Un viaje de pesca infernal: olas enormes y un barco destrozado
Sabían que zambullirse era arriesgado, pero Jacik creía que la posibilidad de ser rescatado disminuía con cada segundo que pasaba. El diluvio se avecinaba.
Un relámpago iluminó el cielo, y Raymond Jacik supo que su compañero de pesca estaba muerto. No pudo ver a Michael Watkins entre el granizo, pero el rayo había caído justo donde estaba varado: en una bomba extractora de gas de la bahía de Galveston, Texas, a más de 6 kilómetros de la costa. “¡Mike!”, clamó Jacik, aunque su grito fue inútil entre los vientos y las olas atronadoras.
Jacik no tuvo tiempo de lamentarse. La marea seguía arrancándolo de la tubería a la que se aferraba, a cientos de metros de su amigo. Si bien el tubo oxidado le cortaba los pies descalzos, era lo único que lo mantenía fuera del agua. Olas de casi 2 metros de altura se habían estrellado contra él una y otra vez durante horas, arrojándolo al mar picado. Entonces se movía con desesperación en la corriente y luchaba hasta emerger. Para Jacik, era como recibir una tunda mortal.
La tormenta, que llevaba dos horas, no mostraba signos de ceder. Oró.
Jacik, de 49 años, y Watkins, de 52, no revisaron el pronóstico del tiempo antes de zarpar del puerto deportivo de San León, Texas. Los amigos pescaban juntos varias veces a la semana; aquellos últimos días de abril les habían regalado cielos claros y mares tranquilos.
A las 8:00 a. m. de un día primaveral de 2016, mientras abordaban el barco de consola central de 6 metros de Watkins, solo pensaban en corvinas rojas y lenguados, tiburones y truchas moteadas.
A los 10 minutos de haber empezado el recorrido, el dúo encontró oleajes de 50 centímetros a 1 metro de alto. A Jacik no le preocupaba. El bote de Mike podría enfrentar la marejada.
“¡No sé nadar!”, respondió Watkins, luchando por no hundirse.
Siguieron su camino al Árbol de Navidad, como apodaban a uno de sus lugares favoritos para la actividad: un arrecife formado por los restos de un antiguo campo de gas ubicado a poco más de 6 kilómetros del litoral; se eleva desde el lecho, y Jacik le encontraba semejanza a un pino decorado con válvulas oxidadas, perillas y ruedas.
Viejas instalaciones petroleras y gasísticas cubren kilómetros de la bahía de Galveston, y gran parte de sus restos se encuentran justo por encima o por debajo de la superficie. Si bien era como un gran depósito de chatarra, ahí estaban los peces. Continuaron hacia aguas abiertas en medio de olas que golpeaban el casco.
Primero, el motor fuera de borda se quejaba. Watkins dejó caer el ancla a fin de buscar la causa, pero la cuerda se rompió. Ató el bote a un poste; en tanto, Jacik se equipaba sin notar las grandes olas que se acercaban. Con la proa apuntando hacia el viento y con aguas tan calmas, no había motivo para estar en guardia.
A continuación, una onda de casi 1 metro de altura embistió la popa. La cubierta se anegó, hundiendo un poco el barco. Una segunda ola atacó. No tuvieron tiempo de ponerse los chalecos salvavidas. Ni de tomar un botiquín de primeros auxilios, víveres o bengalas. Ni para pensar antes de que una tercera acometida volcara la embarcación y los arrojara al mar.
Jacik emergió y le gritó a su amigo.
“¡No sé nadar!”, respondió Watkins, luchando por no hundirse. En ese preciso momento, se produjo su primer golpe de suerte: su hielera Igloo, de 49 litros, salió a la superficie. Se arrojó al recipiente, que mantuvo a flote su cuerpo de 160 kilos.
Pataleó hasta el Árbol de Navidad y Jacik lo ayudó a subir. Allí, de pie sobre una rejilla de 1.2 por 1.8 metros que rodeaba la vieja fuente de gas y apenas medio metro por encima del agua, los hombres miraron hacia la bahía. El aire se había intensificado y ahora rugía. Olas con crestas espumosas de 1.2 metros pasaron a su lado.
Alcanzaban a ver San León en lontananza, pero pasarían horas antes de que alguien se percatara de su ausencia. Se aferraron a la cañería, temiendo que el oleaje rebelde pudiera arrastrarlos a la muerte.
Esperaban que Mahlea, la hija de 14 años de Jacik, o Sherry, la esposa de Watkins, temieran que algo hubiera salido mal y alertaran a las autoridades… antes de que azotara la lluvia.
Sujetándose firmemente al Árbol de Navidad, los hombres hablaron de la posibilidad de que los socorrieran, de sus familias y sus equipos destruidos, pero pronto se ensimismaron. Su amistad había iniciado unos cuantos años atrás y, en realidad, no se conocían mucho.
Watkins, un trabajador de la construcción jubilado, había crecido en la localidad; Jacik, un chofer de camión retirado, residía en San León desde hacía cuatro años. Después de que su segundo matrimonio terminara, Jacik se encontró a la deriva en el Medio Oeste de Estados Unidos. La costa del golfo lo había atraído por la pesca y las cálidas tardes. Él y Mahlea, a quien había criado solo, se instalaron en una casa en el apacible pueblo pesquero enclavado en la bahía.
Ahora, conforme trataba de descansar sobre la tubería, no podía sacarse a Mahlea de la mente. Solo pensaba en volver a casa con su niñita.
Se pararon en el canto de la celosía. Respiraron profundamente y saltaron. Apenas tocaron el agua, Watkins, aterrado, se soltó y regresó.
Watkins, en tanto, lidiaba con la pérdida de su bote. Aunque viviera para contarla, su vida había cambiado. Vislumbró un futuro en el que estaba atrapado en tierra por siempre.
Llegó la oscuridad. Jacik le preguntó a su compañero:
—¿Crees que tu esposa ya haya llamado a los servicios de emergencia?
—Ojalá —dijo Watkins. Luego, con el afán de tranquilizarse, repitió—: Ojalá.
Fue una noche fría. Los náufragos no durmieron ni un segundo. Los primeros rayos de la mañana del martes supusieron un respiro del viento y las olas. Intentaban reposar, apoyándose en los tubos, cuando no los amenazaba un maretazo; no tenían dónde sentarse. Por si fuera poco, la afilada rejilla en la que estaban parados cortaba los pies descalzos de Jacik, ablandados ya por la acción del agua del mar; se encontraban desgarrados e hinchados.
No vieron señales de ayuda; las pesadas nubes de una tormenta que se acercaba se congregaban a la distancia. Estamos perdidos, pensó Jacik. Estaba seguro de que tenían que hacer algo: no podían confiarse en que los salvarían en plena borrasca, suponiendo, en primer lugar, que hubieran empezado a buscarlos.
El barco volcado se había alejado. ¿Cómo diablos podemos quedarnos aquí esperando la tempestad?, se reprochó.
Del otro lado de la bahía, a 1.5 kilómetros, se erigía una gran plataforma petrolera que contaba con un camarote para los empleados. Ahí podrían encontrar una radio o un teléfono. Si no, al menos tendrían un refugio.
Entre esta y el sitio donde se encontraban mediaban muchos caños y postes rotos. Podían usar la nevera portátil a fin de mantenerse a flote mientras nadaban de un campo a otro hasta alcanzar su destino. Sabían que zambullirse era arriesgado, pero Jacik creía que la posibilidad de ser rescatado disminuía con cada segundo que pasaba. El diluvio se avecinaba.
Watkins se quedó en el borde de la reja, sujetando un asa del recipiente; Jacik se afianzó a la otra. Todo se agitaba debajo de ellos y el aullido del viento que corría entre la fuente de gas dominaba los sentidos de Watkins. Estaba consciente de que no tendría forma de sobrenadar ni de luchar contra la corriente si perdía la conducción del recipiente. Si bien pescaba con frecuencia en la bahía casi desde que tenía memoria, esta nunca le había exigido tanto.
—Si vamos a hacerlo, tiene que ser ahora —le dijo Jacik a Watkins.
Se pararon en el canto de la celosía. Respiraron profundamente y saltaron. Apenas tocaron el agua, Watkins, aterrado, se soltó y regresó.
La corriente se apoderó de Jacik, quien se aferraba a la hielera. La marea lo envolvió y lo llevó a mar abierto, en dirección opuesta a la plataforma en la que esperaba atracar, y lejos de su amigo. El mar lo arrastró hacia otros caños, pero no pudo sujetarse. Las olas eran intensas. No tenía control; se aferró al contenedor. Se sintió agotado y empezó a tragar agua.
Jacik no logró asirse a otro metal. De pronto, un dolor agudo en el pecho lo aquejó y no pudo respirar. Estaba sufriendo un infarto.
El pánico lo rindió. Intentó subirse a la hielera en vano. Tampoco consiguió detenerse. Treinta metros más adelante esperaban otras tuberías; después de eso, solo el hondo mar. Sus pensamientos se centraron en Mahlea. No podía abandonarla. Siempre nos hemos tenido el uno al otro, pensó. ¡No puedo morir ahora, después de todo lo que hemos pasado!
Ignoró el suplicio al mismo tiempo que pataleaba hacia el campo, apenas capaz de mantener su cabeza por arriba de las olas. Cuando estuvo a 1 metro, se arrojó a las instalaciones. Si fallaba, sería el final. Se ahogaría. Su mano apretó el metal oxidado y se mantuvo firme. El oleaje lo azotaba.
Un relámpago abrió el firmamento y cayó justo al lado del Árbol de Navidad. Estaba seguro de que Mike había muerto.
La corriente remolcó a Jacik algunas centenas de metros. Cuando volteó, se sintió aliviado al ver que su compañero seguía vivo y se había vuelto a poner a salvo en el Árbol de Navidad.
La toma de gas en la que Jacik varó era de unos 30 centímetros de ancho y se levantaba 1.5 metros sobre la superficie; un conducto auxiliar horizontal corría por el costado, a 60 centímetros del agua. Cuando Jacik trepó, una oleada golpeó el contenedor y se lo llevó.
Continuó abriéndose camino entre la instalación, pero su superficie aguzada y oxidada cortó sus pies cuando se paró en ella; también le laceró los hombros, la espalda y los brazos cuando quiso apoyarse en la sección vertical. Las heridas cubrían su cuerpo y sangraba. El dolor torácico solo empeoró.
Mientras tanto, en el Árbol de Navidad, a medida que el día daba paso a la noche, las olas amenazaron con echar a Watkins de la rejilla, así que se abrazó a una válvula. Las olas lo apaleaban a la altura del pecho. No tenía idea de la suerte de Jacik; perdió sus gafas cuando el bote volcó y no veía sin ellas. Cuando se separaron, Watkins creyó que jamás volvería a verlo vivo.
A cientos de metros, Jacik sabía que los rescatistas estaban en marcha. Había visto helicópteros peinando la zona, pero viraban a la derecha o a la izquierda antes de llegar a ellos. Era descorazonador. Ahora, en la oscuridad, los reflectores de las aeronaves vagaban por la bahía de Galveston, llegando a menos de 2 kilómetros de los pescadores.
La cadencia del viento y las olas ahogaban todo sonido y, más lejos, en el golfo, los rayos iluminaban el cielo. Las nubes se acercaban y la temperatura descendía, así que Jacik no podía dejar de tiritar. Se cubrió la cabeza con la camisa y quiso respirar el aire cálido que circulaba sobre su pecho; solo se estremeció con más fuerza.
Por favor, Dios, no dejes que llueva, oró Jack en las horas que antecedieron al amanecer. Por fortuna, el tiempo ofreció un respiro. Todo estuvo en calma. Y entonces se desató el infierno.
El granizo y la lluvia envolvieron la bahía. Jacik sintió como si lo golpearan con arena. Un trozo de cuerda colgaba de la parte superior de la tubería, y Jacik se lo ató a la muñeca. Cuando las olas lo arrancaban de su soporte, la soga evitaba que la corriente lo arrastrara; se aferraba a los caños y se levantaba de nuevo, solo para resistir otro embate. A pesar de todo, trató de no pensar en lo peor; solamente en cómo llegaría a casa.
Entonces, un relámpago abrió el firmamento y cayó justo al lado del Árbol de Navidad. Estaba seguro de que Mike había muerto.
El rayo hizo blanco a unos metros de Watkins. Sin embargo, de alguna forma no lo mató y lo dejó relativamente ileso, aunque lo ensordeció durante un par de horas.
A media mañana, el ambiente se despejó. Jacik ignoraba cómo había soportado la tempestad, pero lo hizo. Pese a que experimentaba hipotermia y la aflicción pectoral no cedía, ver a Watkins en el Árbol de Navidad lo alivió. Sabía que no duraría otro día, y dudaba que Watkins fuera capaz de hacerlo. Pensó en su hija y en lo que le sucedería si él perecía.
Minutos más tarde, escuchó el rugir de un motor. Un helicóptero de la Guardia Costera volaba sobre la bahía de Galveston. Jacik lo saludó con euforia para hacerse notar; el aparato desvió su rumbo y regresó a la orilla, dejando atrás los campos de gas. El náufrago bajó la cabeza, decepcionado.
Un instante después, sin embargo, el vehículo giró y voló directamente hacia Watkins, aún aferrado al Árbol de Navidad. La aeronave flotó en lo alto; Watkins levantó la vista hacia sus aspas giratorias y sacudió los brazos. El helicóptero se dirigió a Jacik, y luego volvió con Watkins. Un rescatista entró al mar.
Watkins experimentó un profundo sosiego. Luego de que la tripulación lo sacara del agua, el socorrista asistió a Jacik en el otro pozo.
Su energía se había esfumado. Se estremecía de manera violenta y el dolor lo asediaba, pero estaba vivo.
Más tarde, los rescatistas les dijeron que casi se les acababa el combustible; les quedaban unos 26 minutos de vuelo antes de que cancelaran la búsqueda. Jacik no se había percatado de cuán improbable había sido su rescate hasta que notó que los brigadistas estaban sorprendidos de que hubieran sobrevivido a la tormenta. Sintió cómo se le hizo un nudo en la garganta.
Los náufragos fueron trasladados a hospitales de la zona, donde se les atendió por deshidratación, hipotermia y agotamiento, así como por pequeños cortes y contusiones. Los médicos confirmaron que Jacik había sufrido un infarto de miocardio.
Este no pudo ver a Mahlea sino hasta el día siguiente. “Ella fue muy fuerte”, asegura. “Pero cuando al fin llegamos a casa y estuvimos solos, habló sin parar durante una hora. Después cayó rendida. La preocupación la había fatigado”.
Un helicóptero de la Guardia Costera encontró el bote, flotando bocabajo, a casi 8 kilómetros del sitio en el que zozobró. Fue remolcado a tierra, aunque estaba bastante dañado.
En los meses posteriores al accidente, Watkins y su esposa dejaron San León para vivir más cerca de unos familiares suyos que habitaban en Freeport, Texas.
Jacik sigue viviendo en San León y pescando; aún no supera el trauma. “Incluso ahora, me cuesta mucho trabajo dormir”, afirma. Sueña con las olas y que cae al agua. Se despierta de golpe y, tras un momento, se recupera y vuelve a conciliar el sueño.