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Un brindis por la cerveza belga

Deseaba yo conocer los secretos de esta deliciosa bebida, y la búsqueda  me llevó a visitar monasterios aislados y pueblos perdidos.

Tengo que armarme de valor para ver cómo el cervecero François Tonglet vierte ceremoniosamente otra botella de su cerveza dorada Saxo en una copa con forma de tulipán. Aunque todavía no dan las 3 de la tarde, cuento 32 vasos de muestra diseminados sobre la mesa. No quisiera beber más, pero el entusiasmo de Tonglet es muy persuasivo. 

Mis recelos se esfuman cuando pienso en los incontables amantes de la cerveza que han estado en esta habitación, con su techo abovedado cubierto de telarañas. Estos edificios del siglo XVIII antaño eran el corazón de Falmignoul, un pueblo enclavado en la región de Ardenas, en el sur de Bélgica; la cerveza se fabricaba aquí y después se transportaba en carreta a Bruselas, en barricas enormes.

A principios de los años 90, mientras buscaba un sitio para instalar su fábrica de cerveza Caracole, Tonglet oyó hablar de esta cervecería abandonada. El equipo era antiguo (un tonel databa de 1766) y la maquinaria se accionaba manualmente, pero funcionaba. A dos hombres les lleva medio día moler la cebada necesaria para un lote y atizar el fuego de leña durante la noche para hervir la cerveza a la mañana siguiente. Sí, leíste bien: Caracole es la única cervecería de Europa que todavía usa fuego de leña. ¿Cómo controla Tonglet la temperatura con precisión? “Es una cuestión de experiencia”, afirma. “He aprendido a determinar si necesito tres o cinco troncos”. 

En 1907 había 3,387 fábricas de cerveza en Bélgica, pero durante las dos guerras mundiales hubo escasez de cebada y las fábricas se desmantelaron para aprovechar el cobre. Luego, marcas como Stella Artois y Jupiler inundaron el mercado con cerveza barata, y a finales de los años 70 sólo siete fábricas producían el 75 por ciento de la cerveza belga. Desde entonces ha habido un repunte de cervecerías, y hoy unas 125 —entre ellas Caracole, De Dolle y De Ranke— están reviviendo las tradiciones.

 

Al llevarme a los labios el vaso de Saxo, la espuma despide un aroma sorprendente que me hace recordar por qué la cerveza belga es tan especial. El olor afrutado y fragante da paso a una explosión de sabor que evoca la tierra, las hierbas, la miel y el fuego de leña. Es una bebida compleja cuyo sabor no se parece nada al de la cerveza de mi país, Canadá.

La cerveza belga es tan popular que Caracole podría expandirse a todo el mundo, pero eso requeriría la modernización de la maquinaria anticuada y trasladar la fábrica a una nueva instalación. “No es eso lo que quiero”, afirma Tonglet mientras mira las vigas de madera manchadas de humo. “Quiero seguir trabajando entre estas paredes viejas”. 

¿Qué es exactamente lo que hace tan buena a la cerveza belga y por qué su magia no se puede reproducir en ningún otro sitio? Para los que saben de vinos, esta pregunta es una perogrullada; obviamente, un buen Chianti de la Toscana es producto de los viñedos cultivados en esa región, cuyo clima y condiciones son únicos. Pero la cerveza es distinta; sus ingredientes —malta, lúpulo, levadura y agua— son materias de distribución mundial. El proceso de elaboración es sencillo, se conoce en todas partes y casi no ha cambiado en siglos. Entonces, ¿cómo es que Bélgica, un pequeño país de 11 millones de habitantes, se ha convertido en la patria de las mejores cervezas de la historia? 

La meca de la cultura cervecera belga es un monasterio aislado que se halla a 250 kilómetros de Falmignoul, al que acuden multitudes para probar la Westvleteren 12, una cerveza oscura considerada por muchos la mejor del mundo. Pero cuando subo en bicicleta hasta la Abadía de San Sixto descubro que lo más cerca que puedo estar de un monje es mirar el muro de ladrillo de tres metros de altura que rodea el monasterio. Para aliviar mi frustración entro al atestado café contiguo, el único sitio donde los laicos podemos probar la exquisita cerveza de barril, con su aroma a pasas y toffee y el doble de alcohol que una cerveza normal (además, para ser la mejor cerveza del orbe, 4.70 euros por vaso parece un precio razonable). 

Antes de que existiera Bélgica, los monjes ya fabricaban cerveza. En el siglo VI, las abadías que seguían la Regla de San Benito, un libro de normas monásticas que insta a la autosuficiencia, elaboraban cerveza porque no había agua potable. Los monjes consumían la mayor parte, y daban el resto a los viajeros que pasaban por allí y a los pobres. Para el siglo IX había ya unos 600 monasterios que fabricaban cerveza en Europa, y las primeras cervecerías comerciales europeas siguieron sus métodos. En 1790, el gobierno revolucionario francés suprimió las instituciones religiosas y la mayoría de los monjes huyeron de la región. No volvieron ni retomaron la elaboración de cerveza hasta la declaración de independencia de Bélgica, en 1830.

Actualmente Westvleteren vende suficiente cerveza para mantener el monasterio de San Sixto y sus obras benéficas. Muy de vez en vez, por ejemplo, cuando un edificio requiere un tejado nuevo, la fábrica exporta un pequeño lote de cerveza para obtener fondos. Pero a pesar de su inmensa popularidad, los monjes no desean elaborar más cerveza de la que necesitan para su sustento.

Con imágenes en mi cabeza de monjes elaborando cerveza en burbujeantes toneles de cobre, decido reanudar mi viaje. Así que, después de cruzar Bélgica en tren, me dirijo en bicicleta hacia el tupido bosque donde se encuentra la Abadía de Orval, en un estrecho valle volcánico cerca de la frontera con Francia. 

 

Me detengo al pie de un roble de 300 años y diviso una ruinosa basílica fundada en 1132. Luego veo una fuentecilla junto a un claustro antiguo. Al acercarme me doy cuenta de que es en este sitio donde, se dice, una trucha saltó llevando en la boca un valioso anillo que una condesa extravió en 1070. La leyenda pervive en el logotipo de la cerveza local. Me agacho y bebo de la fuente un agua fresca y cristalina como la cerveza en que será transformada después. 

Al cabo de media hora me reúno con François de Harenne, vicepresidente de Orval, quien a regañadientes ha aceptado mostrarme la fábrica porque generalmente no se permiten visitas. “En el verano, en cada casa de este pueblo hay cerveza añejándose”, dice. “En esta región es tradicional servir a los invitados una Orval de dos años. Su espuma se transforma en una delicada crema espesa”.

Como De Harenne lleva puesto un elegante traje, no parece monje. Y no hay monjes trabajando junto a los toneles de cobre rodeados de vidrieras con dibujos de lúpulo y cebada. Cuando De Harenne me muestra la sala donde se controla el proceso de elaboración y fermentación mediante computadoras de alta tecnología, por fin reúno valor para preguntarle dónde se encuentran los monjes.

—Hay un monje que supervisa las operaciones —me dice, sonriendo—. Viene todos los días.

Resulta que el grueso del trabajo lo realizan empleados laicos. Los monjes modernos se ocupan más de la marca que de la cerveza.

Pero a pesar de la modernidad de la fábrica, el sabor clásico de la Orval perdura. Hace dos décadas, cuando la instalación se restauró para eliminar la contaminación que amargaba aún más la cerveza, los vecinos amantes de la Orval se quejaron. Ahora se le ha añadido una cepa silvestre de levadura para darle un toque ácido.

Dos días después, a 80 kilómetros al norte, me muestran un video turístico en La Chouffe, una fábrica de cerveza mundialmente conocida ubicada en una granja del siglo XVIII. Sus cervezas, que hoy se exportan a 33 países, se distinguen por un gnomo que llevan en la etiqueta, y el video afirma que los gnomos invisibles que viven en los bosques cercanos elaboran las famosas cervezas rubias La Chouffe. Esta afirmación tiene algo de cierto; como aprendí en Orval, uno de los secretos de la cerveza belga es la criatura viviente casi invisible que la hace única: la levadura. 

El arte de elaborar cerveza vivió una revolución en la década de 1850, cuando Louis Pasteur descubrió la levadura. Es posible ver cómo se hacía la cerveza antes de ese hallazgo en el mohoso ático de Cantillon, en Bruselas, una fábrica que no ha cambiado desde la Primera Guerra Mundial. Allí, en una tinaja llamada koelschip, se deja reposar el wort (cerveza sin fermentar) toda una noche para atraer la levadura y las bacterias que viven en las viejas vigas de madera.

Al revelar Pasteur que la levadura transformaba el azúcar en alcohol y en deliciosos subproductos, los cerveceros empezaron a cultivar cepas específicas para obtener distintos aromas, y legaron los métodos a sus hijos y nietos. Hoy día la singularidad de la cerveza belga está vinculada a su levadura, y los fabricantes defienden a capa y espada sus secretos. 

En la fábrica Caracole, François Tonglet añade otra cepa de levadura a su cerveza cuando la embotella para “disfrazar” la principal. “De esta manera, si algún competidor llega a analizar una muestra de mi cerveza, no puede identificar la levadura específica que utilizo”, explica.

No he dejado de pensar en los días del hallazgo de la levadura cuando me reúno con mis amigos belgas en la Plaza Dageraad de Amberes, un lugar lleno de bares que se encuentra en medio de un agradable barrio arbolado. Cuando echo una mirada a las mesas y veo tantos tipos de personas como tipos de vasos y tarros, me doy cuenta de que lo que hace que la cultura cervecera de Bélgica sea tan especial no es sólo la cerveza, sino también los bebedores.

Al otro lado de la plaza, un padre joven está tomando la cerveza ámbar local De Koninck en una copa ancha que los belgas llaman bolleke, mientras sus hijos se mecen en los columpios. Una mujer elegantemente vestida baja de una bicicleta, se acerca a una amiga que está bebiendo cerveza y la saluda dándole un suave beso en ambas mejillas. Un risueño grupo de adultos mayores levanta tarros de Rochefort, una cerveza oscura fabricada en un monasterio del sur de Bélgica. Un puñado de jugadores de basquetbol pide una ronda de cerveza clara para aplacar la sed después de pasar un rato haciendo encestes en el centro de la plaza. 

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