Familia

Un bastón para recordar

Un regalo sorprendente ayudó a mi hijo a superar la pérdida de un amigo especial.

Mi hijo y mi hija casi no habían oído hablar de sus primos Marcia y Julius antes de que nos mudáramos a su ciudad natal, hace dos años. Dado que nos acabábamos de convertir en vecinos, pensé que mis hijos deberían conocerlos, así que una tarde los invité a una reunión que organicé con dicho fin.

Cuando sonó el timbre, mis hijos corrieron a abrir la puerta, emocionados por la posibilidad de tener más familiares. Entró Marcia, una parlanchina profesora jubilada de 70 y tantos años. Arrastrando los pies lentamente detrás de ella, y apoyándose pesadamente en su bastón, iba su esposo octogenario, Julius; Juli para los amigos.

Llevaba puesto un grueso suéter, a pesar de que no hacía frío, una gorra de beisbol encasquetada sobre un mechón de pelo blanco y el ceño ligeramente fruncido. Desde que tuve a mis hijos no había vuelto a ver a Juli, así que jamás se me ocurrió preguntarme si le agradaban o no los niños. A primera vista, decidí rápidamente que quizá no tanto.

Tras las presentaciones, mis hijos salieron corriendo y se fueron a jugar al sótano. Unos minutos después, sin previo aviso, irrumpieron en la habitación en la que Marcia, Juli y yo estábamos sentados, atraídos por la curiosidad que sentían por los nuevos parientes. Mi hijo Ben, que entonces  tenía cuatro años, le echó un ojo al bastón de Julius, que se mantenía erguido sobre su base de cuatro patas. A continuación hizo una pregunta:

—¿Por qué usas bastón?

Juli no esperaba que mi hijo se dirigiera a él, y no había oído la pregunta. Me miró, como pidiendo ayuda.

—¿Qué? ¿Qué quiere saber el niño? —dijo con voz ronca.

Me avergonzaba tener que repetir la pregunta, pero cuando lo hice, él pareció halagado de que Ben se hubiera fijado en él de alguna manera. Le dio una breve explicación y después lo invitó a que intentara caminar con él. El pequeño me miró, buscando mi aprobación, y se dirigió entusiasmado hacia el bastón. Lo tomó y anduvo con él por el cuarto, apoyándolo en el suelo cada dos pasos. Luego se lo devolvió a Juli con una sonrisa y desapareció.

Esa tarde, mi hijo entró y salió varias veces de la habitación en la que estábamos sentados, estudiando a Julius a conciencia. Al final de la visita, Ben se dirigió a él sin decir palabra, se subió a su regazo y lo abrazó. Tras la sorpresa inicial, Juli sonrió. En un instante, había quedado prendado de mi hijo.

Desde entonces, Julius siempre se refería a Ben como su amigo. La extraña pareja charlaba como si fueran viejos amigos, generalmente después de que mi hijo daba una vuelta rápida a la habitación con el bastón, por si acaso. A Ben no le importaba que su primo fuera mayor o más lento que él; simplemente eran un par de buenos amigos.

Durante dos años, Ben y Juli se vieron en una serie de cenas y reuniones familiares, incluidas comidas en las vacaciones y celebraciones de cumpleaños. Un par de veces, Marcia y Julius vinieron a casa a cuidar a mis hijos durante una o dos horas, mientras yo asistía a una reunión de padres y maestros, lo cual les permitía divertirse sin que nadie los limitara en absoluto.

No importaba que Juli no pudiera bajar por las escaleras hasta el cuarto de juegos en el sótano para ver cómo mis hijos habían montado una obra teatral. Los niños estaban más que felices de ponerse los disfraces y hacer su representación arriba, en la sala de estar, donde podían actuar para ellos, y después leer juntos en el sofá.

Una cálida tarde de verano recibí una lúgubre llamada telefónica informándome de que Juli acababa de morir. Aunque su estado de salud era delicado, la noticia me cayó como balde de agua fría. Pasé el resto de la noche pensando cómo decírselo a los niños. Jamás habían conocido a alguien que hubiera muerto, y menos  a alguien que consideraran un amigo.

Al día siguiente, cuando compartí con delicadeza la noticia con mis hijos, ambos me miraron horrorizados, inseguros de cómo actuar o qué decir ante tan terrible pérdida. Ben, que para entonces tenía seis años, lloró y lloró. Lo tomé entre mis brazos, lo senté en mi regazo y lo mecí como si fuera un pequeño bebé.

Intenté explicarle: Juli tenía 85 años; estaba muy grande.

—¡Era muy joven! —gritó Ben entre lágrimas.

Llevaba bastante tiempo enfermo; por eso debía usar el bastón.

—¡No es justo!

Le hice saber que, en efecto, no era justo, y que era normal que llorara.

Más tarde ese mismo día, decidimos ir a visitar a la prima Marcia. Nos abrazó a todos cuando llegamos, pero el abrazo más largo y sentido fue para Ben, consolándolo y consolándose ella al mismo tiempo.  Nos quedamos un buen rato, conversamos y escuchamos las historias que ella contaba tras haber pasado 50 años juntos. Ben había estado mirando con sorpresa las fotos enmarcadas en blanco y negro de Juli cuando este era joven y tenía  el pelo negro, las cuales decoraban la casa de la pareja. Ahora mi hijo oía las historias sobre su amigo que se remontaban a esa época.

En cierto momento durante la tarde, Marcia me llevó a un lado y me preguntó si podía darle algo a Ben para que recordara a Juli. Al enterarme de lo que se trataba, me fue imposible decir que no.

Cuando llegó la hora de irnos, le dije a los niños que se despidieran. Mientras nos preparábamos para partir, Marcia le dijo a Ben que tenía algo especial que darle, algo que Juli quería que tuviera. Sin ninguna fanfarria, le regaló el bastón desgastado de su esposo, justo lo que yo había pensado que iba a ser la manzana de la discordia al inicio de su relación.

Ben lo miró sorprendido y después halagado. Sonrió tímidamente y le dio las gracias a Marcia. Después tomó el bastón, se apoyó de la forma que había visto hacer a Juli en innumerables ocasiones y salió orgullosamente a la calle bajo el Sol.

Juan Carlos Ramirez

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