Un papá entiende el valor de los caóticos primeros años de su hija

—Missy —le dije a mi esposa—, ¿tú embarraste vaselina en mi escritorio?

—No, querido, de seguro fue Meghan —respondió.

Así de simple. Calmada. Tal como me lo temía, no captó la fina ironía de mi pregunta de doble filo. Yo sabía que no había sido ella. Solo quería subrayar el hecho. El único propósito de la pregunta era dejar bien claro que ella no había hecho su trabajo: defender mi escritorio del agresor.

No continué con la conversación. Después me encargaría de Meghan, nuestra hija de 22 meses.

Eso sucedió ayer. Hoy estoy sentado aquí, en el mismo escritorio antiguo, que rescaté del ático de un amigo hace dos años, y miro fijamente la página en blanco en la máquina de escribir. Espero con paciencia a que lleguen algunas ideas para el examen sobre Herman Melville que haré a mis alumnos de literatura mañana.

Mi esposa salió a una reunión, pero no estoy solo. Mis dos hijos me hacen compañía. Edward, de 10 meses, se porta bien. Pasa buena parte del día absorto en una serie de tarjetas, etiquetas y otras piezas de papel en apariencia eterna, además de un catálogo de Sears que despedaza hoja por hoja. De vez en cuando se inclina para lanzarse alocadamente al piano, el cual a duras penas alcanza.

Pero hoy son los planes de Meghan los que están destinados desde la eternidad a chocar con los míos.

Sigue su rutina diaria, que es muy larga y desafiante a la vez. Incluye ciertas tareas básicas: mirar al “grop” (o sea, al pez), barrer su cuna y la alfombra de su cuarto (sí, Meghan barre su cuna), sentarse unos minutos en el estante más bajo del librero para saber si todavía cabe ahí (cabía ayer, y las perspectivas son buenas para mañana), echarle un ojo a Edward de vez en cuando, subir y bajar de la carriola para no perder la costumbre y comprobar que funcionen los resortes del sofá.

El compañero incondicional de sus andanzas es Dumpty, un muñeco de trapo que conoció mejores días. Hace un año estaba bien relleno y rebozaba buen humor. Su sonrisa eterna le robó el corazón a Meghan enseguida. Ella le da transporte; él, seguridad. Entre más sucio está, más parece confiar ella en su sabiduría y filosofía llana.

Hace una semana, mi esposa puso a Dumpty en la lavadora, esperando por lo menos devolverle su apariencia. No estábamos preparados para la criatura escuálida que emergió. Durante el ciclo de enjuague se destripó. Mi esposa pasó 20 minutos recogiendo los intestinos de espuma. Pensamos que Meghan desecharía ese cascarón de Dumpty. Nos equivocamos. No notamos diferencia alguna en su trato, salvo que le resultaba más fácil cargarlo durante sus labores.

Mientras ella hace sus cosas, yo puedo trabajar en lo mío bastante bien, así que me concentro en Melville. (“En cuanto al tema de la enajenación, comente las semejanzas entre Bartleby, el escribiente y La metamorfosis, de Kafka”.) Sin embargo, pronto me distraen. Desgraciadamente, no contaba con la llegada de los “bib-bibs” (es decir, los pájaros).

—¡Bib-bibs, bib-bibs! —chilla Meghan; con los ojos llenos de ilusión, insiste en que la acompañe a asomarse por la ventana.

—Dame un segundo. Déjame terminar esta pregunta. ¿Has leído La metamorfosis, de Kafka, Meghan? ¿No? Te gustaría mucho.

La ironía pasa desapercibida y me jala de la mano (de dos dedos, en realidad). Me veo a mí mismo como el bobo de alguna novela, al que conducen cual zoquete a ver a los bib-bibs. Y los vemos. Hacen una cháchara incesante y saltan de un lado a otro en el jardín que se ve desde el apartamento. Meghan está fascinada, pero mientras yo los veo me pregunto si estacioné el auto bajo un árbol anoche.

De pronto, ella sale corriendo (casi nunca camina) y escucho el golpetear de sus pies desnudos contra el piso de madera. Regresa con Dumpty. Lo pone contra la ventana, estirando sus patéticos brazos triangulares y le susurra al oído que no tiene: “¡Bib-bibs, Jindi, bib-bibs!”. Dumpty sonríe. Es una sonrisa mucho más amplia de lo que solía ser.

Los dejo conversando y regreso al escritorio. Cinco minutos después aparece con los zapatos de su mamá. Se pone de puntillas hasta alcanzar las teclas de la máquina de escribir y oprime cuatro a la vez.

—No, Meghan, gracias. Papá ha visto tu trabajo y prefiere hacerlo solo.

Se retira. Por el rabillo del ojo, puedo verla en la cocina contemplando cómo grop nada en su mundo circular. Me doy cuenta de que hay que cambiar el agua de la pecera.

Vuelvo al examen, decidido. (“Ahonde en los temas de la ilusión y la realidad en Benito Cereno”.)

—No lo pidas, Meghan. Hoy no.

Se para ante mí con los calcetines y los zapatos en la mano. Conozco la rutina. Primero se pone los calcetines y se calza, luego toma la carriola y, de pronto, estamos en el parque. Va a querer que tome un diente de león o la hoja de un árbol para ella. Y empuñará ese diente de león u hoja como siempre lo hace cuando caminamos por allí. Sí, ya me sé la rutina.

Descansa la cabeza en mi pierna, como cuando aprendía a caminar. Solía traerme su peine o su cepillo de plástico y ponía la cabeza en mi pierna mientras yo la peinaba. Pero el ritual duró tan solo unos meses… demasiado poco para mí.

Por fin se va; puedo ver su frustración mientras se sienta en el suelo e intenta ponerse un calcetín durante varios minutos. La ciencia le resulta esquiva. En años venideros, se pondrá medias y mallas con la soltura y gracia de una bailarina. Pero hoy, un par diminuto de calcetines la derrotan.

¡Me descubre observándola! Vuelvo al trabajo. (“¿Qué importancia tiene el lema grabado en la proa del barco de don Benito Cereno?”.)

Golpea suavemente la cómoda silla de mimbre en la que nos sentamos juntos a ver televisión o leer, y recoge sus libros a toda prisa: ¿Dónde está el cachorrito?, El autobús mágico, El gato con sombrero e, incluso, ese viejo ejemplar de National Geographic con el pingüino en la portada… Dios santo, los trae todos. Con la mano libre, me jala la manga.

—¡No, Meghan! —le gruño irritado—. Ahora no. Vete y déjame en paz. Y llévate tu biblioteca.

Lo logro; se va. Ya no hace ningún otro intento por interrumpirme. Puedo acabar el examen tranquilamente, sin obstáculos. Nadie trata de subirse a mis rodillas; no hay dedos adicionales para ayudarme a escribir.

La veo parada, en silencio, con la espalda contra el sofá mientras las lágrimas corren por sus mejillas. Tiene dos dedos de la mano derecha en la boca. Con la izquierda, sujeta al pobre Dumpty. Me ve escribir y, para consolarse, se roza la nariz con la punta de la mano anémica del muñeco.

De pronto, veo las cosas como Dios debe verlas, en perspectiva, cuando todas las piezas encajan: una pequeña llora porque no tengo tiempo para ella. ¡Imagínate ser tan importante para otro humano! Veo el día en que no significará tanto para el alma de mi niña que yo me siente a su lado y le lea un cuento, aunque no sea tan relevante para ambos… y me percato de que lo que cuenta es sentarnos juntos. Y también veo el día en que el frágil, leal y adorable Dumpty desaparecerá de la vida de una niña que ya creció.

Por un instante, Dumpty me ofende. Está consolando a mi pequeña, y ese es mi trabajo. Ella y yo tenemos muy pocos días como este para compartir. Así que el papel se desliza suavemente en el cajón superior; la tapa cubre la máquina de escribir. De alguna forma se hará el examen; como siempre.

—Meghan, tengo ganas de caminar por el parque. Me pregunto si a ti y a Edward les gustaría acompañarme. Tal vez quieras subirte a los columpios un rato. Trae a Dumpty. Y tu suéter rojo; afuera hace frío.

Con la palabra parque los dedos salen de la boca. Se ríe emocionada y empieza una búsqueda frenética por sus calcetines.

Melville tendrá que esperar, pero no creo que le importe. Esperó buena parte de su vida para que alguien descubriera el milagro de Moby Dick… y murió 30 años antes de que alguien lo hiciera. No, a él no le importará.

Además, él comprendería por qué debo ir ahora mismo, cuando los bib-bibs todavía la deslumbran, antes de que los dientes de león se conviertan en plantas a secas y mientras una niña pequeña aún crea que la hoja que le da su padre es un regalo invaluable.

Juan Carlos Ramirez

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