—¡Qué ocurrencia venir a la India en una moto amarilla!—me dijo un hombre de corta estatura mientras caminaba yo junto al Ganges.
Cerca de allí había una hoguera en la que ardía el cuerpo de un recién fallecido. Leíste bien: estaban quemando un cadáver al aire libre para después echar sus cenizas al río sagrado. Los hindúes creen que si uno muere y es arrojado al Ganges, no tiene que reencarnar: un anhelo de todos los adeptos del hinduismo, me dijeron.
Era la más reciente muestra de rechazo de las muchas que había sufrido ese día de camino al famoso río. Había ido a la India como parte de un proyecto de dar la vuelta al mundo ayudado por la generosidad ajena. Unos meses antes había dejado la comodidad de mi hogar en Los Ángeles, California, y ahora conducía una moto amarilla vintage (a menudo averiada) en otro continente, sin comida, dinero, ni alojamiento.
Me había fijado la regla de aceptar todo ofrecimiento de comida y hospedaje, mas no de dinero. No pretendía viajar gratis, sino compartiendo gastos y beneficios. De hecho, pensaba que al volver a casa daría dinero a algunas de las personas que hubiera conocido para ayudarlas. Quería, en suma, reconectarme con el mundo y ayudar a otros a hacer lo mismo.
A esas alturas ya había recorrido el trayecto hasta Nueva York y cruzado el Atlántico en un buque carguero para reanudar el viaje en moto. Algunos días y semanas eran mucho más duros que otros, cuando parecía que nadie quería echarme una mano.
Me senté a la orilla del Ganges, tan exhausto que no hacía más que mirar el agua, el humo, el lugar extraño donde me encontraba. Un hombre mayor pasó a mi lado, se detuvo y me preguntó qué hacía. No sabía qué responderle. Estaba cansado de pedir ayuda y recibir sólo negativas.
—No lo sé —dije al fin.
—Un día usted también terminará así —señaló, refiriéndose a las piras funerarias que ardían a nuestro alrededor—. Viva en el momento y no pierda este tiempo.
Se alejó sin más, pero sus palabras calaron en mí. Aquellos pequeños instantes —como contemplar la puesta del sol en una granja de Nebraska o tomar el té con un nuevo amigo en Turquía— eran imperecederos.
De pronto, la India dejó de ser un purgatorio sobrepoblado y se volvió un mundo de detalles, de historias sin fin, de magia en medio del caos. Mi tarea era quedarme en el momento. Seguí andando junto al Ganges, y al poco rato conocí a Dilip, un joven barquero que ofreció llevarme a dar un baño en el río. Era bajito y delgado, pero tenía los brazos musculosos a fuerza de trabajo arduo.
En la mitología griega, Caronte es el barquero que conduce las almas de los muertos por el río Estigia hasta el Hades, el inframundo. Al subir a la barca de Dilip en el turbio Ganges para nadar en él, esperaba no acabar pronto en el mundo de los muertos.
Porque sumergirse en el Ganges no es como hacerlo en las aguas azules del lago de Como. Aunque es uno de los ríos más sagrados del mundo, también se cuenta entre los más sucios. Yo había visto flotar en la corriente animales muertos: un perro, dos vacas y otros imposibles de identificar.
Dicen que bañarte en el Ganges te purifica de todo dolor y sufrimiento, pero mientras surcábamos esas aguas lóbregas le pregunté a Dilip:
—¿Has nadado alguna vez aquí?
—Sí —contestó, obviamente ajeno a mi intranquilidad—. Muchos lo hacen, y yo no soy la excepción.
Luego supe que Dilip pertenecía a una de las castas inferiores de la India. Aunque no era un paria, ocupaba un sitio lo bastante bajo para que, en su mundo, el oficio de barquero equivaliera casi al de rey.
DiliP detuvo por fin la barca en la orilla. Era hora de conseguir la purificación, sin contraer, esperaba yo, una tifoidea mortal.
—¿Seguro que es prudente hacer esto? —le pregunté con inquietud mientras nos desvestíamos hasta quedar en calzoncillos.
—Sí —dijo él—. Nadar en el Ganges purificará tu karma. —Me tendió un enorme paño rojo para que me lo ciñera a la cintura y miró el río—. Éste es Dios. Al percibir las vibraciones, no dejas de pensar ni de cambiar.
Luego de decir juntos una oración, metí los pies en el agua fría, lleno de aprensión. Adelantándose con un movimiento rápido, Dilip se sumergió y se echó agua en la cara.
Avanzando otro poco, le pregunté:
—¿Haces esto a diario?
Él asintió.
—¿Y no te enfermas?
Negó con la cabeza, y yo insistí:
—¿Bebes el agua?
—Sí —repuso, y tomó un trago.
Cerca de allí se celebraba una boda en otra embarcación. El sol empezaba a bajar, y Dilip fue a una parte más honda. Miré a mi alrededor, y por un instante sentí que no estaba en la Tierra, sino en las antiguas leyendas de los dioses griegos que había leído en la escuela.
Pensé en todos los héroes que habían cruzado el río en la barca de Caronte: Hércules, Orfeo, Dionisos y, desde luego, Odiseo. Todos volvieron renovados al mundo de los vivos, y más sabios para el viaje. Si ellos pudieron, ¿por qué yo no?
Mientras nos bañabamos en el río le dije a Dilip:
—Comencé mi viaje en el letrero de Hollywood de Los Ángeles —una meca del capitalismo—, y heme aquí en el Ganges, el lugar más sagrado para los hindúes, contigo, a quien acabo de conocer.
—Sí —contestó él sonriendo—, porque Dios hace cosas buenas.
Me tomó de la mano y pronunció una bendición en hindi haciéndome repetir cada frase. Proveníamos de distintas partes del mundo, y estábamos juntos en el Ganges purificando nuestras almas.
Al salir del río Dilip me ofreció alojamiento en su casa. Fuimos a pie a donde vivía con su esposa, Dharmin, y sus dos hijos varones, Amrit, de cinco años, y Ashish, de dos.
En la cena Dilip me dijo que Amrit antes iba a la escuela, pero que habían tenido que sacarlo.
—La escuela cuesta mucho —explicó—, y algunas veces no consigo suficientes pasajeros.
En Occidente vemos la educación como un derecho, pero en la India les cuesta incluso a quienes apenas tienen para comer. Yo no había valorado la que recibí. Detestaba la escuela, pero no me concebía sin ella. Fue allí donde me enamoré de los episodios de la historia, donde hice girar mi primer globo terráqueo y vi todos los lugares que esperaba conocer. Y aunque no aprobé química ni álgebra, también aprendí a conocer gente nueva y hacer amigos.
Al mirar a los hijos de Dilip, me dolió que ellos no tuvieran la misma oportunidad. El poder de la educación, ya sea la tradicional o la estimulada por la imaginación, puede cambiar de rumbo una vida.
Al ponerse el sol fui con ellos a dar un paseo por la ribera. Dilip llevaba en brazos a Ashish, lanzándolo hacia arriba y colmándolo de afecto. Es este amor, pensé, lo que nos mantiene vivos hasta mucho después de morir. Los hijos prolongan nuestra existencia más allá de la muerte y nos llevan a lo desconocido. Dilip me confió que quería darles a sus hijos una vida mejor que la que él tuvo de niño.
—Yo les enseño —dijo, y entonces se le nublaron los ojos con lágrimas de determinación.
—¿Tú solo? —pregunté.
—Sí, por la noche, cuando vuelvo a casa. Problemas de dinero los hay siempre, en todas partes. ¿Quién no tiene problemas de dinero?
Volvió a sorprenderme que un hombre que nada tenía mostrara una aceptación tan profunda de un mundo que tiene tanto. Había salido del sistema de castas sólo para luchar por que sus hijos hicieran lo mismo. Aceptaba la situación al tiempo que luchaba contra ella.
—Porque si soy una persona buena y honrada —añadió—, quizá Dios me mande ayuda.
Le di las gracias por su ayuda, por su bondad, pero sobre todo por enseñarme a aceptar el momento en que estoy. Acaso la aceptación y la lucha no tengan que estar en conflicto. Tal vez yo podía aceptar mi hogar y aun así estar dispuesto a cuestionarlo, a cuestionar mi comodidad y mi felicidad. Quizá al hacerlo no me sentiría satisfecho de mí mismo.
Decidí explicarle a Dilip la otra parte de mi viaje, la de dar algo a cambio de lo recibido.
—Para mí, la educación no es sólo aprender cosas en la escuela —dije—. Es aprender sobre la vida, aprender a soñar. Por eso me gustaría, si estás de acuerdo, costear la educación de tus dos hijos hasta que tengan 18 años.
A Dilip se le esfumó la sonrisa.
—¿Dieciocho años? —farfulló, y temí que se molestara—. No es algo fácil de asimilar…
Empezó a mecerse de atrás para adelante, sin dejar de mirar el agua.
—Me dijiste que no quieres que tus hijos hagan lo que tú haces —me vi de pronto empeñado en convencerlo—. Dijiste que eres amable porque nunca se sabe lo que puede ocurrir si se tienen atenciones para con los demás. Dices que todos los días le ruegas a Dios para que cambie tu vida. Por eso, ahora tus hijos tendrán la oportunidad de llevar una vida de personas con instrucción.
En el rostro se le dibujó lentamente una sonrisa y los ojos se le volvieron a humedecer conforme lo asimilaba todo. Me lanzó una mirada profunda y, riendo, me dijo:
—¿Ayudarás a mis hijos? ¿Te ocuparás de su futuro y su educación? ¡Me alegro mucho! ¡Voy a decírselo a mi esposa! ¡Se alegrará tanto!
Su emoción era contagiosa. Sabía mejor que yo lo que representaba ese regalo, porque no era para una sola persona. Al igual que la energía de aquel poblado, los regalos eran como música que puede ser compartida por muchas personas. Así como Dilip había roto los estereotipos haciéndose barquero, también sus hijos los romperían yendo a la escuela. ¿Quién sabía cuántas veces podía esa llama encender otras?
Abracé a Dilip y a sus hijos, y le pedí al niño mayor que me mandara una tarjeta postal cada año contándome cómo le iba en la escuela. Y así es como terminé dando lo único que siempre detesté y que de mala gana agradezco: la escuela.
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