Aun a bordo de un barco de expedición, la remota Antártida resulta alucinante y misteriosa.
Empecé a creer en fantasmas una mañana, a una hora en que habría sido el amanecer si eso significara algo en la Antártida, en el puente de mando del barco National Geographic Explorer. Piers Alvarez-Munoz, el primer oficial, ya me había advertido sobre algunas de las cosas misteriosas que podían suceder. La pantalla del radar estaba tapizada de puntos verdes: señales de témpanos de hielo y aves de alas enormes. Una nevasca había azotado el pasaje de Drake y no alcanzábamos a ver mucho más allá de la proa.
Alvarez-Munoz verificó sus cartas náuticas y brújulas, y trazó el rumbo con un lápiz porque estas aguas desafían hasta a los aparatos más avanzados. Luego asintió con la cabeza; dijo que ya estábamos cerca de la Antártida, si bien el único instrumento que lo guiaba era su corazón.
Después de una travesía tan larga, nos parecía increíble que estuviéramos por llegar. Los 141 pasajeros del barco proveníamos de todo el orbe; primero volamos a Buenos Aires y luego a Ushuaia, una pintoresca ciudad del extremo sur de Argentina. Más tarde, a bordo del Explorer, atravesamos el canal Beagle, flanqueados por las montañas argentinas y las chilenas. Nos adentramos en el pasaje de Drake hacia la medianoche. En el punto de encuentro del Atlántico y el Pacífico, las aguas se hacían más agitadas. Casi 40 horas después de haber zarpado, Alvarez-Munoz anunció que la Antártida aparecería ante nosotros en cualquier instante.
Como eso no ocurrió, desenrolló otra carta para justificar su creencia en factores paranormales. El océano Antártico tiene más de 5,500 metros de profundidad aquí, pero algunas montañas submarinas se alzan hasta 200 metros por arriba del nivel del mar. Nadie ha escalado esas cumbres ni las ha visto siquiera, lo que no significa que no estén allí.
Parece increíble que en el planeta aún existan lugares desconocidos, y en muchos sentidos la Antártida es uno de ellos. “Las mejores montañas están ocultas”, dijo Alvarez-Munoz antes de guardar los binoculares en un bolsillo de su uniforme gris.
Poco después nos envolvió una gruesa capa de niebla, y a nuestra derecha, sobre el horizonte, divisamos un iceberg con forma de triángulo; luego, a la izquierda, apareció otro más grande, y más allá otro. Esos bloques de hielo les indican a las gaviotas que están por llegar a “playas heladas”. De pronto avistamos un afloramiento de roca gris: la primera de las islas Shetland del Sur. Por fin habíamos llegado a la Antártida. Alvarez-Munoz recorrió la carta con los dedos y alargó la línea que había trazado con lápiz. Cuando volvió a alzar la mirada, la niebla había ocultado nuevamente el afloramiento rocoso.
Meses después, mis recuerdos de la travesía no se parecen en nada a los que tengo de otros viajes. En la Antártida no hay edificios altos, ni calles, ni carteles, ni música, ni fotos de habitantes, ni ninguna de las señales del transcurso del tiempo que nos ofrecen el día y la noche. El sol se ponía de manera espectacular, pero en el último instante cambiaba de parecer y salía otra vez, bañando todo con su luz. Cuando cierro los ojos, veo cientos de tonos azules y blancos, nieve y hielo, que me llenan de asombro. No recuerdo lugares específicos, ni tampoco momentos que me resulten claros. Lo que sí recuerdo es la piel de gallina y la garganta inflamada.
“¡Día de expedición en el mar de Weddell!”, leí una tarde en el boletín diario. “Estén atentos a los anuncios sobre nuestras actividades, que dependerán de las condiciones del tiempo y del hielo”. El mar de Weddell es uno de los cuerpos de agua más intimidantes del planeta; está situado entre la península Antártica y el cabo Norvegia, en la Tierra de la Reina Maud, y acumula hielo en todas sus formas: témpanos blancos y lisos como sábanas, carámbanos, icebergs tabulares enormes, bloques de hielo desprendidos y témpanos azules que flotan como corchos. Un registro satelital de la zona mostró 30,000 icebergs en menos de 4,000 kilómetros cuadrados. Desde la proa parece un mundo fantasmal donde el hielo cobra vida: se retuerce, lamenta y gruñe; se levanta, rueda y se estrella. La tripulación tomó una decisión osada: navegaríamos hacia el sur, lo más lejos que pudiéramos, porque al final del recorrido tal vez encontraríamos pingüinos emperador.
De pie en el puente o en la proa, contemplábamos el paisaje. Seis orcas aparecieron junto al barco, y una se zambulló unos instantes, reapareció dando un giro y nos mostró su tren de aterrizaje blanco. Luego la niebla y la nieve reaparecieron y nos vimos rodeados de icebergs; el Explorer esquivó apenas un trozo de témpano que pudo romper el casco.
Todo se veía muy lúgubre hasta que la tormenta pasó y volvimos a encontrarnos en mar abierto. Una ancha masa de hielo apareció a lo lejos, y a través de los binoculares vimos algunos puntos moverse sobre ella. La tripulación dejó que las corrientes nos llevaran allí. Una vez que estuvimos frente a la masa de hielo, los vimos: ocho pingüinos emperador dando los primeros pasos de su marcha kilométrica de regreso a casa, en algún lugar más allá de nuestro alcance. Muy pronto los perdimos de vista.
Dimos vuelta y pusimos rumbo al norte. Nos reunimos en el salón a celebrar, con brindis y sonrisas, como si hubiéramos llegado a nuestro destino, como si cada uno por fin hubiera cumplido sus aspiraciones secretas. La mayoría de los pasajeros del barco eran adultos mayores, y muchos mostraban esa gratitud particular que se adquiere con el tiempo y con los viajes. No creo haber sido el único a quien le costó contener la emoción. Habíamos hecho el largo recorrido y gastado una fortuna para tener la dicha de ver pingüinos emperador en su hábitat, y lo logramos.
En un mundo en el que todo está planeado y hecho a la medida, diseñado para nuestra seguridad y conveniencia, cada instante de aquel día fue tan breve y fugaz como la suerte misma. Esa sensación es lo que recuerdo, y ésa es la razón por la cual la Antártida no se queda grabada en la memoria. Allí, todo asentamiento humano es temporal; las fronteras cambian constantemente, y los puntos de referencia son estacionales.
En los seis días de estancia en la Antártida, cada uno deslumbrante y maravilloso, la sensación de transitoriedad se fue haciendo agobiante, casi siniestra. Al principio se manifestó de modos extraños: huevos de pingüino destrozados por depredadores; orcas tratando de atrapar focas; huesos de ballena desperdigados en una playa. Podíamos engañarnos y creer que éramos invulnerables con tantas comodidades a la mano: mesas llenas de helados, chocolate caliente salpicado con whisky, y camas donde podíamos dormir tranquilos sabiendo que nos cuidaban las personas indicadas. Pero había recordatorios constantes de que estábamos en un lugar que no nos recibía con tanta calidez como la que mostraban nuestros meseros.
Me sucedió dos veces. La primera fue en Orne Harbor, una caleta rodeada de montañas y glaciares. Llegamos a la costa en un bote inflable y trepamos por la nieve hasta la cima de una loma. Era un día esplendoroso, con el cielo tan azul como el agua y un sol radiante que invitaba a quitarse las chaquetas y los suéteres. Desde la cima veíamos más montañas y glaciares, y respirábamos un aire tan limpio que sentía cómo mis pulmones se ponían rosados otra vez.
Caminamos y nos deslizamos sentados por algunas laderas cubiertas de nieve, riendo como niños y haciendo pausas para sacar fotos. Algunos pingüinos barbijo se detenían y nos miraban con recelo. Fueron unas horas mágicas, y yo le comenté en son de broma a uno de los guías que no iba a volver al barco. Sonrió y me deseó suerte, pero el tono en que lo dijo dejó entrever que no tendría yo ninguna posibilidad de sobrevivir allí.
Luego, no sé por qué, hice la cosa más tonta que he hecho en la vida. Estábamos en Port Lockroy, una antigua estación de investigación británica hoy convertida en museo. Era hora de una zambullida polar. Los pasajeros que se atrevieran podían ponerse trajes de baño y sumergirse en unas de las aguas más frías y oscuras de la Tierra. Los guías nos preguntaron si alguno creía poder aguantar más de un minuto metido en el agua, y cuatro alzamos la mano. Éramos bastante más jóvenes y tontos que el resto de las personas que estaban a bordo.
Desde la cubierta vigilarían nuestros signos vitales. Decidí usar una máscara de esnórquel porque se me ocurrió la delirante idea de que tenía la condición física necesaria para resistir ese tiempo o más sin respirar. Tiritando de frío y descalzos, subimos a un bote inflable convertido en una plataforma de buceo improvisada, y entonces saltamos al agua.
Fue un minuto muy largo. En unos cuantos segundos se me entumecieron los brazos y las piernas. Empecé a jadear, y sentí que el corazón se me salía del pecho de tan hinchado de sangre. Recordé que debía mantener la cara metida en el agua por unos segundos. Lo único que veía entre mis pies paralizados era un abismo negro. Luego de más de una semana sin ver oscuridad, esas aguas me recordaron cómo es la noche y me sentí fascinado y aterrado a la vez.
El minuto por fin transcurrió. Trepamos al bote y nos apretujamos para entrar en calor. Teníamos el cuerpo morado. De vuelta en el barco, me fui directamente al salón comedor, más hambriento que un lobo, y creo que me comí unas 7,000 rebanadas de pizza. Muy lentamente, la sensibilidad volvió a mis dedos, menos en el dedo cordial de la mano derecha. Al cabo de muchos meses, aún tengo adormecida la punta de ese dedo. Es un recordatorio permanente de un viaje que realmente no puedo recordar, pero que por muchísimas razones no quisiera olvidar jamás.
El hielo se había extendido más de lo habitual el invierno anterior, y cinco empleados de la Estación Palmer, un pequeño puesto de investigación estadounidense, habían quedado varados durante varios meses luego de haber concluido sus tareas. En el barco nos enteramos de que estaban ansiosos por volver a casa. Para ir en busca de ellos, recorrimos el estrecho de Gerlache y el canal de Neumayer, abriéndonos paso entre témpanos lo suficientemente grandes como para transportar focas. De lo alto de las montañas se desprendían furiosas avalanchas, y el hielo crepitaba a nuestro alrededor como cables de alta tensión. Nos internamos en el estrecho de Bismarck, dejando en el agua una fugaz estela blanca. Los bloques de hielo flotante golpeaban el casco del Explorer, y de pronto vimos la Estación Palmer: un conjunto de edificios pintados de azul, barriles de petróleo y contenedores de barco apilados sobre rocas grises.
El puente y la proa se llenaron de tripulantes y pasajeros, y unos 40 trabajadores de la estación nos hacían señas de saludo desde la orilla. Vimos a un hombre alto y de cabello largo que se frotaba las manos con ansiedad. Era uno de los cinco empleados varados, y muy pronto lo llevaríamos de regreso a casa junto con sus compañeros, también ansiosos.
Los cinco eran científicos o trabajadores auxiliares de la estación, y un bote inflable los trasladó al barco. Al verlos subir a cubierta, pensé que debían de sentirse como si estuvieran regresando de la Luna. No es una exageración. El hombre alto que se frotaba las manos llevaba siete meses en la Estación Palmer, y había soportado un invierno implacable y una primavera en la que nada se derrite. Fue directamente al bar del barco, y la cara que puso al tomar el primer trago de cerveza aumentó nuestra curiosidad por saber lo que él sabía. Un grupo de pasajeros curiosos rodearon al hombre y a sus cuatro compañeros, que parecían desconcertados por ser el centro de tanta atención. Durante los meses que estuvieron allí, se habían convertido en sombras de lo que eran. Habían olvidado la dulce sensación de una larga ducha de agua caliente, el aroma de las naranjas y cómo sobrevivir entre los vivos.
Cuando llegamos al canal Beagle, los cinco empleados de la Estación Palmer se encontraban en la parte más alta del barco. Miraban Ushuaia con el mismo asombro con que nosotros habíamos contemplado las islas Shetland del Sur días atrás, antes de que aprendiéramos a creer. Luego de pasar cierto tiempo en la Antártida, deja de ser un mundo fantasmal. Se vuelve real, y somos nosotros quienes nos convertimos en fantasmas. Por primera vez en meses, esos cinco hombres y mujeres vieron la hierba, vieron árboles con hojas en sus ramas, vieron autos y vieron colores. Cuando el avión despegó en el aeropuerto, el hombre alto rió y dijo: “Ya había olvidado que sabemos volar”.
No es cierto que las mejores montañas estén ocultas. Están justo delante de nuestros ojos.
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