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Una joya entre las olas

Aislada, misteriosa y llena de encantos, la isla griega de Monemvasía deslumbra a todos los que la visitan.

La parte baja de la ciudad isla de Monemvasía es el reino de unas criaturas de pelaje manchado o rayado. Decenas de gatos sin dueño se pasean a sus anchas porlos callejones empedrados o recorren con sigilo las angostas escalinatas que conducen a las casas.

El olor a saganaki (queso griego frito) y a hierbas frescas emana de las tabernas, adonde los gatos acuden deseosos de recibir un poco de comida. En ocasiones algún turista les lanza un bocado, sonriendo ante la belleza y simpatía de los mininos, o bien, algunos meseros comedidos les dejan sobras en el suelo. Pero sólo una persona viene aquí especialmente para alimentarlos: Soula Kastanias.

Monemvasía se encuentra en la punta sur de la península del Peloponeso. Una vez allí, tras recorrer los interminables y zigzagueantes caminos de montaña, es fácil enamorarse de esta mística isla medieval fortificada. Sus habitantes la llaman Kastro (“la fortaleza”). A lo largo de 1,400 años sus murallas han resguardado una espléndida ciudad que, en diferentes épocas de la historia, repelió los ataques de normandos, árabes, otomanos y francos, al tiempo que defendía la importante ruta marítima que iba de Venecia a Constantinopla.

Monemvasía (palabra griega que significa “entrada única”) ha sido un próspero asentamiento durante siglos. Los mercaderes empezaron a llegar a la ciudad en el siglo XII. Llenaban con aceite de oliva y vino sus barcos atracados en el puerto antes de zarpar a Europa occidental. Hoy día los gatos holgazanean donde antaño los habitantes de la fortaleza desplegaban sus cañones.

—¡Vengan aquí! —los llama Soula mientras saca comida seca para gatos de una bolsa que lleva bajo el brazo para esparcirla en las esquinas de las casas.

Esta trabajadora en pro de los animales, de 45 años, cuida perros y gatos sin dueño o heridos en la región de Laconia, a la que pertenece Monemvasía.

En un refugio situado a 10 minutos en auto al norte del centro de la ciudad, Soula y sus ayudantes cuidan a más de 600 perros sin dueño. Aún no han podido hacerse cargo de los gatos por falta de dinero y espacio. En Grecia, el bienestar de los animales depende sobre todo de donativos de voluntarios; sin embargo, a Soula le encanta su trabajo. “Este sitio es diferente, muy apacible y romántico”, dice, refiriéndose a la ciudad fortaleza.

Siempre que puede, Soula recorre a pie el puente de 400 metros de largo que comunica Monemvasía con el pueblo vecino de Géfira, en tierra firme. Pero si se siente cansada, toma el autobús que va y viene entre ambos puntos cada 10 minutos. Desde el balcón de su casa en Géfira puede ver la prominencia rocosa. “Siempre luce diferente, dependiendo del ángulo desde el cual se le mire”, señala.

Una vez que termina su ronda con los gatos, nada le gusta más que subir al restaurante Matoula, donde puede sentir la brisa agitando su rubia cabellera y pedir un plato de meze (un surtido de bocadillos) con una copa de vino blanco. El Matoula es el restaurante más antiguo de Monemvasía: lo abrió la abuela de la actual propietaria, Venetia Abertos. Desde la terraza del establecimiento, a unos 100 metros de altura, los comensales pueden disfrutar de unas espléndidas vistas al mar. Este negocio es sólo uno de los 12 o más restaurantes y cafeterías que hay en la isla.

No es recomendable visitar la parte alta de la ciudad si se tiene fobia a las alturas, ya que sólo existe un estrecho camino para llegar a la antigua ciudadela, situada a 300 metros sobre el nivel del mar, en la meseta de Monemvasía. En la Edad Media la ciudadela contaba con un maizal y con varias cisternas para recoger y almacenar agua de lluvia, lo cual bastaba para mantener con vida a una treintena de personas durante un sitio prolongado. Algunos pobladores empecinados seguían cultivando en este lugar hasta hace 100 años. En la actualidad sólo un puñado de personas habita todavía en este afloramiento rocoso.

Para ser sincera, la ciudad medieval es tan encantadora que la tierra firme parece desabrida en comparación. Pero es sólo a primera vista. La región de Laconia tiene sus propios tesoros ocultos, entre ellos la cueva de Kastania, ubicada a una hora en auto al sur de Monemvasía. Según la mitología griega, esta cueva era la morada de Hades, el dios del inframundo. Es también un paraíso para los entomólogos: sus profundidades están llenas de estalagmitas y estalactitas, formaciones habitadas por dolicópodos, unos insectos parecidos a los saltamontes que poseen largas antenas y están completamente sordos y ciegos, lo cual es una adaptación a la vida en las cavernas.

Hay también diversiones para los viajeros más activos; por ejemplo, las escarpadas paredes de piedra caliza y la red de senderos de la zona de escalada y excursionismo del cabo Malea. Con sus remotas cuevas de estalagmitas, profundas grietas rocosas y apacibles playas de arena para relajarse después de un arduo día de escalada, es indudable que los alrededores de Monemvasía ofrecen muchas atracciones para los turistas.

Sin embargo, Soula Kastanias rara vez se aventura más allá de sus dominios. “Los domingos por la tarde me gusta sacar a alguno de mis siete perros a dar un paseo”, dice. Juntos hacen un recorrido de varias horas por un campo que se extiende detrás de su casa, con sus huertos de árboles cítricos y sus rebaños de cabras. Si después de la caminata le queda tiempo, Soula a veces concluye el paseo en el puerto de Géfira.

Si tiene antojo de algo dulce, quizá vaya al Café Colonis a comprar una galleta de almendra con forma de media luna y azúcar espolvoreada, y luego buscará un lugar agradable y soleado para sentarse y comérsela. La región es famosa por sus amygdalota, como llaman los habitantes a las galletas de almendra. “Los propietarios del Café Colonis incluso las exportan a Australia”, señala Soula.

Para los días calurosos del verano, cuando la temperatura puede llegar a 40 °C, Soula tiene una recomendación final: un refrescante chapuzón en el mar. Hay muchos lugares a lo largo de la costa de Monemvasía donde los visitantes pueden lanzarse al agua y, si se sienten con ánimo y energía, dar una vuelta completa a la isla nadando; son sólo dos kilómetros.

“Pero debes prepararte bien y no llevarte un susto si te topas con una tortuga”, advierte Soula. “¡Están por todas partes!”

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