Un día en la vida de tu nariz
Revelaciones de un apéndice nasal indiscreto: es mucho más que un instrumento para estornudar.
Son las 7 de la mañana, y en la mullida cama de un hotel precioso acabo de despertar de un estornudo a El Cuerpo y a su marido. Es un despertar brusco para tan idílicas circunstancias, pero estoy reseca como un polvorón y aquí está helando.
Ambas cosas me congestionaron. Si me consiguieran un humidificador o un aerosol salino, me portaría mejor.
Estamos de vacaciones: una escapada romántica de El Cuerpo y su esposo. O de eso se trataba, de ahí que ella quiera despejarme. Baja de la cama y va al mejor lugar del mundo: la ducha. ¡Ah, qué alivio!
Nada mejor que respirar este aire cálido y húmedo. Mis conductos se abren y puedo oler de nuevo.
Justo a tiempo, porque la primera salida es al restaurante. Ella lleva 12 horas en ayunas, y en cuanto las moléculas aromáticas del café y los hot cakes tocan mis neuronas olfativas, instruyo al cerebro para que le envíe un mensaje urgente: “Te mueres de hambre”.
Si no me hubiera despejado, el desayuno habría sido como ir al cine en un apagón. Ella agradecerá cuanto quiera a sus papilas gustativas que le transmitan los deliciosos sabores de la miel de arce y el tocino, pero, la verdad, las papilas no distinguen más que lo básico: salado, dulce y agrio.
Una servidora es la que transmite los otros sabores que hacen a El Cuerpo salivar… o sentir asco. Cuando el aroma de la comida deglutida sube por el esófago, estimula mis receptores olfativos, y así es como ella distingue entre una fresa y una cereza.
Ella quizá crea que existo sólo para que pueda oler las rosas, pero soy un agente secreto de los pulmones. Verás: El Cuerpo aspira casi 9,500 litros de aire al día, y alguien debe ocuparse del control de calidad.
Yo caliento y humedezco el aire inhalado para que no lastime ni reseque los pulmones. Además, con el moco que me reviste atrapo las partículas nocivas, desde contaminantes hasta virus.
Produzco cerca de un litro de moco al día y lo vierto por el esófago al estómago, cuyo ácido mata casi todo lo que el moco atrapó.
Por cierto, mis conductos no son simples fosas que sorban aire como tubos; están revestidos de gruesas prominencias óseas, los cornetes, que frenan el flujo del aire para dar tiempo a que éste se caliente y humedezca con secreciones acuosas distintas del moco.
Ninguna otra criatura viviente tiene una nariz como yo. Mi peculiar forma externa ayuda a refrescar e hidratar los pulmones bajo el sol del mediodía.
Gracias a mí, los antepasados del ser humano pudieron ser cazadores y recolectores en el calor y sobrevivir a tantos antílopes. Ahora ayudo a las personas sólo a dar largas caminatas bajo el sol del verano sin que se lastimen los pulmones.
Y ustedes, humanos, ¡se operan y modifican esta maravilla evolutiva! Si quieres protegerte los pulmones, déjate en paz la nariz.
La siguiente actividad: un paseo por el campo. ¡Ah, qué diferencia con el aire viciado de una oficina! “¿Hueles eso?”, le pregunta ella al marido. “¿Qué cosa?”, replica él.
Desde luego, a él no lo estimula tanto el perfume de los azahares. No es que le disguste. Las mujeres tienen un olfato más agudo, y los olores influyen más en sus emociones. Sólo digamos que los hombres prefieren los estímulos visuales.
¡Partículas invasoras en el aire! Las atrapan los cilios, los vellos microscópicos que tapizan mi mucosa. ¡Ay, no, es polen de ambrosía!
Dentro de unos segundos El Cuerpo me va a maldecir por arruinarle el día.
Es alérgica; o sea, que en mi mucosa hay defensas demasiado reactivas que, al percibir una amenaza (no saben que el polen es inofensivo), ordenan a las células inmunitarias un ataque. ¿Su arma preferida? La histamina, una sustancia parecida a la del gas lacrimógeno.
¡Uf, me inundan secreciones acuosas destinadas a limpiarme! Desde luego, El Cuerpo no puede respirar bien, pero si el invasor fuera una amenaza más seria, como un virus, le estaría yo haciendo un favor.
Cuando pide un pañuelo desechable, quiero gritarle que no me tape. Detesto cuando intenta reprimir un estornudo. ¿No comprende que es el modo de expulsar las partículas irritantes? Tapándome echa a perder mi arduo trabajo.
Cierto que las alergias no son gratas, pero la culpa es del sistema inmunitario, no mía. Y si se trata de señalar a alguien, El Cuerpo es el culpable por olvidar los antihistamínicos.
Por fin es hora de cenar. Mientras El Cuerpo revisa el menú, capto un aroma familiar de alguien que pasa. Lo reconocería en cualquier sitio, aunque han transcurrido décadas: es la loción de un novio que ella tuvo en la secundaria.
Sonríe con nostalgia al evocar los recuerdos. El olor es una máquina del tiempo emocional: sé en qué momento percibí un aroma por primera vez, y El Cuerpo incluso puede revivir las emociones que se asociaron con él.
Mis grandes dotes olfativas también estimulan otro apetito. Aunque los humanos se empeñen en encubrir sus olores, una mujer elige a su pareja, en parte, por el aroma que despide.
Las axilas de un hombre emiten mucha información; en concreto, si sus genes combinan bien con los de ella. Esta noche el esposo despide un olor muy atractivo. Volvemos al hotel para intimar.
Concluida mi labor amatoria, El Cuerpo se dispone a dormir, pero apenas apoya la cabeza en la almohada, siento aumentar la presión.
Ella cree que le estoy jugando una broma pesada —obstruirme cuando quiere conciliar el sueño—, pero yo nada puedo hacer contra la gravedad. Si ella durmiera de pie, como un caballo, mis vasos sanguíneos no se dilatarían tanto ni me congestionarían.
También es alérgica al polvo, y estas almohadas están llenas de él.
¡Vaya, con ese ronquido atroz no pegaremos ojo en toda la noche! Las personas que respiran por la boca son los peores compañeros de cama. Pero el marido parece tomarlo con filosofía.
No así yo: ¡mirar impotente cómo la boca hace mi trabajo! Pero, en aras de las vacaciones, seré tolerante, siempre y cuando mañana ella me consiga un antihistamínico… y pida tocino extra.
¿Se te hace familiar la historia de esta nariz?