Para este orgulloso ganadero argentino, diestro en la monta de caballos y el pastoreo, un cambio de oficio en la madurez es un arduo reto.
Mario Cáceres sale de su casa una fresca mañana de junio, vestido con boina, bufanda roja, pantalón bombacho y alpargatas. Parece la imagen viva del gaucho, el tradicional vaquero argentino, símbolo de independencia y destreza como jinete. Pero hoy no va a montar un caballo para iniciar la jornada, como lo hizo durante los 20 años que dedicó a la ganadería, sino un tractor Case de color rojo. Está enganchado a su más reciente y preciada adquisición, una sembradora Crucianelli, un monstruo tecnológico valuado en 400,000 dólares.
Mientras opera la máquina, este hombre de 50 años señala a lo lejos un pastizal, donde tiene una vaca y un ternero. Dice que son los únicos sobrevivientes de un hato que algún día llegó a incluir 1,600 cabezas. Del resto se deshizo hace mucho, cuando convirtió su extensa estancia [finca ganadera] en un campo de cultivo de soya, que rota con trigo, maíz y girasol. “Los mantengo para recordar los viejos tiempos”, dice, refiriéndose a las dos reses y a 12 caballos de polo en retiro que comparten el pastizal.
Para Mario, cuyo padre y abuelo también fueron ganaderos, el atuendo de gaucho no es un disfraz. Prácticamente se crió sobre un caballo, y desde muy pequeño se nutrió de las tradiciones gauchescas. En su adolescencia se sintió cautivado por el gaucho Martín Fierro, protagonista del famoso poema narrativo de José Hernández, obra fundamental de las letras argentinas.
El espíritu heroico de Martín Fierro impulsó a Mario a hacerse ganadero como sus antepasados. Era un sueño que finalmente materializó con sus propias cabezas de ganado Hereford, Shorthorn y Angus, las razas que han dado a Argentina fama mundial por su exquisita carne. Pero para Mario los días de montar y pastorear ahora no son más que un recuerdo que empieza a borrarse. “He dado vuelta a la página”, afirma.
Mario se crió en una estancia en Roque Pérez, en la provincia de Buenos Aires, y nunca aspiró a otra cosa que no fuera llegar a ser un gaucho moderno. En la adolescencia se volvió un jinete experto, y participaba en competencias ecuestres tradicionales, como corridas de sortija, en las que los caballistas, yendo a todo galope, deben embocar un palillo en una argolla que cuelga de un arco angosto. También desarrolló habilidad para lazar. “Aprendí sólo para hacer mi trabajo, no por diversión”, dice.
A los 12 años de edad lo enviaron a una prestigiosa escuela agrícola, donde aprendió los principios de la cría y el cuidado de ganado, y desarrolló una pasión por las milongas sureras, canciones folclóricas que suelen ensalzar las hazañas de los gauchos. “Eran hombres valientes, sin ataduras, iban por el campo adonde la suerte los llevara”, comenta Mario. Tiempo después empezó a cursar la universidad en Buenos Aires, donde conoció a Marta, su actual esposa y madre de sus tres hijos. En 1989 la pareja se mudó a una estancia que los padres de Marta tenían cerca de San Miguel del Monte, a 180 kilómetros al suroeste de Buenos Aires. Se trata de una llanura que se alza pocos metros sobre el nivel del mar, interrumpida entonces por hileras de altos árboles de eucalipto que se extendían hasta donde alcanzaba la vista: un lugar perfecto para criar ganado.
“Mario parecía un león enjaulado en la ciudad”, cuenta Marta. “El campo era el único sitio donde se sentía feliz, así que decidimos que sería allí donde criaríamos a nuestros hijos”. Durante casi 20 años Mario se dedicó a hacer crecer su manada hasta tener 1,600 cabezas, e iba incorporando ejemplares de la más alta calidad que pudiera adquirir y criar. “Podría haber triplicado las cabezas que tenía en aquel tiempo, pero siempre busqué la excelencia”, afirma. Adoraba los recorridos a caballo que hacía por su finca al clarear el día, siempre atento para identificar animales enfermos o heridos, así como vallas rotas. Sin embargo, a comienzos del presente siglo empezaron a caer los ingresos de la ganadería, y los vecinos ganaderos empezaron a rematar sus reses para dedicarse al cultivo de la soya y otras plantas.
Las causas en parte eran políticas y en parte económicas. Los gobiernos populistas que llegaron al poder luego del colapso financiero de Argentina en 2001 impusieron restricciones a las exportaciones de carne vacuna para garantizar el abasto doméstico, lo que limitó el mercado y provocó que los precios (y los ingresos de Mario) cayeran. Además, el consumo de carne en Argentina se estaba reduciendo. Por otro lado, el surgimiento de China como superpotencia económica generó una demanda cada vez mayor de soya, una fuente barata de proteína. El suelo argentino resultó ser tan bueno para el cultivo de esta leguminosa como para la cría de ganado, y a finales de 2013 el total de cabezas a nivel nacional se redujo 17 por ciento; es decir, 50 millones de reses.
Pero si bien en 2008 la mitad de los 100 ganaderos de su zona ya eran agricultores, Mario se resistía a serlo. Junto a miles de ganaderos y agricultores que se pusieron en huelga ese año, participó en manifestaciones para exigir al gobierno que restableciera mercados menos restrictivos. Lo que al final hizo cambiar de parecer a Mario fue conocer las enormes ganancias que dejaba el cultivo de soya; éste era dos veces más rentable que la ganadería, y sin mediar casi ninguno de los riesgos que implica la crianza de animales vivos.
Un día un amigo le preguntó por qué no vendía sus reses, y añadió que criar ganado era un placer, pero ya no un negocio en aquel tiempo. “Ésa fue la gota que derramó el vaso”, dice Mario. “Las palabras de mi amigo me alentaron a salir de la zona de confort donde me encontraba”.
Si alguna duda le quedaba, la disipó una desastrosa sequía que ese año devastó sus pastizales y lo obligó a comprar grandes cantidades de heno a precio alto. Esto redujo a cero sus ganancias por venta de ganado. Marta, que también proviene de una familia ganadera y que se había resistido a adoptar la agricultura aún más que él, finamente se rindió. “Más que difícil, fue doloroso”, dice. “Habíamos alcanzado tal nivel de excelencia con nuestras reses, que fue traumático abandonar todo. Tuvimos que dejar atrás 20 años de nuestra vida”.
A finales de 2008 ya no hubo vuelta atrás para Mario. A lo largo de los tres siguientes se dedicó a vender poco a poco sus cabezas de ganado, a desmantelar las decenas de kilómetros de vallas electrificadas de su finca y a hacer su primera siembra de soya. También empezó a cavar ocho kilómetros de canales de desagüe como protección contra las inundaciones causadas por las lluvias en la región, a menudo torrenciales. “El ganado puede vivir por un tiempo en terreno encharcado, pero las plantas no”, señala. Luego, en 2011, Mario comenzó a asistir a las reuniones de un servicio de extensión agrícola en busca de asesoramiento, intercambio de ideas y comparación de resultados.
Cinco años después, Mario es un agricultor hecho y derecho, un cambio de identidad que llegó a creer impensable. Cultiva soya, girasol, trigo y maíz en su finca de 1,820 hectáreas. En 2015 tuvo un ingreso bruto por ventas de 800,000 dólares, el doble de lo que obtenía en promedio con el ganado en un buen año. “Decidimos vivir mejor”, expresa. “El miedo me impidió tomar antes esta decisión, pero era un miedo a mí mismo, a cómo iba a reaccionar ante el cambio en mi rutina diaria”.
La mayor parte del tiempo Mario ni siquiera comienza la jornada en la finca donde, años atrás, se levantaba al amanecer, ensillaba a su caballo preferido, Pamperito, y cabalgaba para inspeccionar sus vallas y sus cinco abrevaderos y lazar un par de terneros para vacunarlos. Ahora salta de la cama en su nuevo hogar, en San Miguel del Monte, enciende su computadora y lee varios periódicos en línea, dos sitios web y dos blogs sobre agroindustria para conocer los últimos sucesos en los mercados de granos y semillas del mundo.
Esta mañana de junio quiere vender 100 toneladas de soya a través de un agente de Buenos Aires, una de las dos transacciones grandes que hace al mes, en promedio, para vender una cosecha que en 2015 alcanzó un total de 3,600 toneladas de soya y maíz, y que almacena en cuatro complejos de silos en distintos sitios de la provincia de Buenos Aires, el granero del país. “A diario estoy en contacto con los mercados, y constantemente reviso información para evitar sorpresas”, dice Mario tras cerrar la venta, a 325 dólares por tonelada. “Cuando vendía ganado, obtenía información sobre los precios en los periódicos del día siguiente. Ahora es al instante. El mercado de granos y semillas es global; la ganadería, local”.
Una vez que termina la negociación, se dirige a su finca. Allí habla con su administrador sobre el mantenimiento de las cinco máquinas cosechadoras en las que Mario ha invertido más de 800,000 dólares y que también alquila a otros agricultores. “Ahora llevo una vida completamente diferente”, asegura. “Encontré mucha resistencia, especialmente por parte de mi esposa. A ella le gustaba ver vacas paciendo en nuestras tierras”.
La prosperidad alcanzada por Mario con la agricultura le ha facilitado la transición. Marta y él pasaron un mes recorriendo Europa en 2015, y su hija de 16 años ya ha visitado dos veces Disney World, en Florida, viajes que nunca pudo costear cuando era ganadero. La familia tiene tres vehículos nuevos, entre ellos una camioneta. “Lo mejor es que ahora tengo mucho más tiempo para disfrutar con mi familia”, dice Mario. “Ahora puedo delegar mucho del trabajo en la finca, mientras que antes no podía alejarme de los animales”. Con todo, compara la agricultura en Argentina con “saltar la cuerda: hay que saber cuándo entrar y empezar a saltar, y cuándo hacerse a un lado sin tropezar”. La frecuente falta de liquidez del gobierno afecta a los agricultores, como ocurrió con un aumento de 400 por ciento en impuestos a la propiedad en 2015.
“Saben que somos el único sector rentable de la economía, así que nos exprimen”, dice Mario. No obstante, afirma que no hay vuelta atrás. Ha adoptado la vida de agricultor, le gusta aprender nuevas tecnologías y tiene grandes ambiciones, entre ellas construir sus propios silos y adquirir una flotilla de camiones. “Uno debe intentar tener ganancias en cada fase de este negocio“, señala.
Un sábado por la tarde en enero de 2014, Mario condujo 260 kilómetros al sur hasta Rauch para ver una jineteada, la versión argentina del rodeo. Mientras recorría las atracciones de la ciudad, de pronto vio una enorme pieza de carne vacuna asándose en una parrilla. Cerca de allí, una docena de vendedores habían instalado puestos para ofrecer objetos gauchescos, como facones, cinturones decorados y ponchos coloridos. Durante el espectáculo, los jinetes hicieron gala de sus habilidades en carreras con obstáculos a todo galope y montando a pelo.
Mario dice lamentar el ocaso de esta singular tradición argentina. Ciertamente, el estilo de vida del gaucho ha ido desapareciendo a lo largo de los últimos 100 años, casi del mismo modo en que la continuidad de la cultura de los vaqueros del oeste de Estados Unidos se vio truncada por la aparición de la agricultura mecanizada. Mario cree que el acelerado alejamiento de la ganadería de su país en los últimos 10 años ha socavado la identidad nacional.
“La ganadería nunca fue un negocio para mí, sino una forma de vivir, una filosofía”, dice Mario tras pasear por un campo de girasoles amarillos donde alguna vez pacieron reses. “La ganadería trae consigo el cielo abierto y la libertad, y los animales te enseñan a tener paciencia, porque los resultados se ven poco a poco. Pero la realidad me demostró que tenía que cambiar. No podía perderlo todo solo porque me gustan las vacas”.
¿Podrá sobrevivir el espíritu del gaucho ante las tendencias sociales y económicas que atentan contra su continuidad? Mario admite que ninguno de sus dos hijos muestra interés por la agricultura, el polo o los gauchos. “La tradición transmite una idea, las idiosincrasias de nuestra cultura. No debería perderse por completo, especialmente en este mundo tan materialista. Si desaparece, perderemos nuestras raíces”.
Así ve el mundo Mario Cáceres, un gaucho de pura cepa.
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