Un hombre entre gigantes

La gente decía que David Milarch estaba loco, pero su insólito plan para salvar las preciadas secuoyas empezó a dar resultado.

El proyecto de reforestación más improbable y optimista del mundo nació hace 45 años de la fascinación y el dolor de un hombre joven.

En 1968 David Milarch, un pelirrojo bravucón, melenudo y juerguista de 18 años, se graduó de bachillerato en la zona de Detroit y emprendió un viaje por carretera con un amigo. Iban en una camioneta Oldsmobile 1961, y pasaban la noche en ella o en el suelo. Su destino: San Francisco, pero David, a diferencia de su compañero, albergaba un anhelo más profundo que ir a fiestas. “Las ciudades no me interesaban tanto”, dice. “Quería ver los bosques de secuoyas”.

Hijo y nieto de viveristas, David se crio trabajando en el vivero de árboles de sombra de su padre, donde se cultivaban fresnos, arces, robles, abedules y acacias blancas. Desde los siete años se pasaba el día después de clases y los fines de semana en el campo, desyerbando, removiendo la tierra, cavando y plantando. Creía que su padre era un explotador, pero añade: “Me sentía en comunión con la naturaleza, su belleza y sus leyes, y adquirí un saber profundo de cómo funcionan las cosas”. Cuando a los 18 años viajó con su amigo, no enfiló a San Francisco, sino al Monumento Nacional Muir Woods.

Allí estacionaron la camioneta y se acercaron al bosque de secuoyas de California, donde crecen los árboles más altos del mundo (alcanzan más de 90 metros) y los más antiguos: se calcula que algunos tienen 2,000 años. Entre crujidos de hojarasca David se internó en el alto, brumoso y tupido bosque, y su majestuosidad, profunda paz y milenaria dignidad lo cautivaron, al igual que sus arroyos cristalinos y sus aves e insectos bulliciosos. Le pareció un lugar sagrado.

Pero su arrobamiento no duró mucho. La industria maderera estaba arrasando aquel santuario imponente y prístino. David se sintió como si estuviera de rodillas en la catedral de Nuestra Señora de París y presenciara, consternado, cómo las bolas de demolición hacían añicos los vitrales. Más allá de las 224 hectáreas protegidas del parque (de las cuales sólo 97 seguían teniendo secuoyas viejas) se extendía un yermo sin vida. “Recorrimos cientos de kilómetros donde no había más que tocones”, recuerda. “Se me revolvió el estómago”.

La secuoya roja (Sequoia sempervirens) es uno de los tres descendientes vivos de una familia de árboles de hace 240 millones de años —el periodo Triásico—, cuando los continentes formaban una sola masa de tierra. Los otros dos son la secuoya gigante, endémica de la Sierra Nevada, y la metasecuoya, de China. Hasta mediados del sigloXIX la secuoya roja poblaba unas 810,000 hectáreas de la costa estadounidense del Pacífico. Crearon un ecosistema propio al limpiar el aire y el agua, fecundar el suelo, sustentar una flora y una fauna únicas, y fijar la tierra. El bosque era un filtro natural de carbono que absorbía CO2 y emitía oxígeno.

En la década de 1830 los madereros estadounidenses notaron que la madera de secuoya es hermosa, recta, ligera y fuerte, y en la de 1850 las firmas madereras ya las talaban día y noche. La Ley de Explotación Forestal y Minera de 1878 permitió que las tierras públicas “no aptas para el cultivo” se vendieran a particulares a 2.50 dólares el acre (0.4047 hectáreas). Así, las secuoyas gigantes, prácticamente inmunes al fuego, el agua, la podredumbre, los insectos y, al parecer, al tiempo mismo, cayeron en manos de industriales madereros y sucumbieron a las sierras. Los patriarcas del bosque caían estrepitosamente uno tras otro; los trabajadores vitoreaban, bailaban sobre los tocones y posaban en fotos como cazadores triunfantes junto a elefantes muertos.

Tan extenso era el bosque primitivo de secuoyas de la costa, que el primer siglo de explotación comercial mermó sólo un tercio de su superficie. Después de la Segunda Guerra Mundial, las sierras eléctricas y el auge de la vivienda destruyeron casi todo lo demás. Cuando David Milarch, entonces de 18 años, llegó a Muir Woods, el 95 por ciento del bosque de secuoyas, un área del triple del tamaño del estado de Rhode Island, había desaparecido para siempre. El joven pisó un fragmento de un mundo aniquilado, e incluso ese fragmento se seguía deforestando, al igual que hoy.

David volvió al vivero de su padre, pero el trabajo ya no lo alegraba. “Obteníamos clones de unas 60 especies no nativas y los vendíamos”, cuenta. “Los seres humanos estábamos destruyendo el ecosistema, y lo único que le dábamos a cambio eran clones de especies venidas de fuera, árboles elegidos no por su tamaño, vigor, longevidad o por ser indispensables para la vida, sino por la belleza de sus hojas y flores”.

En 1977 David se casó con Kerry Cook, una maestra, y tuvieron dos hijos, Jared y Jake. Se mudaron al vivero de la familia Milarch en Copemish, Michigan, un poblado de 200 habitantes donde aún viven. En lengua ojibwa Copemish significa “lugar de la gran haya”. Desde luego el haya, como casi todos los árboles gigantes de Estados Unidos, ya no existe allí.

David, que relevó a su padre en el negocio, bebía mucho en esos años. Un día de 1991 tropezó y cayó, ebrio, en un partido de beisbol de su hijo Jake. Alzando la vista desde el polvo, con la mirada nublada comprendió que se había vuelto un bufón, una vergüenza, un alcohólico. Esa noche se encerró en su dormitorio y le dijo a Kerry que no saldría hasta estar sobrio. Dejar la bebida de golpe no es la forma más segura de curar la adicción al alcohol. A los pocos días tenía tal grado de insuficiencia renal, que su mujer y un amigo lo llevaron al hospital.

Al verlo postrado, su familia pensó que había muerto. Lo que él recuerda es que su alma se separó de su cuerpo; sintió que levitaba por mundos de luz cada vez más intensa. Recuerda que, tras contemplar un reino de bondad pura y amor incondicional, regresó a su cuerpo; entonces se incorporó y dejó atónitos a todos.

Fue la clásica experiencia cercana a la muerte. David despertó transformado. Había tenido una revelación privilegiada: los bosques de la Tierra se estaban perdiendo, no sólo las secuoyas, cuya ausencia él lamentaba desde hacía décadas.

—Imagínense que ven el planeta desde el espacio —les dijo a su esposa, sus hijos y sus amigos—. ¿Ven la capa verde de vegetación que lo rodea? Eran los pulmones y el sistema de filtración de todos los seres vivos. Existió durante millones de años, y casi hemos acabado con ella.

Sin embargo, David vio una solución: clonar los mejores ejemplares sobrevivientes de árboles antiguos, los “campeones” identificados por silvicultores, gobiernos locales y dependencias federales como los más grandes o longevos de su especie. Así se preservaría su ADN, y los clones podrían plantarse en regiones apropiadas de todo el mundo.

Como viverista, David se dedicaba a propagar árboles. Ahora concentraría sus destrezas en el último gigante del bosque. Comprendía que había que empezar a reforestar sin tardanza, mas no con especies de ornato. “La era de la conservación se acabó”, anunció. “No quedan suficientes hábitats antiguos que preservar. Estamos en el milenio de la restauración. Debemos reconstruir con lo mejor que tenemos: los seres vivos más grandes y antiguos del mundo”.

Este ideal lo obsesionó hasta el punto de que su negocio de árboles de sombra quebró. Habló hasta quedarse ronco y lo tacharon de loco. La familia vivía del modesto salario de maestra de Kerry. Los vecinos a veces le regalaban abrigos y botas usados para los niños, pero ella creía en el ideal de su esposo, y sus hijos también.

En 1996, sin dinero, David y su familia pusieron en marcha el Champion Tree Project, un grupo de reforestación sin fines de lucro. Fuera de ellos, casi a nadie le importó.

A la mayoría de la gente no le interesaba porque no habían oído hablar de una crisis de desaparición de los bosques, o no creían que estuviera ocurriendo. En Estados Unidos hay una gran miopía al respecto. Se admite la posibilidad de que los pandas, los tigres siberianos y los osos polares se estén extinguiendo, pero se mira por la ventana y se ven árboles. Nuestra especie evolucionó en ellos y aún nos gusta vivir a su sombra y tenerlos cerca, pero ni los parques urbanos, ni las calles arboladas, ni los jardines suplen los bosques primitivos del mundo.

Las pocas arboledas que subsisten en las zonas residenciales de Estados Unidos son sólo restos. Descienden de los árboles no talados por pioneros, colonos, agricultores o empresas madereras. “Los madereros se llevan los mejores ejemplares”, dice Terry Mock, asesor ambiental de Champion Tree Project. “Dejan los peores, lo que degrada la genética de los bosques y la calidad de los futuros árboles”.

“Un árbol de 27 metros nos parece enorme”, dice David, “pero los ejemplares de los grandes bosques vírgenes de Estados Unidos promediaban de 27 a 40 metros. La mayoría de los árboles de hoy están torcidos, raquíticos y viven poco. No sirven”.

Aunque un solitario árbol abuelo se irguiera sobre un boscaje, no prosperaría. Para crecer, los árboles necesitan un espacio extenso y un sotobosque. Un árbol solitario o los pocos que se aferran a las orillas de los bosques tienen escasas probabilidades de propagarse, y hoy casi todos los árboles se aferran a una orilla. Los retazos de bosque dispersos por el este de Estados Unidos, rodeados por el desarrollo urbano por todos lados, son demasiado pequeños para funcionar como ecosistemas vitales y sustentar una gran diversidad de especies. Los ecologistas llaman islas a estos fragmentos de hábitat y saben que, en ellos, plantas y animales se dirigen sin remedio a la extinción.

Cuenta la leyenda que antes de la colonización europea una ardilla en Norteamérica podía trepar a un árbol en la costa atlántica y, saltando de un árbol a otro, llegar al río Mississippi. En la actualidad una ardilla tendría suerte si lograra salir con vida de un estacionamiento en Nueva Jersey.

Los recuerdos también nos ciegan a la realidad de los bosques en peligro de extinción. Muchas personas añoran un bosque de la infancia o de una patria ancestral. Como esos hermosos lugares todavía figuran en libros, canciones y poemas, quizá no nos demos cuenta de que sus equivalentes reales están en vías de extinción. En Kentucky, el Servicio Forestal de Estados Unidos ha convertido el Bosque Nacional Daniel Boone en un aserradero regulado, y los Apalaches están bajo asedio. Más de la mitad de los bosques boreales del mundo han sido reducidos a impresos comerciales. Las selvas tropicales de América del Sur y Central, África e Indonesia, incluidos los mágicos bosques de niebla; la cuenca del Danubio; la Selva Negra alemana; la monumental taiga rusa: todos están cayendo, próximos a la desaparición. ¿Te sigues imaginando a Irlanda densamente arbolada? Es el país más deforestado de Europa.

Sin embargo, en los años 90 incluso a las pocas personas que reconocían la crisis les costaba creer que un viverista pudiera clonar un árbol viejo. Los árboles jóvenes se propagan fácilmente, aun con la “reproducción asistida” de la clonación, pero David hablaba de árboles de cientos y miles de años de edad. Quería clonar los tocones que quedaban en las regiones donde se habían talado árboles gigantescos. A los silvicultores y viveristas experimentados esto les parecía como pretender reunir muestras de esperma y de óvulos humanos en casas de reposo, hogares para ancianos y cementerios. ¡Imposible!

Sin embargo, David tenía un dicho favorito: “Lograr lo imposible sólo lleva más tiempo”.

El Champion Tree Project fue haciendo lentos progresos. Con el permiso de propietarios particulares de Michigan, miembros de la agrupación tomaron injertos de los ejemplares campeones de fresno, olmo y arce. Entonces Jake Milarch y su colega Tom Broadhagen se encerraron en el invernadero y ampliaron los horizontes de la clonación de árboles. Mientras los clones verdeaban y arraigaban, y se repartían plantones por todo Michigan, los Milarch dirigieron la atención fuera del estado y hacia atrás en el tiempo.

En la histórica finca de Mount Vernon se les dio acceso a los árboles que George Washington había plantado. Los fresnos, falsos abetos, tulíperos, moreras y acebos plantados por el primer presidente de Estados Unidos resultaron muy fáciles de clonar. El Champion Tree Project donó a la finca cientos de plantones obtenidos de 12 árboles, y uno se plantó en los jardines del Congreso.

 

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