado, y su madre tuvo que internarla en un hospital de Dallas. Pronto se estableció una pauta: unos meses de remisión seguidos de una estancia en la unidad de fibrosis quística del hospital.
Kim siempre llevaba consigo sus animales de felpa, su manta rosada favorita y su diario. Cuando moría alguno de los otros chicos enfermos, anotaba sus impresiones: “Wendy murió esta mañana a las 8:10. Sufrió toda la noche. Es mejor así. Pobrecilla”. Dawn pensaba que ésa era su manera de prepararse para lo que sabía que un día le ocurriría a ella.
Durante un tiempo Kim trató de parecerse a los “normales” (así llamaba a los chicos que no padecían fibrosis quística). En el bachillerato sacaba muy buenas calificaciones, y usaba vestidos largos para ocultar sus delgadas piernas. Cuando sus compañeros le preguntaban por qué tenía accesos de tos, les respondía que padecía asma. Recogía en su auto a otras jóvenes con el mismo mal, y conducía tocando el claxon, saludando con la mano a los muchachos y lanzándoles la mejor de sus sonrisas.
Pero no podía olvidar la realidad de su vida. Tenía el tracto gastrointestinal tan obstruido de moco que experimentaba dolorosos ataques de diarrea. Contrajo un trastorno neurológico que le afectó el equilibrio y distorsionó su percepción.
Finalmente, durante el último año de bachillerato, se debilitó tanto que tuvo que terminar en casa algunos de los cursos. En uno de sus momentos de mayor depresión, pidió que no se incluyera su foto en el anuario de la escuela. “Parece que me estoy muriendo de inanición”, observó.
David Crenshaw vio por primera vez a Kim en la primavera de 1986, cuando ambos estaban recibiendo tratamiento en el mismo hospital. Ella tenía 16 años; era delgada y bonita, y su largo cabello rojizo hacía juego con su camisón rosado. David tenía 18 años. Usaba una camiseta holgada, un pantalón de piyama de color gris y unos enormes anteojos sujetos con una tira de cinta adhesiva.
—Ni creas que esa chica se va a fijar en ti —le dijo en son de broma Doug Kellum, uno de los terapeutas de la unidad de fibrosis quística, que había sorprendido a David mirando con atención a la muchacha.
En efecto, era difícil imaginar que pudiera surgir una atracción entre ellos. A Kim le gustaban los perfumes caros, el maquillaje y la ropa. Pasaba horas sentada en la cama del hospital leyendo novelas románticas.
David, por su parte, tenía fama de tratar de impresionar a las chicas con chistes picantes. Robusto y efusivo, había llegado a ser una especie de leyenda en el hospital. Jamás se había sabido de un enfermo de fibrosis quística capaz de hacer las cosas que él hacía; por ejemplo, cuando lo enviaban a casa, piloteaba autos pequeños en una pista de tierra. “Nos propusimos criarlo como a un muchacho sano”, dice su padre. “Tal vez pensamos que si lo hacíamos lo bastante resistente, lograría vencer la enfermedad”.
Lo cierto es que David nunca se comportó como un enfermo. Le encantaba divertirse, y organizaba carreras de sillas de ruedas en el pasillo del tercer piso del hospital. Una gélida noche se llevó a varios otros pacientes de fibrosis quística a una pista de go-carts. “Parecía estar rodeado de un halo de inmortalidad”, recuerda el doctor Kramer.
Durante dos años David pasó muchas veces por la puerta de Kim, e hizo acopio de valor para asomarse y saludarla. Ella lo miraba, le sonreía levemente y volvía a su lectura.
El muchacho no se desanimaba. “Cuando Kim estaba en el hospital y David en su casa”, refiere Kellum, “él a menudo llamaba por teléfono para preguntarme por la salud de la chica, aunque ella ni siquiera habría mirado su reloj para decirle la hora”.
Por sorprendente que parezca, es común que los jóvenes pacientes tengan su primer encuentro con el amor en el hospital. “Se cree que estos chicos, como se ven tan débiles, carecen de impulsos sexuales”, dice el doctor Kramer, “pero es probable que piensen más en este asunto que la gente normal. Es su manera de decirse que están vivos y llenos de energía”.
A finales de 1988 Kim inició una relación intermitente con otro enfermo de fibrosis quística, un joven llamado Steve. “Yo sabía que no iba a durar”, comentó David. “Tenían miedo de comprometerse”. Efectivamente, esa relación amorosa terminó.
En el otoño de 1989, cuando David y Kim se habían marchado de nuevo a casa, él le telefoneó para invitarla a cenar. Ella rechazó la invitación, pero David no se dio por vencido:
—Pasaré por ti a las 8 de la noche. Y no quiero oir más “peros”.
Aterrada, Kim se hizo acompañar de su hermana, Petri, a la que obligó a sentarse junto a David en el asiento del copiloto. Ella se acomodó atrás y se negó a hablar. Guardó silencio durante toda la cena, y puso cara de pánico cuando él propuso que fueran a bailar a un centro nocturno. Al llegar a su casa, Kim bajó del coche y corrió a refugiarse en su cuarto.
A pesar de todo, David siguió frecuentando a Kim. Iban juntos a jugar a los bolos, y él la llevaba a verlo competir en las carreras de autos. Poco a poco el amor floreció. El 17 de noviembre de 1989, Kim escribió en su diario: “Esta noche David y yo nos besamos por primera vez. Por favor, Dios mío, permite que marche bien esta relación”.
Seis meses después de su primera cita, los jóvenes anunciaron su compromiso… para consternación de sus familiares, amigos y médicos.
—Los dos están enfermos; no pueden cuidarse solos —le dijo a David su padre, y le suplicó que reconsiderara el asunto.
—¿Te das cuenta de que uno de ustedes morirá en los brazos del otro? —le preguntó Dawn a su hija, con los ojos llorosos.
David y Kim insistieron en que tenían derecho de estar juntos. “Creo que mi hija sabía que ésta era su última oportunidad de conocer el amor”, dijo Dawn, quien finalmente accedió a que se casaran.
El 27 de octubre de 1990, Kimberley Marshall, de 21 años de edad, cruzó con paso tambaleante la nave central de la iglesia y juró amar para siempre a David Crenshaw, de 23 años.
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