¿Lo Sabías?

Con la edad me estoy volviendo más gruñón, ¿qué sucede?

¿Soy la única que cree que los barcos fuera del agua son de mal agüero? ¿Hay alguien más por allí que salga corriendo cuando oye gente que se acerca cantando villancicos? Sin duda otros comparten mi sospecha de que Brad Pitt y Danny DeVito son hermanos. ¿No? Pues yo sé una cosa: muchos de ustedes también tienen sus chifladuras. Así que le dimos una lista de las obsesiones y manías de nuestros lectores a un grupo de psicoterapeutas, médicos, profesores y reporteros de chismes (bueno, a estos últimos no) para que dictaminaran si les falta o no un tornillo.

No me gusta recibir regalos

Cada vez que me dan uno, sólo pienso una cosa: ¡Qué lata! Ahora tendré que darle algo a cambio. ¿Acaso soy un grinch?  

Técnicamente, al Grinch no le molestaba en absoluto recibir regalos; es más, le gustaban tanto, que los robaba. Así que despreocúpate; no eres un grinch. Y tampoco estás solo.

Lo que sí podrías tener es una condición llamada ansiedad de recibir regalos, la cual, según D. B. Wooten, profesor de la Universidad de Michigan, se deriva de “la necesidad de aprobación y el temor de ser visto o juzgado de forma negativa”.

Cuando recibir un regalo implica tener que dar otro a cambio —y cuando dar un obsequio significa preocuparse por si es apropiado, equitativo o caro—, no resulta divertido, en efecto; sientes como si te pusieran a prueba.

“Hay muchas comedias de enredos basadas en esto”, dice Alan Hilfer, psicólogo del Centro Médico Maimónides, en Nueva York, quien recuerda una situación así. “Unos amigos míos viajaban mucho y siempre me traían regalos. No digo que fueran caros; si iban a Colombia, me traían una bolsa de café. Pero luego yo tenía que acordarme de comprarles algo”.

Era tan molesto, que Hilfer acabó por detenerlos. “Les dije: ‘Por favor, no me traigan nada, porque no me gusta tener que buscar algo para corresponder. Gracias, pero gasten en ustedes, ¡no en mí!’”.

El problema desapareció (junto con los regalos). Así que valdría la pena que explores —con diplomacia— la posibilidad de hacer lo mismo con tus amistades.

Mis amigos dicen que estoy obsesionado con ver conspiraciones en todo

Yo digo que estoy obsesionado con la verdad. En serio, ¿qué no pueden ver las intrigas, maquinaciones y traiciones que veo yo? 

No, no pueden, pero eso no significa que estén ciegos o que tú estés loco. “Para que la sociedad funcione, hacen falta las personas tranquilas y confiadas, pero también las que se angustian”, dice Howard Forman, profesor de psiquiatría en el Colegio de Medicina Albert Einstein, en Nueva York. Los preocupones ven conspiraciones en todo, y no descansan hasta que arman el rompecabezas.

Desde luego, estas personas pueden perder la chaveta y nadie querría sentarse junto a una de ellas en un avión, como dicen algunos médicos, pero también pueden llegar a descubrir que alguien escucha sus llamadas telefónicas o intenta infiltrarse en su computadora, pues a menudo ocurren casos así.

El mundo es complejo; está lleno de cosas que jamás entenderemos. Ver conspiraciones es una forma de obtener cierta sensación de poder, dice el doctor David M. Reiss, psiquiatra de San Diego, California. Sientes como si comprendieras lo que está pasando, mientras que los demás no pueden.

Concebir una explicación, por disparatada o terrible que sea, tranquiliza más que no tener ninguna.

Los olores que a los demás les parecen horribles, ¡a mí me encantan!

Pintura húmeda, gasolina, incluso —lo confieso— el olor de los calcetines sucios; a veces huelen a nueces tostadas. ¿Me falta un tornillo?

Al decir del doctor Reiss, hay una gran variabilidad en las experiencias sensoriales humanas, incluso en cómo percibimos los olores. Esto significa que algunas personas siempre son más sensibles a ciertos olores, y les fascinarán o los odiarán.

Como dicen loe médicos, las canciones, los olores son intensamente evocadores. Los nervios olfatorios van directamente de la nariz al sistema límbico, la parte del cerebro que almacena recuerdos y procesa emociones.

Así que si recuerdas con cariño que tu madre te cuidaba cuando estabas enferma, el VapoRub te olerá a gloria, al igual que los calcetines sucios si tú y tu hermano solían jugar juntos en el parque y volvían a casa felices pero apestosos.

El olor evoca sensaciones, sin que necesariamente hagas la conexión consciente entre el ayer y el ahora.

Del mismo modo, si vomitaste la pizza en una fiesta cuando tenías seis años, oler pepperoni podría hacer que salgas corriendo incluso hoy.

Siempre olvido los sueños en los que se me ocurren ideas geniales

¿Realmente esas ideas son tan brillantes, o sólo me lo parecen mientras sueño?

Cuando estás dormido, tu mente está relajada, así que los pensamientos fluyen con libertad, sin preocuparse de tu censor interno y sin los límites de la lógica, dice Archelle Georgiou, integrante de los médicos internistas de Minneapolis, Minnesota.

Por eso se te ocurren ideas que nunca tendrías despierto, y algunas de ellas pueden ser geniales. En 1953 James Watson soñó con dos serpientes entrelazadas (o, según algunos, con una doble escalera en espiral) que lo hicieron imaginar una hélice doble.

Esto fue fundamental porque, con aportaciones de Francis Crick, Maurice Wilkins y Rosalind Franklin, demostró después que el ADN es una hélice doble.

Para no llorar por todos los Premios Nobel que has perdido por ser perezoso y no escribir tus sueños, recuerda el episodio de Seinfeld sobre este tema.

A Jerry se le ocurre un chiste genial en un sueño y lo apunta cuando despierta, pero al otro día no entiende lo que escribió; ni él ni nadie más.

¿Era un chiste digno del Nobel? No. Cuando por fin lo recuerda, se da cuenta de que no tiene gracia, lo cual nos parece muy gracioso.

Cuanto más viejo me pongo, tanto más gruñón me vuelvo

Cuando una persona adelante de mí camina despacio y oigo que alguien murmura “¡Muévete ya!”, resulta que ese alguien ¡soy yo! Y lo mismo me pasa en la fila del supermercado: “¡Cómo se tardan, caramba!” ¿Es normal volverse un cascarrabias al envejecer?

“Lo que te ocurre es normal, pero no va a atraerte amistades”, afirma Tina Tessina, psicoterapeuta y autora de libros de autoayuda. “Todos tenemos esos pensamientos, pero debes tratar de ponerte un candado en la boca para que no se te escapen”. Ese candado se llama inhibición social.

Los médicos creen que los niños pequeños tienen que desarrollarla —por eso son capaces de decirle “¡Qué gordo estás!” a un desconocido en el ascensor—, y en las personas mayores puede empezar a menguar debido al deterioro neurológico; por eso son capaces de decirle “¡Muévete ya!” a un desconocido que camina despacio en la calle.

Pero otra razón por la que los adultos mayores pueden parecer impacientes es porque lo están: ven que el tiempo se les agota. Cuando nos quedan unos cuantos años en este cuerpo mortal, “no necesariamente queremos pasarlos detrás de alguien que se tarda una eternidad para escoger una lechuga”, comenta Hilfer. “Así que decirle ‘¡Ésa está bien!’ no es nada raro”.

Quiero tanto a las ardillas, que me asusta

Todo el tiempo llevo nueces en los bolsillos para ellas, y alimentarlas suele ser lo mejor del día para mí. Y no es que el resto de mi vida sea aburrido o patético.

“Conozco a muchas personas que llevan consigo golosinas para perros”, afirma Hilfer. “Alimentar a las ardillas es menos común, pero la gente forma vínculos excepcionalmente fuertes con los animales.

Como cierta vecina mía que todas las mañanas iba al parque al otro lado de la calle y les arrojaba migas de pan a las palomas. A todos nos caía mal. Le decíamos: ‘¿Por qué hace eso?’, y ella respondía: ‘Porque necesitan comer’. “Eso le daba un propósito a su vida”.

Los animales son adorables, y no rezongan. Esto alegra a cualquier corazón, en especial a uno que está solo. Así que no te sientas mal por ser la Dama (o el Caballero) de las Ardillas.

También podrías buscar más humanos con los cuales interactuar; lo bueno es que también se ponen muy contentos cuando los alimentas.

Me siento muy mal cuando llego tarde a una cita

Pero si la otra persona es quien llega tarde, me muestro comprensivo. ¿Por qué soy más duro conmigo mismo que con los demás?

“Eres un complaciente”, dice el doctor Friedemann Schaub, autor del libro The Fear & Anxiety Solution. “No soportas que te rechacen ni que te critiquen, y tampoco soportas molestar a otros”.

Así que has descubierto una “estrategia de supervivencia” para no sufrir en ninguna de esas situaciones. La estrategia consiste en asegurarte de llegar a tiempo a las citas para que ninguna persona se enfade contigo. Eso calma tu ansiedad.

Algunos médicos señalan que la razón por la cual no te molesta que otras personas lleguen un poco tarde es que su retraso no te provoca preocupación ni miedo. De hecho, cuando llegan tarde puedes mostrarte comprensivo y amable, lo que te da una leve sensación de superioridad. ¡Y vaya que es disfrutable!

Pero recuerda que aunque la palabra “complaciente” tiene cierto matiz despectivo, como si fuera sinónimo de blandengue, ser tolerante y perdonar las faltas de otros no es un defecto ni una debilidad.

De hecho, según Forman, es un rasgo común de “los individuos muy bien adaptados que parecen disfrutar más de la vida que los intransigentes”. Así que perdónate por ser indulgente y a la vez obsesivo con ser puntual.

Alquilé la película Bajo la misma estrella, y no lloré

Es cierto: soy el único en el mundo que no ha llorado a mares viendo esa película. Se lo conté a una amiga mía, la cual se lo dijo a los demás y ahora todos están muy enojados conmigo.

Por alguna razón (“¿Cómo es posible?”, exclamaron quizá tus amigos. “¿Cómo?”), los valientes, tenaces, simpáticos y guapos adolescentes enfermos de cáncer de esa película no te conmovieron en absoluto. Bueno, no te sientas mal. Debe de haber alguien más, en algún lugar del mundo, que vio ese filme sin llorar. Puede ser.

Una persona puede tener muchas razones para no llorar al ver una película sentimental, dice Tina Tessina. En tu caso, una de ellas podría ser que esa cinta en particular te recuerda una experiencia dolorosa que prefieres reprimir.

Aquí hay un ejemplo que puede pasarte, según algunos médicos: “Quizá te sientes demasiado dolido aún para llorar”, añade. Es posible que algo que ocurrió en tu pasado —por ejemplo, haber perdido a tu madre cuando eras pequeño— haya sido tan traumático, que no has terminado de asimilarlo.

Cuando ves algo que te lo recuerda y te has contenido de llorar por el suceso original durante mucho tiempo, es posible que aún no puedas desahogarte.

O tal vez pienses que la trama triste de la película es un chantaje sentimental y te niegas a ser manipulado. Si es así, quizá te convendría convertirte en agente de tránsito.

Soy el señor disparates

No soy tonto ni tímido, pero, por alguna razón, las palabras que me salen de la boca no son las que pienso. ¿Por qué?

“Tienes razón, no eres un tonto, pero es probable que padezcas un trastorno del habla llamado taquilalia”, dice la doctora Georgiou. Los taquilálicos hablan de manera muy rápida y atropellada, y tienden a corregir lo que están diciendo mientras lo dicen. Una persona afectada lo describió así: “Siento como si me bulleran 20 pensamientos en la cabeza a la vez y necesitara expresarlos todos”.

Los médicos dicen que las personas suelen comenzar a presentar taquilalia hacia los siete u ocho años de edad, y no se sabe su causa exacta. Si crees padecerla, la doctora Georgiou te recomienda acudir a un terapeuta del lenguaje para que te enseñe a moderar la velocidad de tu habla.

Esto puede lograrse haciendo que el paciente escuche una grabación de frases pronunciadas a velocidad normal y las repita en voz alta justo después de escucharlas. Luego se “traza” una gráfica electrónica de las frases pronunciadas por la persona sobre otra gráfica de las frases a velocidad normal para que compare la diferencia. Mediante la práctica de hablar despacio y articular con cuidado cada sílaba, la taquilalia desaparece o se reduce.

El habla es un proceso complejo y rápido. Emitimos hasta 150 palabras por minuto, y las diversas partes del cerebro que intervienen se encargan de 1) la intención de lo que se dice, 2) la planificación de qué decir, y 3) la articulación de los sonidos, todo en cuestión de milisegundos. Esto explica por qué los que hablan mucho suelen cometer desatinos. Así que la próxima vez trata de ser un poco más comprensivo con ese político interior tan propenso a meter la pata.

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