Catrin Pugh se dirigía de vuelta a casa. Esta risueña joven galesa, entonces de 19 años, acababa de cumplir un contrato de cuatro meses de trabajo como mesera y mucama en la hermosa estación de esquí de la montaña Alpe d’Huez, en los Alpes franceses. Su paga era modesta, pero tenía un incentivo: podía esquiar sin costo alguno en sus días libres.
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Esta experiencia laboral había sido también la primera vez que Catrin vivía lejos de su casa, y estaba ansiosa por ver a sus padres, Carl y Sara, ambos maestros de escuela, y a sus dos hermanos, Mari y Robert.
Aunque era una chica muy independiente, se dio cuenta de que había extrañado mucho su hogar durante su estancia en la montaña y anhelaba estar en Wrexham, la apacible ciudad del norte de Gales donde había crecido y estudiado.
Junto con otros 50 jóvenes empleados temporales, había subido a bordo de un autobús alquilado el 16 de abril de 2013 en la estación de esquí, para iniciar un viaje de 20 horas hasta el Reino Unido.
Se sentó justo detrás del conductor, Maurice Wrightson, quien conocía bien la ruta, para no perderse detalle del majestuoso paisaje alpino desde la ventanilla.
La primera etapa del recorrido, un descenso de 14 kilómetros desde la estación de esquí, es famosa por ser una de las escaladas más extenuantes de la carrera ciclista Tour de France.
En cada una de las 21 curvas cerradas de la ruta hay una placa en honor de algunos de los deportistas que han ganado la complicada etapa.
Mientras Wrightson tomaba una de esas curvas al volante del vehículo de 12 toneladas, Catrin iba contemplando las cimas nevadas y los valles bañados por el sol. Es una belleza, pensó. Algún día volveré.
De pronto el autobús ganó velocidad al tomar un tramo recto del camino antes de la curva número 21, la última de ese trayecto.
—¡Los frenos no funcionan! —gritó el conductor mientras el vehículo se dirigía hacia un despeñadero de 100 metros de profundidad.
Todos los jóvenes gritaron. Algunos corrieron al fondo del autobús para intentar abrir la puerta de emergencia; otros trataron de romper las ventanillas con los puños.
Aterrada, Catrin miró a través del vidrio el precipicio hacia el que se abalanzaban y pensó que no tenían salvación. ¡Nos vamos a morir!, se dijo.
“El médico a cargo de Catrin le dijo a Sara: “La chica no está bien. un padre no debería tener que ver a su hijo en ese estado”
Wrightson hizo un viraje brusco hacia la derecha, en un intento por detener el autobús pegándolo a la ladera. En ese instante Shaun Stewart, compañero de asiento y amigo de Catrin, le rodeó el torso con un brazo para protegerla.
—¡Apóyate allí! —gritó, y señaló los soportes del asiento del conductor para que apoyara los pies en ellos a fin de evitar salir disparada y chocar contra el parabrisas.
El vehículo chocó contra la rocosa ladera con tal fuerza, que la mayoría de los viajeros cayeron al piso. El estruendo de los vidrios al romperse y del metal al retorcerse era ensordecedor.
Golpeados y aturdidos, casi todos a bordo escaparon por la puerta de emergencia o saltaron por las ventanillas. Luego, en un instante, el tanque de combustible explotó y las llamas cubrieron a Wrightson.
Catrin cayó al piso. Mientras el conductor pedía auxilio a gritos, las llamas alcanzaron a la joven, quien por instinto se puso de pie. En unos segundos el fuego envolvió su cuerpo. El olor a carne quemada se mezcló con el del diésel derramado.
Shaun corrió hasta Catrin y la sacó como pudo del autobús; luego él y otros apagaron las llamas que le estaban incendiando la ropa y chamuscando la mayor parte de la piel.
Tendida a la orilla del camino, Catrin alzó el brazo derecho y llena de horror vio cómo se le desprendían jirones de piel ennegrecida. Tanto las manos como los brazos estaban
en carne viva y rezumaban sangre. La joven galesa empezó a gritar a causa del dolor insoportable.
Varios de sus compañeros se rasgaron la camisa e improvisaron vendas para envolverle la cabeza y detener la hemorragia; otros sostuvieron una sábana extendida sobre Catrin para cubrirla del sol. Cuatro de los jóvenes estaban malheridos, y el conductor murió dentro del vehículo.
Finalmente llegaron los socorristas. Catrin no paró de gritar hasta que le pusieron una mascarilla de aire sobre el rostro. Entonces se desmayó.
“Los médicos franceses van a tener un trabajo duro”, pensó Ian James. “no creo que esa joven pueda sobrevivir”
El mensaje que Carl Pugh le había dejado en el celular a Sara, su esposa, era conciso: “Ven a casa, pronto. No es nada que deba preocuparte”. Pero cuando ella llegó a la bonita casa de cuatro habitaciones donde vivían, la expresión de Carl era sombría.
—Sara, hubo un accidente —le dijo él—. Es Catrin.
Le explicó que había recibido una llamada de Francia, pero que no sabía más que eso. Le habían dado el número telefónico de un hospital de la ciudad de Grenoble, para que solicitara más información.
Un helicóptero trasladó a Catrin al Hospital Universitario de Grenoble. Tenía quemaduras en el 96 por ciento del cuerpo; sólo el cuero cabelludo, una pequeña franja de la cara y las plantas de los pies estaban ilesos.
Los médicos decidieron enviarla a una unidad especializada en quemaduras de un hospital más grande en Lyon, a una hora de viaje.
Cuando logró comunicarse al hospital de Lyon, Carl se enteró de que las quemaduras de su hija eran tan graves, que habían decidido mantenerla en coma inducido.
—Venga aquí lo más pronto que pueda —le dijo un médico.
Lo que no le dijo era que prácticamente nunca habían visto sobrevivir a nadie con quemaduras tan grandes. Todos en el hospital creían que Catrin tenía las horas contadas.
Sara voló a Lyon a la mañana siguiente, y Carl, confinado en una silla de ruedas por una reciente operación de reemplazo de cadera, viajó un día después acompañado por un cuñado suyo.
A casi 24 horas de haber ocurrido el accidente, los tejidos de Catrin se habían hinchado enormemente. La causa era la pérdida de líquidos consecutiva al daño en los vasos sanguíneos, y era la manera en que su organismo intentaba curarse.
La gravedad de las quemaduras había debilitado su sistema inmunitario, y existía riesgo de que sus órganos empezaran a fallar.
Los médicos debían actuar rápidamente y reponer los líquidos que Catrin había perdido, o podría sufrir un paro cardiaco. Para calmarle el dolor, la habían puesto en coma y conectado a un respirador.
En el hospital, Sara se encontró con el médico a cargo de Catrin.
—La chica tiene la cara muy hinchada —le dijo él—. No está bien. Un padre no debería tener que ver a su hijo en ese estado.
Sollozando, Sara le preguntó:
—¿Se puede sobrevivir a algo así?
Tras un breve silencio mirando el suelo, el doctor respondió:
—Pocas personas se salvan, señora. Muy pocas.
Antes de entrar a ver a Catrin en la unidad de terapia intensiva (UTI), Sara se armó de valor. No voy a llorar. Debo ser valiente, pensó. Luego vio a su hija, inconsciente y conectada a varias máquinas que zumbaban.
Una serie de lámparas de calor arriba de ella la mantenían tibia. Una manta térmica y gruesos vendajes blancos envolvían todo su cuerpo y la cabeza, excepto la mitad del rostro.
Sara tuvo el impulso de abrazarla, pero temió lastimarla. Al borde del llanto, de pronto pensó que ésa podía ser la última vez que viera a su hija con vida. Luego de tomar aliento, se dijo: Sé positiva y fuerte.
Tratando de no ver las partes hinchadas del rostro de su hija ni su tez chamuscada y rojiza, Sara se consoló pensando: Tiene dientes, cejas y pestañas. Aún es mi Cat. Estiró la mano y le tocó el brazo vendado.
—Cat, soy mamá, aquí estoy —le susurró, aunque le habían advertido que Catrin no podría oírla. Pero ella, esperanzada, siguió hablándole—: Vamos a hacer que te alivies.
Minutos después, temiendo que a Catrin le quedaran sólo unos días de vida, fue a sentarse a la sala de espera y se echó a llorar.
La noche siguiente, después de visitar a Catrin en la UTI, Sara y Carl se prepararon para lo peor en su cuarto de hotel. Los médicos les habían dicho otra vez que la probabilidad de que su hija sobreviviera era “mínima”. Carl abrazó a su esposa y le dijo:
—No nos dan esperanzas de que se salve. ¿No volveremos a verla con vida nunca más? Entonces añadió—: No, ella va a lograrlo.
Carl intentaba mantenerse fuerte por Sara, pero cuando ella se quedó dormida y él bajó al salón del hotel para reunirse con su hijo mayor, Robert, perdió el aplomo. Desde el día en que Catrin nació, se volvió la adoración de Carl. Era una chica rebosante de vida, siempre lista para hacer reír a todo el mundo.
—Todo esto es tan injusto —le dijo a Robert, y juntos lloraron.
Estaban despidiéndose de Catrin.
Carl no soportaba la idea de perder a su “Primera princesa”, como llamaba a Catrin (cuando nació su otra hija, Mari, la llamó “Segunda princesa”). Catrin estaba en peligro de muerte, pero toda su vida había mostrado que sabía luchar. “Tiene una voluntad de hierro”, habían dicho de ella sus padres muchas veces. “Jamás retrocede cuando tiene que avanzar”.
Si bien a Catrin le encantaba ser el centro de atención, protegía mucho a sus hermanos. En la escuela y cuando salían de compras, era ella quien hacía amigos y presentaba a Robert y a Mari. Era siempre “la hermana mayor” que “rompía el hielo” por ellos en los encuentros sociales.
Catrin empezó a tomar clases de baile cuando tenía ocho años, y le fascinaba subir al escenario y cantar. En las vacaciones con su familia, imitaba a los bailarines del hotel y danzaba alrededor de las mesas. En todos los festejos familiares tomaba la cámara y sacaba fotos.
El sueño de Catrin era inscribirse en una escuela de teatro en Londres. Sus padres eran maestros, pero ella quería hacer algo diferente. Siempre estaba buscando retos. Empezó a trabajar como mesera en un bar a los 16 años.
Cuando se propuso ser la mejor de su clase en matemáticas, nadie logró persuadirla de que se trazara una meta más modesta. “Puedo hacerlo”, dijo y, en efecto, lo consiguió.
Cuando anunció que quería ir a Francia a trabajar por unos meses, su madre reaccionó con alarma. Pensaba que Catrin era muy joven aún y nunca había vivido lejos de casa; sin embargo, sabía que su hija ya había tomado la decisión.
Ian James, uno de los especialistas en quemaduras más reconocidos del Reino Unido, acababa de dar una conferencia médica en Atenas, Grecia, cuando vio en su iPad la noticia sobre el accidente de Catrin.
Este afable cirujano plástico dirigía la Unidad Regional de Quemaduras del Hospital Whiston de Liverpool, uno de los centros de quemaduras más prestigiosos del país. Los médicos franceses van a tener un trabajo duro, pensó. No creo que esa joven pueda sobrevivir con el 96 por ciento del cuerpo quemado.
El doctor James aún no sabía que la empresa británica que había contratado a Catrin para que trabajara en Francia había hablado con los médicos franceses sobre la posibilidad de trasladar a la joven a Liverpool para que fuera atendida allí.
Había una cama disponible en el Hospital Whiston. Aquéllos estuvieron de acuerdo; el riesgo de que Catrin muriera durante el traslado sería alto, pero ser tratada por expertos en quemaduras, entre ellos Ian James, era su mayor esperanza de salvar la vida.
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Cinco días después del accidente, un grupo de cirujanos, enfermeras, anestesistas y técnicos especializados del Hospital Whiston se dispusieron a tratar de salvarle la vida a Catrin. Primero, retiraron la piel muerta para evitar que se infectara.
Las personas que no sobreviven a quemaduras tan extensas generalmente mueren por infecciones en las heridas abiertas, así que mantener limpias las lesiones de Catrin era fundamental.
Luego tomaron una muestra no quemada de su cuero cabelludo y la enviaron al laboratorio para cultivarla a fin de hacerle injertos de piel más adelante. Después cubrieron más del 40 por ciento de su cuerpo con capas de piel de cadáver procedentes del Banco Nacional de Piel.
“Por más cuidado que las enfermeras tuvieran al cambiarle las vendas,
siempre le desprendían jirones de piel”
La piel donada ayuda a prevenir infecciones, mantiene la temperatura corporal y favorece la curación. Como el sistema inmunitario de Catrin estaba tan debilitado, no iba a rechazar esas capas de piel, que al final se reemplazarían con los injertos.
Catrin resistió la operación, que duró cinco horas, pero cuando el doctor James se reunió con los padres y Carl le preguntó sobre la probabilidad de salvación de su hija, contestó:
—En este momento, siento mucho decirlo, es una en mil.
Aseguró que, aunque Catrin tenía todo en contra, su equipo y él harían “todo lo posible por salvarla”. Tenían que cambiarle con sumo cuidado los vendajes en sesiones de tres o cuatro horas, una o dos veces al día, pues el riesgo de infección era constante.
Como los órganos internos de la joven habían sufrido daños, la amenaza de insuficiencia renal o infarto estaba latente. James describió los procedimientos médicos como “una batalla diaria” por la vida de Catrin.
En el transcurso de las dos semanas siguientes le hicieron a la joven varios injertos de piel cultivada. Siete días después, James admitió estar sorprendido. Les dijo a Carl y a Sara que, milagrosamente, las probabilidades de que su hija se salvara habían mejorado: ya eran de una en cien.
—Si llegamos a las seis semanas y las heridas se curan bien, podríamos darle un giro a esta historia —señaló, y explicó que seguirían manteniendo a Catrin en coma al menos tres meses para hacerle injertos de piel en todo el cuerpo y otras operaciones.
Día tras día, usando batas y guantes esterilizados, Carl y Sara se turnaban para cuidar a Catrin. Una mañana, mientras veía cómo el pecho de su hija subía y bajaba a medida que el respirador le insuflaba aire en los pulmones, Carl por fin tuvo un vislumbre de esperanza: su “Primera princesa” aún estaba viva.
Se acercó a la cama y sostuvo entre sus manos el brazo vendado de su hija. Al igual que a Sara, le habían dicho que la chica no podría oírlo, pero él le dijo en voz baja:
—Anda, Cat, lo vas a lograr.
Esta vez no hubo lágrimas.
Mantuvieron a Catrin en coma por tres meses con potentes sedantes; la alimentaban por vía intravenosa, y tenía conectado un catéter y una bolsa de colostomía temporal. Cada día era una batalla, pero su joven cuerpo combatía las infecciones y soportaba las operaciones.
Para evitar que la piel recién injertada se endureciera, los fisioterapeutas le flexionaban y extendían brazos y piernas dos veces al día para ejercitarlos.
Cuando Catrin llevaba ya más de 90 días en coma, el doctor James les dijo a Carl y a Sara que su hija había logrado lo que parecía casi imposible, y con franqueza admitió:
—Nunca me ha tocado ver que alguien sobreviva con unas lesiones tan graves como las de Catrin.
Era hora de sacarla del coma.
Como Carl y Sara pronto comprobaron, ver una persona salir de un coma inducido no se parece nada a lo que muestran las películas: no se despierta como de un sueño. Más bien, al paciente se le van reduciendo poco a poco las dosis de los fármacos que lo mantienen sedado, y puede entrar y salir del estado de conciencia a lo largo de varios días, que es justo lo que le sucedió a Catrin.
“Día 100: un día increíble. Catrin se está moviendo… ¡por fin!” Esta breve nota en el diario que Carl había llevado desde que su hija sufrió el accidente señalaba el inicio de la segunda fase de su recuperación. Sin embargo, el doctor James les había advertido: “Las probabilidades han mejorado, pero aún no llegamos a la meta”.
Como habían mantenido en coma e inmovilizada a Catrin por más de tres meses, tenía atrofiados los músculos. Había bajado 32 kilos, casi la mitad de su peso corporal.
Estaba demasiado débil para sostener la cabeza, y tendría que aprender a ponerse de pie y a caminar otra vez. Le esperaba más de un año de fisioterapia.
Las extensas quemaduras le habían dañado los tejidos y los nervios a tal grado, que casi no funcionaban. Conforme los nervios empezaran a regenerarse, sufriría un dolor horrible. Durante meses lloraría de dolor cada vez que alguien la tocara.
—¡Es como si alguien me estuviera clavando agujas en el cuerpo todo el tiempo, mamá! —le dijo a Sara un día—. ¡No lo soporto!
Los analgésicos le daban un poco de alivio, pero sentía pavor cuando le cambiaban las vendas. Por más cuidado que las enfermeras tuvieran al hacerlo, siempre le desprendían jirones de piel en carne viva, y Catrin gritaba de dolor. Una mañana, cuando llegó la hora del cambio de vendajes, les dijo a las enfermeras:
—¡No! ¡Por favor, no me hagan eso! ¡Las odio a todas!
Por la tarde de ese día, cuando Carl fue a visitarla, ella lo increpó:
—¿Por qué no me salvaste del fuego? Eres mi papá, ¡pero no estuviste a mi lado cuando te necesité!
Aunque Carl sabía que los fármacos y el dolor le causaban depresión y esos arrebatos de ira a su hija, le partía el corazón verla sufrir tanto.
“Puedes hacerte la víctima, pero la gente terminará por aburrirse de eso”, le dijo Heather. “De ti depende evitarlo”
Y había otro trauma: el fuego había desfigurado el bonito y lozano rostro de Catrin. En casi toda la cara tenía quemaduras graves, y había perdido un trozo de oreja y las puntas de varios dedos a causa del fuego. Los médicos le habían afeitado la larga cabellera de la que se sentía orgullosa, y raspado la cabeza para poder cultivar la piel y obtener injertos.
Durante los tres baños que le daban a la semana, y que requerían la presencia de 10 personas para sostenerla y lavarla en una tina grande, Catrin por fin podía ver su cuerpo quemado y maltrecho.
La horrorizaba mirarse las zonas de piel en carne viva. Nadie se va a enamorar de mí nunca, pensó con tristeza un día. Más tarde, antes de quedarse dormida, le dijo a Sara: “Habría sido más fácil si me hubiera muerto”. Pero aún no se había visto el rostro ni la cabeza rapada.
Donnas Wilkinson, una enfermera de 30 años que llevaba meses supervisando la recuperación de Catrin, comprendió que era hora de dejar que la joven se viera el rostro cuando la oyó decirle a Sara que estaba ansiosa por lavarse el cabello otra vez.
—Ya es hora de que te mires la cara —le dijo Donnas a Catrin, y le entregó un espejo de mano.
Hubo un silencio, y luego, gritos y lágrimas de consternación.
—¡No, no! —gimió Catrin mientras miraba el reflejo de su rostro desfigurado y la cabeza calva—. Parezco un fenómeno. ¡No es justo!
Aunque la enfermera intentó consolarla diciéndole que el cabello le volvería a crecer y que algún día el rostro se le vería mucho mejor, la joven siguió llorando.
Desde que salió del coma, Catrin había empezado el doloroso proceso de reaprender a ponerse de pie. La primera vez que un equipo de fisioterapeutas la ayudó a levantarse de la cama y pararse, gritó de dolor: “¡Mis pies! ¡No puedo!”. Pasarían semanas antes de que pudiera ponerse de pie sin ayuda, y meses antes de intentar dar un primer paso vacilante.
Se avergonzaba tanto de su aspecto, que no quería que sus amigos la visitaran. Pero Emily, su mejor amiga y a quien conocía desde sus clases de baile a los ocho años, fue muy insistente, y Catrin al final cedió.
Una tarde las enfermeras ayudaron a Catrin a salir de la cama y la sentaron en una silla. Si bien Donnas había advertido a Emily sobre la apariencia de Catrin y la gravedad de sus lesiones, Emily se impresionó al ver el rostro desfigurado de su amiga.
—Cat, tu cabello… lo lamento tanto —fue lo único que alcanzó a decir antes de que se echara a llorar.
Las jóvenes se enjugaron las lágrimas, y luego Emily le contó a Catrin que se disponía a hacer un viaje de dos años a Australia, un sueño que Catrin compartía con ella pero que en su estado parecía imposible. Un asistente entró con el almuerzo y lo dejó al lado de Catrin. Tras un silencio incómodo, ésta le dijo a Emily:
—¿Podrías ayudarme? No puedo sostener el tenedor ni la cuchara.
Eso bastó para que Emily se echara a llorar otra vez.
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El dolor constante, la angustia por su aspecto y la frustración de tener que reaprender a caminar y a comer por sí sola se volvieron abrumadores para Catrin. “No lo haré”, respondía a toda petición de que hiciera las cosas sin ayuda. Un día que Sara fue a visitarla, la joven, desconsolada, dijo:
—Nunca podré volver a caminar. ¡Nunca seré normal!
Ian James y Donnas Wilkinson habían visto a otros pacientes quemados caer en la depresión, y sabían bien qué convenía hacer.
—Vamos a presionar a Catrin —les dijo el doctor James a los padres—. Es posible que nos odie, pero eso no será un problema para nosotros.
El personal entonces inició la ofensiva. Como Catrin se negaba a recibir la fisioterapia, el doctor James le dijo con firmeza:
—Si quieres volver a usar las manos algún día, vas a tener que ejercitarlas ahora mismo. Como sabía que a la joven le encantaba el baile y el teatro, se sentó al lado de ella y añadió—: Si quieres bailar nuevamente, tienes que empezar a intentarlo.
Catrin rompió en llanto.
—¿Por qué lloras?
—Porque acaba de decir que nunca volveré a bailar.
—No —replicó el médico—, lo que dije es que nunca volverás a bailar si no lo intentas.
La estrategia comenzaba a dar resultado. Catrin hizo frente al dolor de la fisioterapia diciéndose: Les voy a demostrar que sí puedo. Entonces le pidió a una enfermera que la ayudara a tomarse una selfie, y luego publicó la foto en Instagram.
Sé que me veo horrible, pero ¡se la voy a mostrar al mundo!, pensó. En la foto aparecía con la cabeza afeitada y llena de costras, una sonda conectada a la nariz y una gran sonrisa. Al pie de la imagen escribió: “Estoy en camino”.
Para ayudar a evitar que le quedaran cicatrices muy notorias, Catrin debía usar prendas de compresión y una mascarilla de plástico hecha a la medida 23 horas al día.
Como empezó a mostrarse renuente, Donnas le pidió a Heather Simpson, quien había sufrido quemaduras en el 75 por ciento del cuerpo en un incendio doméstico, que fuera a visitarla.
Cuando esta rubia mujer de 31 años se paró al lado de su cama, Catrin la acribilló a preguntas: “¿Me dolerá siempre?” (“Podrás manejarlo”.) “¿Vives sola?” (“Estoy casada”.) “¿Trabajas?” (“Fui a la universidad y tengo un trabajo en el gobierno”.)
Heather respondió todas sus preguntas y le dio un consejo certero:
—Puedes hacerte la víctima, pero la gente terminará por aburrirse de eso. De ti depende evitarlo.
Catrin le preguntó si algún día se le borrarían las cicatrices, y le dijo que odiaba las prendas de compresión.
—Yo también las odiaba —le contestó Heather.
Entonces se quitó la chaqueta y le mostró el brazo derecho, que había sanado bastante bien; luego le mostró el brazo izquierdo, en el que tenía feas cicatrices.
—¿Adivina en qué brazo no usé prendas de compresión? —le dijo a Catrin—. De ti depende…
La visita de Heather le dio a Catrin el impulso que necesitaba. Trabajó incansablemente y cooperó con los fisioterapeutas. Debo convertirme en una sobreviviente, no en una víctima, se decía. La chica de la voluntad de hierro había regresado.
El 7 de diciembre de 2013, luego de casi ocho meses de estancia en el hospital, Catrin se marchó a casa para seguir restableciéndose allí.
“Paso a paso” es como ella y los fisioterapeutas describieron el proceso de recuperación que comenzó en su hogar. Si bien aún no podía alimentarse, asearse, ni caminar sin ayuda, ponía mucho empeño en ejercitarse porque tenía la esperanza de recobrar la independencia algún día.
Tres meses después, regresó al Hospital Whiston para hacerse una revisión de seguimiento. Catrin estaba sentada en una cama, y cuando el doctor James terminó de ajustarle los vendajes, le dijo:
—Baja de allí, Catrin, y camina hasta donde estoy.
—No puedo —respondió ella—. Sin ayuda, no puedo.
—Inténtalo —la alentó el médico—. Yo te sostendré si te caes.
Catrin no quería decepcionarlo. Inténtalo, se dijo. Entonces se levantó de la cama y, muy despacio, dio un paso y luego otro. Sentía dolor, pero era soportable. Logró dar tres o cuatro pasos más antes de caer en los brazos abiertos del cirujano.
Catrin empezó a caminar; luego, después de varios meses de trabajo, a ejercitarse en una caminadora, y finalmente, a trotar al aire libre. Para entonces, ya había recuperado el uso de los brazos y tomaba analgésicos ordinarios para controlar el dolor. El cabello le había vuelto a crecer, y ya no tenía que usar la mascarilla ni prendas de compresión.
Tenía algunas cicatrices en el rostro, pero ya no se veía desfigurada. Cuando se encontraba en sitios públicos, algunas personas la miraban sorprendidas, pero la mayoría eran amables. Muchas habían sabido de ella por los medios informativos británicos, y a menudo le decían que su recuperación era “inspiradora”.
Los niños, sin embargo, reaccionaban de modo diferente. Algunos mostraban miedo; otros, la miraban azorados. Los más valientes se acercaban a ella y le preguntaban: “¿Qué te pasó en la mano? ¿Por qué tienes la cara así?”.
Catrin se acuclillaba, los miraba de frente y respondía: “Tuve un accidente muy feo”. Por lo general con esa explicación bastaba.
Más o menos por ese tiempo el gerente de la Academia de Baile Delta, donde Catrin aprendió a bailar en su infancia, le pidió que ayudara a un grupo de niñas de cuatro y cinco años a ensayar para una presentación. Catrin vio una oportunidad en ello y aceptó encantada.
Todas las niñas se mostraron amables con Catrin a medida que ella las ayudaba a ensayar, menos una pequeña de cuatro años que se mantenía distante. Catrin estaba acostumbrada a ese tipo de reacciones y sabía que no debía forzar a la niña.
Un día, al comienzo del ensayo, la pequeña se acercó a Catrin y dijo:
—Mis papás me contaron lo que te pasó. Te quemaste.
Catrin se acuclilló para escucharla. La niña entonces asió la deformada mano izquierda de la joven.
—No te preocupes —le susurró—. Aunque estés así, me agradas.
Catrin había estado en casa casi un año y ya caminaba sin ayuda, pero sus padres se sorprendieron cuando les dijo que quería volver a los Alpes franceses para esquiar otra vez. Ellos pensaron que podría afectarla regresar al lugar del accidente, pero conocían la resolución de su hija y no intentaron disuadirla.
Catrin empezó a tomar clases en una organización para esquiadores discapacitados, y usaba unos esquíes adaptados (a los que riendo llamaba “mis andaderas para nieve”) para descender por una “ladera artificial” en Gales.
El 23 de diciembre de 2014, Catrin regresó con sus familiares y amigos a Val Thorens, la estación de esquí situada a mayor altitud de Europa. Los Pugh habían visitado ese lugar por más de 10 años; Catrin, Robert y Mari habían aprendido a esquiar allí.
Pero en esta ocasión era distinto: un equipo de televisión acompañaba a la familia para cubrir lo que los medios informativos llamaban el “milagroso” regreso de Catrin a las laderas.
Bajo un espléndido cielo azul, ayudaron a Catrin a ponerse los esquíes, y ella se ajustó las gafas y el casco. A un reportero le confesó que estaba muy nerviosa. Mientras las cámaras filmaban, empezó a descender con lentitud pero sin titubeos por una pendiente poco inclinada.
Luego, a medida que aceleraba, ocurrió algo extraordinario: sus hermanos y sus amigos formaron una “barrera móvil” en forma de rombo a su alrededor para protegerla mientras descendía.
Catrin estaba emocionada. Soy libre, pensó, mientras volvía a sentir el roce del viento contra su piel y el de la nieve bajo los esquíes. No estaba descendiendo a la velocidad que había alcanzado años atrás, pero aun así era una victoria para ella.
Antes de reducir la velocidad hasta detenerse al final de la pendiente, vio a su padre, que la esperaba con los brazos extendidos. Las lágrimas bañaban el rostro de Carl. Su “Primera princesa” había logrado lo que parecía imposible. La sostuvo, la abrazó con ternura y le dijo al oído:
—Regresaste, Catrin. ¡Lo hiciste!
En noviembre de 2015, en un elegante salón comedor en la Cámara de los Lores del Reino Unido, Catrin se disponía a pronunciar un discurso ante un grupo de profesionales de la medicina, filántropos, donadores corporativos y otras víctimas de quemaduras.
Había sido invitada por la Fundación Katie Piper, una organización sin fines de lucro británica, para que contara su experiencia.
A lo largo de los 12 meses previos, había hablado ante estudiantes y otros grupos de personas sobre cómo se había recuperado del accidente, la necesidad de superar la adversidad, mejorar como ser humano y no sumirse en la amargura, y acerca de la importancia de mantener una buena imagen corporal, sin importar cuántas cicatrices se tengan en el cuerpo. Cuanto más hablaba, más segura se sentía de que contar su historia para infundir esperanza a otros se iba a volver su misión en la vida.
Mientras la presentaban, observó el río Támesis y al público que la esperaba. No podía creer lo lejos que había llegado, y pensó: ¿Por qué voy a hablar ante estos profesionales si ellos saben mucho más que yo?
Sin embargo, cuando subió al podio y comenzó a hablar, sus nervios se calmaron y sus dudas se desvanecieron. De nuevo se encontraba sobre un escenario, no bailando ni cantando, sino narrando su historia con la esperanza de poder ayudar a otros.
Catrin Pugh había regresado.
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