Una historia de fantasmas

En una casa anónima de un pueblo anónimo en un estado que recibió su nombre en honor del rey Luis XIV de Francia, conocí a un fantasma.

En una casa anónima de un pueblo anónimo en un estado que recibió su nombre en honor del rey Luis XIV de Francia, conocí a un fantasma. Nunca nos presentaron formalmente; de hecho, el ama de llaves negó que hubiera fantasmas desde que entré allí.

—No está embrujada; al menos yo nunca he visto nada —dijo mientras me guiaba por un pasillo adornado con arreglos de flores de otoño.

La centenaria casa era enorme, llena de habitaciones decoradas con muebles de salón antiguos, grandes plantas en macetas, espejos y pinturas enmarcados, y candelabros de cristal que colgaban como luminosos vestidos de novia puestos al revés.

Era una bella mansión sureña que, como tantas otras en Louisiana, había sido convertida en hotel de lujo. El ama de llaves me mostró la suite donde pasaría yo la noche, la cual tenía una cama king size con un montón de almohadas y más encaje blanco y satén que un bautizo de la realeza.

—Se quedará solo en la casa —añadió el ama de llaves—. No hay más huéspedes esta noche.

—Sólo si me dice otra vez que no está embrujada —bromeé.

—No está embrujada. Se cuentan historias, pero ni yo ni nadie ha visto nada nunca.

Le pedí que me contara más acerca de esas “historias”, y de su boca surgió una que me cortó el aliento. Al parecer, la familia cajún que alguna vez fue dueña de la casa dijo haber visto el fantasma de una niña pequeña a la que, cuando estaba viva, solían encerrar con llave en el armario empotrado que había debajo de las escaleras. Atrapada en la oscuridad, gritaba y pateaba la puerta, un hábito que se llevó a la otra vida.

Aunque cerraban esa puerta todas las noches, la familia cajún siempre la encontraba abierta de par en par en la mañana. Con el tiempo empezaron a dejar juguetes dentro del armario por la noche para apaciguar al pequeño fantasma infeliz.

—El año pasado tuvimos una fiesta de Halloween en la casa. Adivine cuál fue mi disfraz —me dijo la mujer con repentina emoción—. Me disfracé de “la niña del armario”.

Creo que podría haber asimilado yo casi cualquier otra cosa. Si el ama de llaves me hubiera dicho que alguien se había ahorcado en el vestíbulo, o que la casa estaba maldita, o que fue construida sobre un viejo cementerio francés, no me habría asustado. Pero no fue así. Me describió al molesto fantasma de una niña atrapada en un armario con un montón de juguetes viejos. Eso sí era espeluznante.

—Va a oír cosas durante la noche, se lo aseguro —me advirtió el ama de casa con una sonrisa nerviosa.

Y luego se fue. Me quedé solo en la casa, y ya había anochecido.

 

La mujer había dejado encendidas algunas luces en varias habitaciones, y no sentí ni el menor impulso de empezar a recorrer la enorme mansión para apagarlas. En vez de eso me dirigí a mi suite de la planta alta y entré al baño, donde me puse la piyama y me lavé los dientes.

Fue entonces cuando la sentí: esa terrible sensación de ser observado. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me quedé mirando mi rostro en el espejo, pero no había nada más allí: ni apariciones ni reflejos extraños. Salí de la habitación y cerré la puerta, convencido de que simplemente estaba asustándome solo.

Me senté a la mesa, abrí mi  computadora portátil y empecé a contestar el correo electrónico. Eran las 10:45, y el resplandor de la pantalla poco a poco disipó mi temor y me mantuvo concentrado en las realidades mundanas de la vida digital.

A las 11 en punto comenzaron los ruidos: Sh-sh-sh, sh-sh-sh-sh.

Un par de pies que se arrastraban por el piso del baño. Miré la puerta que acababa de cerrar: seguía cerrada, y no había ninguna otra entrada en ese cuarto. El ruido se repitió: un par de pies se arrastraron por el suelo y se detuvieron justo del otro lado de la puerta del baño.

Con los dedos congelados sobre el teclado, traté de pensar racionalmente. Mi mente repasó todas las causas posibles de ese ruido: tal vez alguien más había entrado a la casa, o algún animal salvaje había logrado meterse allí. Pero no: esos habían sido unos pies moviéndose en el suelo.

Fue entonces cuando me metí en la enorme cama y adopté una postura defensiva, armado lastimosamente con mi teléfono celular y la computadora portátil.

A la medianoche oí un golpe seco escaleras arriba, y luego otros dos un poco más fuertes. De pronto se produjo un estrépito: más golpes secos, ruidos indefinibles y las pisadas de alguien en el segundo piso. Me quedé petrificado en la cama, tuiteando mi pánico hacia la gran nube digital: “Hay ruidos extraños que provienen del piso de arriba”.

Estaba temblando de miedo. No había tomado en serio al ama de llaves, y me encontraba atrapado en la cama dentro de aquella mansión enorme que repentinamente había cobrado vida con ruidos extraños. Pero no eran los típicos ruidos de “casa vieja” que se oyen en las casas antiguas; no estaba encendido ningún aparato de aire acondicionado ni de calefacción. Tampoco era el aire húmedo enfriándose, ni la casa asentándose sobre sus cimientos, como muchos de mis seguidores en Twitter propusieron como explicación.

Al cabo de unos minutos oí los ruidos de alguien que bajaba las escaleras corriendo; fuera lo que fuera, me había seguido hasta la planta alta. Me quedé mirando la puerta de la habitación, y luego me conecté a Facebook.

Conversé con amigos de varios países y les conté mi dilema: que me encontraba solo en una casa que parecía estar habitada por el fantasma de una niña traumatizada y que, sinceramente, preferiría estar en otro sitio.

En cierto momento volví a oír pisadas en las escaleras, y un nuevo estrépito. Quise reír cuando leí los comentarios que mis amigos hacían en Twitter respecto a la existencia de los fantasmas, pero no pude; al mismo tiempo me llegaron los sonidos de lo que parecían bolas de boliche rodando por el suelo del piso de arriba y algunos portazos.

A través de las redes sociales empecé a recibir decenas de consejos en tiempo real sobre cómo lidiar con lo que me estaba acosando. Algunos me recomendaron hacer frente a “la cosa”; otros, que llamara a la policía y denunciara la presencia de intrusos en la casa; algunos más sugirieron que le rezara a San Miguel, y otros escribieron que San José era mejor para este tipo de situaciones. Unos hindúes devotos me aconsejaron que quemara incienso, y una amiga mía que es monja me instó a abandonar la mansión cuanto antes.

Al final, rendido, me acosté y me envolví como una momia con las sábanas. La casa quedó en silencio una vez más, y durante varias horas seguí aguzando el oído con temor, aunque también con la esperanza de que lo peor ya hubiera pasado. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir hasta que amaneciera.

 

eso de las 4 de la madrugada me despertó un tintineo de copas de cristal entrechocando; luego, alguien empezó a acomodar platos. Pensé en la familia cajún que había vivido allí, en cómo apaciguaban al fantasma con juguetes. Yo no tenía juguetes que ofrecer; lo único que había en mi mochila era una pequeña armónica que había comprado recientemente. Por un instante me sentí aliviado, como si tuviera algo bonito que ofrecer al fantasma, pero entonces me di cuenta de que si oía una armónica sonar de repente en medio de la oscuridad, probablemente me moriría de un infarto.

Así que me quedé en la cama hasta que amaneció, sin dormir y sin moverme. Esperé hasta que oí al ama de llaves llegar y empezar a preparar el desayuno en la cocina. Sólo entonces me arrastré fuera de la cama.

La mujer se mostró indiferente. Me sirvió un poco de comida y conversó sobre el estado del tiempo hasta que finalmente la interrumpí. Le conté lo que me había ocurrido, sobre los ruidos extraños que había oído y cómo me habían mantenido despierto casi toda la noche.

—Mi hijo ni siquiera pone un pie en esta casa, ¿sabe? —dijo—. Llega hasta la puerta, pero nunca la cruza.

Cuando su hijo era adolescente, añadió, jugaba con el hijo del dueño dentro de la casa, y un día tuvo una experiencia aterradora que aún no quiere contar y que lo ha mantenido lejos desde entonces. El ama de llaves me contó también que su pequeña sobrina a veces platicaba en la planta alta con un amigo invisible.

Con todo, jamás admitiría que tiene alguna prueba de nada. Necesitaba que la casa no estuviera embrujada, y eso me pareció sensato. Si yo trabajara todo el día en una mansión antigua y enorme, tampoco me gustaría que estuviera embrujada.

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